Un año más, gracias a Dios, tenemos la suerte y la alegría de reunirnos en este templo dedicado a San Pablo, celebrando la fiesta de este santo apóstol juntamente con San Pedro. Es una fiesta que, bien celebrada nos puede aportar muchas cosas buenas a nuestra vida y nuestras actividades como cristianos. La solemnidad de san Pedro y san Pablo es una de las más antiguas del año litúrgico. Ella aparece en el santoral incluso antes que la fiesta de navidad. En el siglo IV ya existía la costumbre de celebrar tres misas una en la basílica vaticana, otra en san Pablo extra muros y otra en las catacumbas de san Sebastián, donde se escondieron las reliquias de los apóstoles durante algún tiempo. En un principio se consideró que el 29 de junio fuese el día en el que, en el año 67, Pedro sufrió el martirio en la colina vaticana y Paolo en la localidad denominada “Tre fontane”. En realidad, si bien el hecho del martirio es una dato histórico incuestionable que tuvo lugar en Roma en la época de Nerón, no es tan seguro, en cambio, el día y el año de la muerte de los dos apóstoles, pero parece que se sitúa entre el 67 y el 64.

La solemnidad de san Pedro y san Pablo nos permite contemplar la estrecha amistad que se establece entre Jesucristo y estos dos hombres elegidos para misiones muy importantes. San, Pedro recibe la visita en la cárcel de un ángel enviado por Dios que lo invita a ponerse en pie y seguirlo. Pedro deberá reemprender su misión al frente de la Iglesia naciente (1L). Pablo, en la carta a Timoteo hace un recuerdo emocionado de su entrega a Cristo: “he combatido el buen combate”. Sabe que Dios lo escogió desde el seno de su madre para revelarle a Cristo y para llamarlo a anunciarlo a todos los pueblos. Ahora al final de su carrera, reconoce con gratitud que Cristo lo ayudó y le dio fuerzas (2L).

En Pedro y en Pablo aquello que más resalta es su íntima amistad con el maestro. Ambos tuvieron experiencia del amor de Dios en Cristo Jesús. Esa experiencia los acompañó durante toda su vida una vez convertidos y les dio una viva conciencia de su misión. Tiene, pues, razón Pedro al concluir con emoción: “Señor, Tú sabes todo, Tú sabes que yo te amo” (EV).

Esta solemnidad festeja a las dos columnas de la Iglesia. Por una parte, Pedro es el hombre elegido por Cristo para ser “la roca” de la Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” ( Mt 16,16). Pedro, hombre frágil y apasionado, acepta humildemente su misión y arrostra cárceles y maltratamientos por el nombre de Jesús.(cf. Hch 5,41). Predica con “parresía”, con valor, lleno del Espíritu Santo (cf. Hch 4,8). Pedro es el amigo entrañable de Cristo, el hombre elegido que se arrepiente de haber negado a su maestro, el hombre impetuoso y generoso que reconoce al Dios hecho hombre, al Mesías prometido: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”(cf. Mt 16,16). Los Hechos de los apóstoles narran en esta solemnidad la liberación de Pedro de las cárceles herodianas. “Con esta intervención extraordinaria, Dios ayudó a su apóstol para que pudiera proseguir su misión. Misión no fácil, que implicaba un itinerario complejo y arduo. Misión que se concluirá con el martirio “cuando seas viejo otro te ceñirá y te llevará donde no quieres” (cf. Jn 21,18) precisamente aquí, en Roma, donde aún hoy la tumba de Pedro es meta de incesantes peregrinaciones de todas las partes del mundo.

 

“Pablo, por su parte, fue conquistado por la gracia divina en el camino de Damasco y de perseguidor de los cristianos se convirtió en Apóstol de los gentiles. Después de encontrarse con Jesús en su camino, se entregó sin reservas a la causa del Evangelio. También a Pablo se le reservaba como meta lejana Roma, capital del Imperio, donde, juntamente con Pedro, predicaría a Cristo, único Señor y Salvador del mundo. Por la fe, también él derramaría un día su sangre precisamente aquí, uniendo para siempre su nombre al de Pedro en la historia de la Roma cristiana” (Juan Pablo II, 29 de junio de 2002). Pablo es el apóstol fogoso e incansable que recorre el mundo conocido en la época para anunciar la buena nueva de la salvación en Cristo Jesús.

San Pablo, pues, de ser perseguidor de los cristianos, pasa a ser cristiano y apóstol evangelizador. Una enseñanza para todos nosotros: ser cristianos en todo y ser evangelizadores.

Así, pues, viendo hoy especialmente la figura de San Pablo, ello nos invita a la conversión y al apostolado. Convertirse significa encontrarse con Cristo en el camino de la propia vida, dejarse envolver por su resplandor, escuchar su palabra, conocer su voluntad. La consecuencia de este encuentro, para cada uno de nosotros como para San Pablo, es el testimonio, dejándonos transformar por la gracia para cumplir el mandato misionero de Cristo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.

¿En qué consistió la conversión de San Pablo? Esencialmente en el encuentro con Cristo Resucitado. Un acontecimiento que cambió radicalmente su vida, haciendo que de perseguidor de Cristo, de la Iglesia de Cristo, pasase a ser apóstol: “el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano” (Benedicto XVI, “Audiencia”, 3-9-2008).

Podemos decir que San Pablo experimentó una auténtica muerte y una auténtica resurrección: muere a todo lo que era hasta entonces para renacer como una criatura nueva en Cristo: “Todo lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él” (Flp 3,7-8).

Esta fiesta nos llama a realizar una experiencia similar; a volver a encontrarnos realmente con el Señor. Él sale a nuestro encuentro – como salió al encuentro de Saulo en el camino de Damasco – en la lectura de la Sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Como decía el Papa Benedicto XVI, “podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos”. A San Pablo, el encuentro con el Señor lo llevó a la Iglesia: “Levántate, sigue hasta Damasco, y allí te dirán lo que tienes que hacer”.

También para cada uno de nosotros la inmediatez del encuentro con Cristo es siempre una “inmediatez mediata”, que pasa por la mediación de la Iglesia, sacramento universal de salvación. Ella “es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad” (Pablo VI, Discurso 22 junio 1973). ¿Queremos encontrarnos con Cristo? Acudamos a su Iglesia, mediante la cual el Señor comunica de modo eficaz su gracia salvadora.

El encuentro con Cristo se traduce existencialmente en testimonio y en apostolado. San Pablo fue escogido “para anunciar el Evangelio de Dios” (Rm 1,1) y respondió con una entrega total a esta misión, sin ahorrarse peligros, dificultades o persecuciones: “Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos— ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 38-39).

Tampoco nosotros podemos “ahorrar” a la hora del compromiso. Dios nos quiere completamente cristianos, en nuestra casa y fuera de ella, en nuestra familia y en nuestro trabajo, en la vida privada y en la vida pública. Y debemos estar dispuestos a “pagar” el tributo que pueda costarnos la fidelidad a Cristo en cualquier circunstancia. Tal vez el tributo de vernos condenados a una cierta marginalidad social, de tener que nadar contracorriente, de tener que apostar por una vida alternativa que, en ocasiones, contrapondrá a los criterios aceptados por la cultura dominante los criterios de una sabiduría nueva que brotan de la Cruz del Salvador: “como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo”, nos recordaba el Papa (“Homilía”, 28.VI.2007).

Somos conscientes de nuestra debilidad, y también de que nuestra fuerza proviene de Cristo. Humildemente acudimos a su misericordia y al perdón generoso que nos otorga mediante el sacramento de la Penitencia. Por la intercesión de San Pablo pedimos a Dios que Cristo sea nuestra vida y que nada ni nadie nos aparte de su amor. Amén.

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