Un año más tenemos la alegría de celebrar la fiesta del Apóstol Santiago. Es una de las fiestas importantes y hermosas que se celebran en España, donde es tenido como el Patrono de España. Aunque en algunas comunidades autónomas de España este día no es tenido ya como fiesta civil, en gran parte de la gente del pueblo español, que se ha criado y crecido con ese concepto, es considerado como un día significativo. Entre nosotros, desde hace años, se tiene como una fiesta local importante en la Isla de Formentera, recogiendo así la tradición de los años en que se vivía ese día.

Un año más, tenemos la suerte y la alegría de reunirnos con ocasión de la fiesta de Santiago participando en la celebración de la Santa Misa, escuchando la Palabra de Dios, y acercarnos a Jesús a través de la sagrada comunión y admirar la figura de Santiago,  persona que correspondiendo gustosamente a lo que Jesús le pidió, se dedicó a servir y ayudar a los demás por medio de la predicación del Evangelio, héroe ante las cosas difíciles sin echarse atrás por ello; y por hacer todo eso bien, como corresponde, es santo, es decir, persona cuya historia nos enseña que cumplió lo que Dios esperaba de Él, que Dios le acogió en el cielo acabada su etapa de estar en la tierra, y desde entonces es para nosotros ejemplo a seguir, intercesor de nuestras oraciones y ayuda en nuestros buenos proyectos.

¿Quién fue Santiago? Santiago de Zebedeo o Santiago el Mayor fue uno de los primeros discípulos en derramar su sangre y morir por Jesús. Miembro de una familia de pescadores, hermano de Juan Evangelista -ambos apodados Boanerges (‘Hijos del Trueno’), por sus temperamentos impulsivos- y uno de los tres discípulos más cercanos a Jesucristo, el apóstol Santiago no solo estuvo presente en dos de los momentos más importantes de la vida del Mesías cristiano -la transfiguración en el monte Tabor y la oración en el huerto de los Olivos-, sino que también formó parte del grupo restringido que fue testigo de su último milagro, su aparición ya resucitado a orillas del lago de Tiberíades.

Tras la muerte de Cristo, Santiago, apasionado e impetuoso, formó parte del grupo inicial de la Iglesia primitiva de Jerusalén y, en su labor evangelizadora, se le adjudicó, según las tradiciones medievales, el territorio peninsular español, concretamente la región del noroeste, conocida entonces como Gallaecia.

Cuenta la tradición que Santiago se tomó muy en serio las palabras de su Maestro cuando dijo: “Id al fin del mundo y anunciad el Evangelio”. Por aquellos entonces, el ‘fin del mundo’ conocido estaba en “finis-terrae”, y allá que Santiago se fue, cruzando España, para llegar hasta Galicia, donde hoy le veneran con mucha fe. Otros muchos han seguido sus huellas recorriendo su mismo camino, el “camino de Santiago”, no sé yo si con ese mismo interés evangelizador que el Apóstol tenía.

Mirando los textos de la Palabra de Dios de hoy descubrimos que los primeros apóstoles tenían claro el mensaje que debían anunciar, que no era otro que la resurrección de Jesús, a pesar de las prohibiciones de las autoridades religiosas de la época, y a pesar de que eso les pudiera costar la vida, como así fue. Pero hay un cambio sustancial entre esos apóstoles que como hemos oído en el Evangelio se pelean por los primeros puestos, pero después, convertidos de verdad,  dan testimonio con su vida. Precisamente en el Evangelio aparece Santiago y su hermano Juan que, poniendo a su madre como mediadora, quieren ocupar los primeros puestos en el “reino” del que habla Jesús. Los demás discípulos se enfadan y Jesús tiene que resolver una situación tensa. Esto nos da a entender la calidad humana de aquellos Apóstoles que Jesús había elegido. Todos sabemos que no eran especiales y los más virtuosos. Conocemos cómo se la jugó Judas a Jesús; también sabemos cómo reaccionó Pedro. Sabemos que el grupo se dispersó cuando apresaron al Maestro. ¿Con aquellas personas podía Jesús poner en marcha su proyecto? ¿Lo iba a dejar todo en sus manos? ¿Se podía confiar en ellos?

Gracias a Dios la resurrección de Jesús trajo un cambio sustancial a sus vidas. Ataron todos los cabos, recordaron todas las palabras de Jesús y descubrieron que hablar de la resurrección no era sólo para pensar en un más allá, sino en un aquí comprometido a favor de los demás. Por eso dice la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles que esos mismos que antes se peleaban entre ellos por ver quién era más importante, ahora dan testimonio de la resurrección y hacen signos ante el pueblo. Se han convertido en TESTIGOS. Siguen siendo igual de frágiles, como una vasija de barro dirá San Pablo, pero tienen muy claro que la resurrección se vive en el aquí y en el ahora, y que “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”.

Esos eran los signos que hablaban de una vida nueva, resucitada, como Jesús les había enseñado durante tres años, y como Él mismo había llevado a la práctica demostrándoles que la eficacia estaba en entregar la vida por amor.

Creer en la resurrección implica hacer de la vida un ejercicio de servicio a los demás. Y eso nos lo enseñan muy bien los apóstoles, hoy en concreto, el Apóstol Santiago. No hace falta ser “súper-hombres” o “súper-mujeres”, los apóstoles no lo eran. Sin embargo, fueron signo de una vida nueva, de otros criterios y valores distintos a los que vivimos en este mundo a veces tan ambicioso y egoísta.

 ¿Qué nos enseña Santiago, el Mayor? Pues viendo su historia  nos enseña a vivir nuestra fe con autenticidad; a ser testigos del Evangelio con nuestra vida, a cumplir con nuestra misión dentro de la Iglesia: extender la Palabra de Dios a todos los que nos rodean. Asimismo a cumplir con nuestra misión cueste lo que cueste, ya que a él le costó el martirio. A ser fieles a Jesús y su Iglesia. Nosotros somos fieles a la Iglesia obedeciendo al Papa y ayudándolo en la tarea de la Nueva Evangelización. A confiar en Dios y a sabernos abandonar en sus manos. A perdonar a nuestros enemigos, a amar a aquél que me ofendió, a aquél que me ha hecho sufrir. Y como discípulo que fue de Jesús a ser misericordiosos como Jesús lo es.

Uno de los actos de esta fiesta es venir a la Misa. Cuando participamos en la Eucaristía nos acercamos a esa resurrección de la que Jesús nos habla, porque le descubrimos VIVO y presente en medio de nosotros, actuando a favor de los más desfavorecidos. Cuando termina la Eucaristía, tenemos que sentirnos comprometidos a dar testimonio, como los apóstoles, de la resurrección del Señor Jesús y a que nuestros signos hablen de un modo nuevo de vivir, al estilo de Jesús, haciendo del servicio nuestra bandera. Así reconocerán que somos discípulos suyos y que lo de la resurrección no es una “ñoñería” o un cuento para tranquilizar nuestras conciencias, sino una realidad que vivimos cada día cuando convertimos nuestra vida en un servicio a los demás sin excepción y especialmente a los más pobres.

Hermanos y amigos: Hermanos: alegrémonos en la fiesta de Santiago. Demos gracias a Dios en esta eucaristía por su testimonio y pidámosle que sepamos cumplir con fidelidad y con sencillez la misión que El nos ha encomendado a cada uno. Santiago recibió un encargo  de parte de Dios y lo cumplió con una vida que lo llevó a santidad, es decir, al premio por haber cumplido todo lo que le fue encargado. Nosotros, cada uno, ha recibido una vocación, un encargo, que como Él lo cumplamos aquí en la tierra y como Él llegaremos al cielo.

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