Hoy, día 6 de agosto, la Iglesia celebra la fiesta de la Transfiguración del Salvador, y en esta querida parroquia que tiene como titular al Salvador, celebráis vuestra fiesta patronal. Con alegría vengo a compartir con vosotros esta celebración y con vosotros y para vosotros reflexionar acerca de este gran acontecimiento que nos cuentan los Evangelios y que hoy hemos proclamado con el texto de San Marcos. Es una de las páginas más maravillosas y más instructivas del Evangelio, a la cual tendríamos que acudir con frecuencia, sin cansarnos, viendo y gozando de esa revelación que nos presenta.

Vamos a meditar, pues, este texto. ¡Cuántas cosas podríamos meditar y aprender de este texto, imprimiéndolas después en nuestras mentes acerca de esta escena sublime! San Pedro, escribiendo desde Roma su segunda carta, recordará el hecho prodigioso, con un testimonio que confirma de ello la milagrosa realidad y enseña de ello la eficacia probatoria del mensaje evangélico.

A nosotros bastará con recordar cómo el rostro humano de Cristo esconde y revela a un tiempo su rostro divino;  cómo Jesús, y con él el cristianismo que deriva, se presenta con semblantes, que a menudo, a primera vista, no enseñan nada extraordinario, nada original, nada profundo. Más bien, algunas veces, la cara de Cristo es aquel de un doliente, de un condenado, de un muerto;  lo escuchamos en las conmemoraciones de la Liturgia cuaresmal, las palabras desgarradoras de Isaías, que se refieren al Cristo crucificado: «. . . él no tiene belleza alguna ni resplandor: nos lo hemos visto, y no tuvo alguna apariencia que atrajera nuestras miradas. Fue abatido, él último de los hombres, el hombre de los dolores, que conoce el sufrimiento. . .»  (53) 2 -3).

La cara de Cristo y la de su religión nos aparece a veces pobre y miserable, el espejo de la enfermedad y la deformidad humana. Nos parece manchada, profanada, inepta a irradiar lo que gusta mucho al gusto de la gente de hoy: la belleza sensible, la expresión formal, la apariencia alegre. A veces parece como si Cristo y su Iglesia semejan no tener algún atractivo para muchas personas,  ningún secreto con el cual fascinarnos y salvarnos.

Ahora bien, hace falta repensar el prodigio de la Transfiguración;  hace falta acoger la advertencia que viene del Cielo y nos invita a escucharlo. Fue una hora única y prodigiosa la que los discípulos fieles transcurrieron aquella noche sobre el Tabor;  pero sería una hora continuada y usual por nosotros, si supiéramos tener el ojo fijo sobre la cara de Cristo y sobre aquel, que lo reproduce históricamente, de su Iglesia:  una transparencia rara nos dejará en un primer momento entrever, luego divisar, luego admirar la cara escondida, la cara verdadera, la cara interior del Dios y su místico Cuerpo;  y nuestra maravilla, nuestro regocijo no tendrán más ni medida ni desmentida.

Hace falta redescubrir y remirar siempre el rostro transfigurado de Jesús, para sentir quién es Él,  y a favor nuestro es nuestra luz, nuestra paz, nuestro consuelo. La que ilumina cada alma que lo busca y que lo acoge, que alumbra cada escena humana, cada fatiga, y le da color y resalto, mérito y suerte, esperanza y felicidad.

Dejemos pues que hoy la luz suave y fulgurante de Cristo en la Iglesia os alumbre y bajo esa luz hagamos nuestro camino de forma clara y sin tropiezos hacia el cielo.

Cristo se presenta, se manifiesta, pero podemos ante ello preguntarnos: ¿Quién es Cristo? ¿Quién es Cristo para mí?

Cuando reflexionamos sobre estas simples, pero formidables y recurrentes cuestiones nos damos cuenta de que tenemos el peligro de resbalar en un vacío nominalismo cristiano y de eludir la lógica dramática del realismo cristiano. Si Cristo es Aquel sin  el cual no hay solución a las cuestiones capitales de nuestra existencia, si son verdaderas, si son actuales las palabras «llenas de Espíritu Santo»  del apóstol Pietro en el choque del primer proceso promovido a Su Predicación mesiánica: “. . .Este Jesús es la piedra que, descartada por los constructores, se ha convertido en la piedra angular. En ningún otro hay salvación;  no hay en efecto otro nombre les dado a los hombres bajo el cielo en el que es nosotros podemos ser salvados» (Act. 4, 11-12), entonces nuestra mentalidad es sacudida y quizás trastornada;  ya no podemos considerar el nombre de Jesús Cristo como un apelativo puro y simple que se ha introducido en el lenguaje convencional de nuestra vida. “Él es el alfa y la omega, el principio y el fin»  de cada cosa, (Cfr. Apoc. 1, 8).

Hace pocos días, el sábado pasado, fiesta de San Alfonso, en el oficio de lectura que rezamos los sacerdotes y los religiosos, se nos decía en un texto de este santo:

“Toda la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo, nuestro Dios, nuestro sumo bien y nuestro redentor. La caridad es la que da unidad y consistencia a todas las virtudes que hacen al hombre perfecto.

¿Por ventura Dios no merece todo nuestro amor? Él nos ha amado desde toda la eternidad. «Considera, oh hombre –así nos habla–, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo».

Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones para que se sintiera obligado a amarlo: «Quiero atraer a los hombres a mi amor con los mismos lazos con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor». Y éste es el motivo de todos los dones que concedió al hombre.

Además de haber dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria, entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no contento con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas criaturas estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a él en atención a tantos beneficios.

Y no sólo quiso darnos aquellas criaturas, con toda su hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a darnos a su Hijo único. Viendo que todos nosotros estábamos muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué es lo que hizo? Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer por nuestros pecados y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado.

Dándonos al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente menos que el Hijo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?”

Con estos sentimientos, hoy, contemplando a Jesús como quien es, el Hijo de Dios que hay que escuchar y seguir, que esta fiesta nos haga más discípulos de Jesús, más miembros de la Iglesia, más practicantes, como Él,  de la caridad

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