FIESTA DE SANTA TERESA DE JESUS JORNET E IBARS  Fundadora de la Congregación de las  Hermanitas de los Ancianos Desamparados  Capilla de la Casa Madre de la Congregación  26 de agosto de 2017

Celebrar las fiestas de los santos es algo que nos hace bien: en esa ocasión reconocemos los caracteres de su vida, las enseñanzas que para nuestra vida nos dan y nos ofrecen su ayuda y protección para que, como ellos, caminemos hacia el cielo viviendo como Dios espera de cada uno de nosotros en nuestros años en la tierra. 

Hoy las lecturas de la Biblia que hemos escuchado en esta celebración nos han hablado de la importancia de la caridad, de la misericordia, que son actitudes que tienen que estar presentes, junto con la fe y la esperanza, en la vida de los hijos de Dios. Y quisiera insistir en la importancia de la práctica de la caridad, que las fiestas y la celebración de los santos nos hagan más caritativos, como a ellos y a nosotros nos enseña Jesús. Cuando alguien a Jesús preguntó cuál es el primero de todos los mandamientos, Él respondió con total claridad y suma autoridad: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: «amarás al prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que estos» (Mc 12, 29-31).  Y los  Apóstoles, testigos del Señor, nos han trasmitido con fidelidad esas palabras suyas hasta el derramamiento de su sangre en el martirio. Quedaron grabadas a fuego en su vida y en su mensaje. Así, San Juan, en su Evangelio y con mucha insistencia en sus cartas, subraya que debemos amarnos como Cristo nos ama: «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1Jn 3, 16). Y eso que los apóstoles vieron y oyeron es lo que anunciaron «para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1, 3). 

 Pues bien, estas virtudes las acogió, las vivió y las difundió, enseñándolas a los demás con sus palabras y sus gestos Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, cuya fiesta celebramos hoy aquí, ante sus restos personales en espera del día de la resurrección de todos los hijos de Dios. Porque lo vivió y lo enseño, fue beatificada por el 27 de abril de 1958 ante un centenar de ancianos y unas 600 Hermanitas de los Ancianos Desamparados por el Siervo de Dios Pio XII, exaltando sus virtudes. Y después fue canonizada por el Beato Pablo VI en 1974. Aquí en Valencia se celebró después eso en la Catedral llevando allí su cuerpo. Yo entonces era un joven y con un grupo de amigos participamos en la procesión de vuelta de su cuerpo a esta casa, Con ello, empezó para mí una cercanía y amistad con esta Santa, lo cual me ha hecho mucho bien. 

Su vida nos enseña buenas cosas, y así al celebrar su fiesta lo hacemos presente para nuestro bien.  

Mientras las campanas de la iglesia parroquial tocan el Angelus el 9 de enero de 1843, nace en la villa catalana de Aytona la niña Teresa de Jesús Fornet e Ibars. El día siguiente recibía el bautismo y quedaba, por tanto, inscrita en el registro espiritual de los cristianos. Era natural que así sucediera porque tanto los Jornet como los Ibars eran católicos sinceros.  

La niña crece en el ambiente de trabajo y de religiosidad del hogar. Pero su inteligencia despierta llama la atención de sus tíos y de sus padres, y Teresa marcha a Lérida, y después a Fraga. En las vacaciones regresa al pueblo, y sabe sacar partido de su ascendiente sobre las amigas para conducirlas a la iglesia y organizar excursiones que muchas veces se convierten en minúsculas peregrinaciones… 

Apenas concluidos sus estudios de Magisterio, comienza a ejercer en Argensola, provincia de Barcelona. Pronto su piedad y su ejemplo llaman la atención de las alumnas y de sus padres. Las gentes, curiosas, admiran que la maestra acuda semanalmente a confesarse al pueblo de Igualada, a pesar de que entre ida y vuelta tiene que recorrer unos 20 kilómetros. 

Pero la enseñanza, con ser misión bella y santa, no llena sus aspiraciones. No le cabe duda de que Dios la llama a la vida religiosa, y su único problema es la elección. Su tio, el padre Palau, hoy beatificado, invita a Teresa a colaborar en el Instituto que está fundando, y ella acude presurosa, pero en su interior anhela una vida religiosa más fuertemente caracterizada por el silencio y la oración. Y a primeros de julio de 1868 Teresa abandona la casa paterna para dirigirse al convento de Clarisas, en Briviesca (Burgos), mientras Josefa, su hermana, entra en el Asilo de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, en Lérida. 

Todo va bien en Briviesca, y Teresa prepara el velo negro que llevará en su profesión. Pero España atraviesa momentos difíciles y dramáticos. Y el Gobierno no permite la emisión de votos. Las religiosas le ponen, sin embargo, el velo negro. Y surge otra imposición, esta vez procedente de Dios directamente. Una postilla en la frente hace que deba volver, por obediencia, a Aytona. En Briviesca quedarán el recuerdo grato y el afecto sincero, que todavía hoy, después de muchos años, perduran en la expresión de las clarisas: «Teresa era una santa». 

Una vez más su tío, el padre Francisco, trata de orientar a Teresa en su pequeño ejército de terciarios y terciarias carmelitas. La nombra visitadora de las escuelas que él va abriendo en España. Pero el padre Francisco muere y Teresa se encuentra nuevamente entre los suyos, con una única duda: «Señor, ¿qué queréis que haga?». 

Un grupo de sacerdotes de Huesca y de Barbastro, presididos por don Saturnino López Novoa, maestro de capilla de la catedral de Huesca, se disponen a crear un Instituto femenino que se consagre exclusivamente a la asistencia de los pobres ancianos abandonados. La idea ha florecido ya en Francia, pero se piensa que para los ancianos españoles sería preferible hermanitas de esta misma nacionalidad. 

En junio de 1872 Teresa pasa por Barbastro, con su madre, y habla con un sacerdote de la localidad, amigo del difunto padre Palau y también de don Saturnino. Durante la charla examina atentamente a Teresa y comprende que los deseos de la joven son consagrarse a Dios en la vida religiosa. Entonces rompe a hablar sobre los proyectos de don Saturnino, y Teresa ve con toda claridad que ahí está su vocación y que se han terminado sus vacilaciones y sus tinieblas interiores. Acepta el plan y regresa al pueblo. Su primer acto es comunicar a María, su hermana y confidente, que ha encontrado el verdadero camino. Pero esta noticia entraña, también, una invitación, que por el momento es rechazada. «¿Yo dedicarme a los ancianos? Imposible.» Pero Teresa sabe lo que dice, y, al fin, María irá con ella y aun se llevarán a una paisana. 

En Barbastro abriría don Saturnino la nueva casa. La sede elegida se llama «Pueyo». Son doce jóvenes, contando a Teresa y a sus dos conquistas. Del 4 al 12 de octubre se llena la casa, un edificio antiguo y viejo. Nadie sino Teresa podía ser la cabeza de aquella incipiente comunidad, a pesar de que sus pensamientos eran totalmente ajenos a ello. Así lo dijo y así lo reiteró, pero por toda respuesta le dijeron que en la vida religiosa lo, que importa es obedecer. Teresa calla, acepta y permanecerá superiora hasta la muerte. Serán veinticinco años de gobierno, de esfuerzos y de heroísmo callado. 

Detengámonos ahora a ver cómo era la madre Teresa. La mejor semblanza la hizo el propio Pío XII, al exaltar sus virtudes y su empresa. «Alma grande y al mismo tiempo humanamente afable y sencilla —dijo el Papa—, como su homónima, la insigne reformadora abulense; humilde hasta ignorarse a sí misma, pero capaz de imponer su personalidad y llevar a cabo una obra ingente; enferma de cuerpo, pero robusta de espíritu con fortaleza admirable; «monja andariega» ella también, pero siempre estrechamente unida a su Señor; de gran dominio de sí misma, pero adornada con aquella espontaneidad y aquel gracejo tan amable; amiga de toda virtud, pero principalmente de la reina de ellas, la caridad, ejercitada en aquellos viejecitos o viejecitas que exigen la paciencia y benignidad de que habla el Apóstol.» 

Dentro de este conjunto espléndido, Pío XII subrayó «tres suaves matices»: la gran parte que la Virgen Santísima quiso tomar en su vida y en su obra; su irresistible inclinación a procurar la asistencia a los desvalidos y, por fin, aquella «suavidad y naturalidad con que se abandonó a los designios ocultos de la Providencia, o, mejor dicho, aquel modo perfecto y ejemplar con que supo prescindir de. sí y de su voluntad para identificarla completamente con la santísima voluntad de Dios». 

Dejamos en su iniciación la gran empresa. Su primer nombre fue el de «Hermanitas de los Pobres Desamparados»; después, para evitar equivocaciones con el Instituto francés del mismo nombre, se llamaron, como hoy se denominan, «Hermanitas de los Ancianos Desamparados». Pronto quiso la Providencia que no se quedaran en Barbastro, sino que, por coincidir con los deseos de un grupo de católicos valencianos, fundasen en la capital del Turia, que desde entonces habría de ser la Casa-Madre de la congregación. Toda la ciudad recibió a las hermanas, y éstas hacen su primera visita a la Virgen de los Desamparados, patrona de Valencia, que nunca había de desampararlas a ellas ni a sus ancianitos y ancianitas. Inmediatamente reciben a la primera acogida, una paralítica de noventa y nueve años. 

Mas pronto habrían de comenzar los dolores. Las regiones españolas se sublevan contra el Gobierno y Valencia se declara en rebeldía. La ciudad es asediada y bombardeada. La gente huye; las hermanitas permanecen junto a sus ancianos. Sólo cuando en la ciudad ya no queda nadie, y al peligro de los bombardeos se añade la amenaza de morir de hambre, —las hermanitas viven de la caridad cristiana— deciden refugiarse en Alboraya. Después una nueva prueba, la muerte de sor Mercedes, la primera profesa de las hermanitas, pues en el propio lecho de muerte selló sus votos de esposa de Cristo. 

La historia de las nuevas fundaciones está llena de encanto y de luz sobrenatural. Es primero Zaragoza, donde también fueron recibidas triunfalmente; luego Cabra, Burgos… y toda la geografía española, que la Beata se recorrió varias veces, en unas condiciones materiales que, si eran algo más cómodas que las de los tiempos de Santa Teresa, no dejaban de tener sus grandes molestias y aun dolores. Al cumplirse el primer decenio de la fundación del Instituto, las Casas-Asilo —la madre Teresa quería que fueran llamadas así, pues la sola palabra «asilo» le parecía demasiado fría y humillante— Son ya 33. Diez años más tarde subirían a 81, Y cuando la Beata entrega su alma al Señor suman ya la cifra esplendorosa de 103. Medio siglo más tarde, cuando la Iglesia la eleva a los altares, las Casas-Asilo son ya 205 en todo el mundo, y millares de ancianos y ancianas son consolados y atendidos por las hermanitas, 

En 1885 el Instituto cruza el océano. Las hermanitas han sido llamadas a Santiago de Cuba y La Habana. Por primera vez van a fundar sin la madre. Esta, que apenas tiene cuarenta y dos años, no es ya sino una inválida, en cuanto a fuerzas físicas se refiere. La obra se está consumando. En 1876 había llegado el decreto de alabanza de Roma. Y la aprobación definitiva llega en 1887. 

Ahora que la Iglesia ha acogido al Instituto bajo su tutela, la madre ya sabe que otra Madre eterna velará por las hermanitas y los ancianos. Por eso, al celebrarse, en abril de 1896, el Capítulo general, la Beata suplica a las hermanitas que se dignen librarla del peso de superiora general. Su cuerpo se niega a seguirla en sus largos viajes. No puede intervenir regularmente en los actos de la comunidad. El bien del Instituto —insiste la madre— exige que sea otra hermanita la que presida su marcha. Pero esta vez nadie hace caso de la voz de la madre. Y la Beata no tiene más remedio que cargar nuevamente la cruz sobre sus flacos hombros. 

Ella seguirá siendo sencilla. y entrañable. Nunca le han gustado las posturas ficticias, las caras de víctima. A una novicia que, en el arrebato de un falso misticismo, decía a la madre que quería ser santa y andaba por todas partes con la cabeza torcida, la Beata le respondió que si, que obligación de todas las hermanitas era ser santas; pero que… ¡aquella cabeza tan torcida! La madre cogió un alfiler, tomó entre sus manos la punta del velo de la novicia y se lo aseguró con el alfiler en la espalda, de modo que no podía llevar sino bien alta la cabeza. 

La madre sacudía con frase certera toda pereza disfrazada de piedad: 

—Fervorosas, sí; pero no de las que dejan el trabajo a las demás. 

En el verano de aquel año va a Palencia, para inaugurar el segundo noviciado. Pero no puede estar presente en la ceremonia porque está aquejada de fuertes dolores. Es su ofrenda por las novicias. Se pone en camino hacia Valencia. Parece mejorar un tanto durante el verano, pero en la primavera vuelve a agravarse. Su aparato digestivo es una pura llaga. La llevan a la Casa-Asilo de Masarrochos y luego a Liria. La madre ora mucho y por todos. También en las Casas-Asilos rezan las hijas y los ancianos. 

Más de 70 superioras y muchísimas hermanitas pasan por Liria para recibir su última bendición en la tierra y sus postreros consejos. El 12 de julio el padre Francisco, uno de los más grandes protectores del Instituto, le lleva el santo viático y dos semanas después le administra la extremaunción. Poco a poco, se apaga la vida de la enferma, que dicta su última recomendación: «Cuiden con interés y esmero a los ancianos, téngase mucha caridad y observen fielmente las constituciones. En esto está nuestra santificación». 

El 26 de agosto de 1896 la enferma expresa repetidas veces el deseo de recibir la sagrada comunión. A la primera claridad del alba viene el sacerdote, la oye en confesión y sale en busca del sacramento. La madre mira a su alrededor, sonríe a las hermanitas presentes e inclina la cabeza para siempre, con gozo de la comunión eterna. Tenía cincuenta y cuatro años y siete meses y podía presentar en el cielo su obra de 103 Casas-Asilos con millares de ancianos y más de mil hermanitas. Descansó en Liria hasta 1904, en que fue trasladada solemnemente a la Casa-Madre de Valencia. 

La madre había recomendado que, si en el Instituto llegase a haber santas, no se gastase un céntimo en el afán de llevarlas a los altares. Las hermanitas obedecieron, pero la Providencia tenía otros planes, y, como para recuperar el tiempo perdido, su proceso de beatificación tuvo un desarrollo rapidísimo, facilitado por los milagros. Iniciado en 1945, se clausuró en 1958, con la proclamación de la beatitud de los bienaventurados en la persona de esta fundadora insigne y ejemplar. 

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