Nos reunimos hoy en esta iglesia de Santa Cruz para dar nuestra despedida terrena a nuestro querida hermana religiosa Sor Cristina Rosello Juan, que ha sido llamada a completar su vida terrena después de una enfermedad que ha ido menguando sus fuerzas físicas y le ha privado de la actividad que le caracterizó en los años de su existencia entre nosotros.

El pasado día 27 del mes de julio en Mallorca, rodeada del afecto y la estima de su benemérita Congregación de Agustinas Hermanas del Amparo, que aquí en Ibiza tenemos la suerte de tenerla presente en la acción de la Congregación que rige dos buenos colegios, uno aquí en Vila y otro en Sant Jordi, Sor Cristina entregaba su alma a Dios. Viendo así las cosas, la situación es menos dolorosa humanamente hablando.

Y así, en esta tarde, preparándonos para la gran fiesta de la Solemnidad de la Virgen de las Nieves, cuya imagen está hora aquí para celebrar el triduo que nos hará celebrar bien su fiesta, nos reunimos en este templo parroquial de la Santa Cruz para celebrar su funeral y encomendar su alma a Dios.

La muerte del cristiano no es una desgracia: es la posibilidad más certera de encontrarse definitivamente con Dios, y vivir siempre y eternamente unidos a Él. Si este es nuestro anhelo más vivo, la muerte, aunque a veces tiene preparación dolorosa, para el cristiano no es una tragedia, sino que, como diremos más adelante en el prefacio, la vida no termina, sino que se trasforma y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo.

Curiosamente, el cristiano está llamado a creer, afirmar y enseñar que para él la muerte no es muerte, sino inicio de una vida nueva que no terminará nunca. Si nos fijamos bien, en los textos que la liturgia emplea en las celebraciones exequiales, hay una palabra que se pronuncia muchas veces y esa es la palabra vida. Tanto que se podría decir que los funerales no son la celebración de la muerte, sino la celebración de la vida.

El momento que vivimos es un momento de tristeza, porque conlleva una separación física, que sabemos que será definitiva aquí en la tierra. Despedimos a una persona a la que no veremos nunca más con los ojos del cuerpo. La muerte le ha venido a Sor Cristina después de un  periodo de pesada enfermedad. ¡Cuánto sufrimiento le ha acompañado en estos meses, privada de su resistencia física! ¡Cuánto sufrimiento para las personas que le han asistido y acompañado! La pregunta surge espontánea: ¿Por qué, Señor, tanto sufrimiento? ¿Era necesario todo eso? Y esa pregunta de este caso particular nos lleva a esta otra general ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué el dolor? ¿Por qué el hombre, que es criatura de Dios  y amado de Dios, tiene que sufrir?

A estos interrogantes se han dado a lo largo de la historia muchas respuestas en las distintas religiones, filosofías o doctrinas. Pienso que la respuesta mejor, si no la única válida, es la respuesta cristiana.

Y esta respuesta no es fruto de nuestras reflexiones o sabiduría humana, sino que nos la da la Palabra de Dios recibida e iluminada por la fe. La respuesta cristiana al problema del dolor la tomamos desde la experiencia de uno que sufrió, la respuesta cristiana al problema es Jesucristo crucificado.

El Evangelio de san Marcos nos presenta la página dolorosa y gloriosa de la muerte y la resurrección de Jesús, una página que une misteriosamente las tinieblas a la luz, que nos presenta un cuerpo dolorido por los tormentos infligidos y, a continuación, el sepulcro vacío que grita jubiloso la noticia: “¡Verdaderamente ha resucitado el Señor!”.

La respuesta cristiana al misterio del dolor está toda aquí: en Jesús muerto y resucitado. ¡Qué hay de más grande y maravilloso que un Dios que baja a la tierra, se hace hombre, asume en carne propia toda la humildad y limitación de la condición humana, precisamente para poder “sufrir”! Eso es lo que tenemos que entender: que el dolor forma parte de nuestra condición humana y que es algo que Dios asumiéndolo lo ha “sacralizado”.

Nadie tiene culpa del dolor: Jesús sufriente no es culpable sino inocente. Sin embargo, ese dolor de Jesús nos ha salvado a todos. Y precisamente, para poder alcanzar la salvación es menester compartir la suerte de Jesús, incluso cuando sea el caso, en el dolor.

El dolor de uno, fue causa de salvación para todos, porque el dolor crea una especie de solidariedad entre todos los hombres. Así puede exclamar san Pablo en medio a sus sufrimientos: “completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24).

Llegados a este punto de nuestra reflexión, viene espontáneo el sentimiento de acción de gracias. Gracias a Jesús, porque su sufrimiento nos ha alcanzado la salvación. Del calvario, de sus sufrimientos paciente y amorosamente aceptados surge para todo el mundo la salvación.

Del mismo modo es legítimo pensar que los sufrimientos pasados en su enfermedad por nuestro hermano Sor Cristina son de utilidad para su Congregación, para su familia para su parroquia, para sus amigos, gracias a la unión de sus sufrimientos a los de Cristo. Por eso, su misión no ha terminado. Sí, con la muerte han acabado sus sufrimientos y limitaciones, pero no por ello deja de estar cercano a los suyos, ayudándoles y amándoles de una forma nueva, porque pensamos, pidiéndolo a Dios, que está ahora en la gloria junto al Señor resucitado.

Para ello, pensemos con serenidad en lo que le ha sucedido a nuestro querida Sor Cristina después de la muerte terrena. El ángel les dijo a las mujeres: “No está aquí: ha resucitado”. No hay ya el sufrimiento por la terrible enfermedad. No hay ya sufrimiento en su cuerpo golpeado por la enfermedad, sino la vida en Dios y con Dios. No hay ya las limitaciones del cuerpo, sino la certeza de la reconstrucción del ser que, si en su soporte físico es causa de dolor y de pena, con el espíritu participa de la gloria de la vida sin fin, de la vida eterna. Y ahí está la respuesta última cristiana al misterio del dolor: es el camino de la resurrección. El grano de trigo que cae en tierra y muere es la premisa de la vigorosa espiga. Del dolor viene la glorificación. Así fue para Jesús. Así es para todos los que están unidos a él. Abramos, pues, nuestros corazones a la esperanza.

Nuestro querida Sor Cristina está ahora cerca de Dios y nadie lo podrá separar del amor de un Padre tierno y misericordioso que sabe bien pagar a cada uno su merecido. Así es. En torno a su cuerpo mortal es verdad que nos acompaña la pena, pero también el convencimiento de que ha comenzado una vida nueva, una vida que es eterna.

Sor Cristina, ibicenca de origen y de afecto, que yo tuve la suerte de conocerla a mi llegada como Obispo de aquí hace ya más de trece años como superiora de la comunidad del Colegio de la Consolación y que en su familia tenía también un sacerdote que falleció hace unos meses, ha sido ante todo una religiosa consagrada al Señor con los tres votos e pobreza, castidad y obediencia.

Su vida religiosa comenzó de una forma buena: tuvo una llamada del Señor y respondió a ello. Una llamada que es divina y en la que Dios pide al que se ha hace y la escucha una respuesta generosa, grande total.

Las religiosas, en el momento en que aprueban dar la respuesta, hacen un rito importante y bonito que es la profesión religiosa. Y uno de los aspectos de ese rito es que se postran ante el suelo mientras se proclaman las Letanías de los Santos.

Ese rito lo cumplió Sor Cristina en día de su profesión definitiva y solemne y, como debe ocurrir en los religiosos, configura toda la vida. Esa actitud del religioso en el momento de su profesión postrado en humildad ante la majestad de Dios, es una expresión de renunciando a gustos personales, a detalles de una vida individual o privada, se convierte así en un instrumento dócil en las manos de Dios para la salvación del mundo, estando destinada a con Dios dar muchos frutos.

Ahora, muchos años después de que Sor Cristina cumpliera ese rito, nos encontramos rodeando su cuerpo postrado como el día de su profesión. Hoy, al enterrarla podemos decir que ha cumplido su obra que Dios le pidió, que ha hecho lo que tenía que hacer y espera no una recompensa humana sino el premio de la misericordia divina.

Sor Cristina ha tenido muchos años su morada en esta ciudad de Vila trabajando con tesón en las tareas que la obediencia religiosa le había encomendado y a partir de ahora tiene su murada en el Paraíso eterno, en contemplación gozosa del rostro de Dios.

En los años de su vida en la tierra, entregándose con generosidad al carisma de la Congregación, renunciando a tantas cosas para servir principalmente a Dios y a lo que Dios por medio de la Congregación le iba encargando, supo ganarse el afecto, la estima y la amistad de tantas personas de aquí.

La vida de un religioso cumple de ese modo lo que dice el Evangelio: el grano de trigo cae en tierra, se pudre y muere, pero eso da mucho fruto; de la muerte del grano nace la espiga llena de nuevos granos. La existencia de una religiosa es un entregarse cada día ara que nazca la espiga, para que la vida se difunda en las almas a las que sirve y produzca frutos de gracia. El religioso, desde el día que da el sí a la llamada divina elige el camino de servir cada día con Cristo para que Cristo nazca en las almas de las personas a las que sirve, como ha hecho Sor Cristina, con generosidad y dedicación.

Y ese servicio cotidiano Sor Cristina la ha expresado de tantas maneras. Su entrega de cada día se expresó también en la separación de los afectos terrenos, sin renunciar por ello a ser fraterna y amable, amiga de sus amigos;  en la pobreza de medios materiales,  en el multiplicarse para poder realizar todos los compromisos, la obediencia a los superiores, aunque ello cueste. Y, finalmente, cuando las fuerzas declinan, la aceptación serena de la enfermedad y de la muerte.

Por años Sor Cristina ha tenido su morada en esta Ciudad, trabajando con tesón en las tareas que la obediencia religiosa le había encomendado y ahora tiene su morada en el Paraíso, en la eternidad, en la contemplación gozosa del rostro de Dios. En los años de su vida mortal en la tierra, entregándose con generosidad al carisma congregacional, renunciando a tantas cosas para servir principalmente a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, imitando a la Virgen María y a los santos que ha ido conociendo, supo granjearse también el afecto, la estima y la amistad de tantas personas de esta tierra.

El cristiano se sabe siempre peregrino, caminante sin fin. Ella ha estado en los conventos donde ha han destinado cada vez y ahora queda en espera de la resurrección final en Ibiza, en Vila.

Para ella, el día 27 de pasado mes  sonó una voz que decía: “Que llega el esposo, salid a su encuentro”. Es una voz que un día cada uno de nosotros ha de escuchar. Es la palabra que anunciará el juicio de Dios al que ninguno de nosotros podrá escapar y que marcará nuestro destino para siempre. Es la palabra que susurrará a nuestro odio cuando nos visite la hermana muerte.

La cosa importante para todos nosotros es que en aquel solemne momento podamos responder al anuncio elevando con nuestras manos, bien brillantes y llenas de aceite, nuestras lámparas, que como aparece bien claro en la narración evangélica, son el símbolo de nuestra fe viva, que será la única razón de nuestros méritos y por ello de la recompensa.

Personas como la benemérita Sor Cristina, a la que hoy damos nuestro adiós en esta celebración, nos recuerdan la importancia de vivir procurándonos el aceite limpio para las lámparas. Un alma consagrada que nada ha antepuesto a Dios es una lección maravillosa de las que el mundo actual tiene mucha necesidad.

“Velad”, velad con las lámparas encendidas y con aceite suficiente para la llegada del esposo. Pueden ser estas las palabras que nos dirige Sor Cristina hoy. Sed sabios. No os dejéis engañar, no os distraigáis ni os dejéis atraer por falsos espejismos de felicidad efímera. Sed constantes auditores de la Palabra de Dios y ponedla en práctica. No os dejéis vencer por el fácil sueño de la mediocridad, de la inercia espiritual, de las fáciles componendas, que hacen ir detrás de lo que no sirve, dejando de lado lo realmente importante, lo que cuenta. “Velad”.

Al dejarnos este mensaje, quiero pensar en Sor Cristina  que si a los ojos fraternales de sus hermanas de Comunidad últimamente era un ser en sufrimiento, cargada de años y de enfermedades en estos últimos tiempos, en realidad ella estaba oyendo la voz angélica: “Que llega el esposo. Sal a su encuentro”. La lámpara del aceite, llena en sus años de vida religiosa en su Comunidad, ha sido su maravillosa respuesta. Y con su llegada, ha habido una gran fiesta en el cielo.

Nosotros, aunque cubiertos de lágrimas y tristeza por el dolor de la separación física, contemplamos por la fe el maravilloso espectáculo celeste y bendecimos al Señor, uniendo nuestras voces a las de los coros innumerables de los ángeles, de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos de todos los tiempos.

Celebrar esta Misa funeral en sufragio de Sor Cristina no es momento, pues, en el que prive el dolor, humanamente comprensible, ni tan siquiera para sus hermanas de Congregación que la han querido por tantos años, ni para su familia, que siempre ha entendido su vocación: es un momento de serena aceptación del plan de Dios y de contemplar una definitiva liberación de los sufrimientos que la han acompañado en los últimos tiempos.

Damos gracias a Dios por haber dado a esta Congregación una hermana tan buena, disponible, trabajadora hasta que sus fuerzas se lo han permitido.

Y damos gracias también a Sor Cristina por el único medio que podemos hacerlo ahora: la oración de sufragio. Un gracias que debería ser coral de toda esta Iglesia diocesana: ¿quién sabe cuánto debemos a Sor Cristina? Le debemos tantas horas de oración silenciosa, de mortificación, de sacrificio, de entrega… y ese fruto no puede quedar un balde. Yo estoy seguro que Dios Nuestro Señor no dejará de concedernos todas las cosas buenas que para nosotros le ha pedido Sor Cristina en sus años de existencia entre nosotros.

¡Cuántas veces, siendo persona devota, Sor Cristina ha recitado la invocación con la que termina el Ave María! : “Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”. La hora de nuestra muerte marca definitivamente nuestro destino. Bien hacemos de confiarlo, pues, a la Virgen María. Pensad cuán bello y consolador ir sembrando toda nuestra vida del continuo oleaje de avemarías, sabiendo que así la Virgen estará a nuestro lado “en la hora de la muerte”. Estoy seguro de que así ha sido en el caso de Sor Cristina. La Santísima Virgen habrá allí, acompañándola en ese trance como tantas veces a lo largo de su vida se lo había pedido.

Bendito sea Dios que ha dado a esta Congregación, a esta Iglesia diocesana una religiosa como Sor Cristina. Bendito sea Dios que ha dado a su Iglesia el camino de la vida consagrada, un camino capaz de heroísmos y generosidad en la forma más escondida y callada, pero no por ello menos eficaz con vistas al Reino de Dios y al bien de la sociedad.

Y Bendita también Usted, Sor Cristina, por haber escuchado la llamada de Dios a la vía austera y exigente de la consagración religiosa, por haber dado testimonio de la verdad del Evangelio, por haber practicado siempre y todos los días aquel “sí” dado con ocasión de su profesión religiosa, ese “sí” pronunciado y nunca retirado, ofuscado o contradicho. Gracias, Sor Cristina. Hasta la vista, en el cielo para siempre.

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