HOMILIA EN LA FIESTA DE LA VIRGEN DEL CARMEN 16 de julio  de 2019

1. La fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo es una de las celebraciones marianas más populares y más queridas en el pueblo de Dios. Casi espontáneamente nos traslada a la tierra de la Biblia, donde en el siglo XII un grupo de ermitaños comenzó a venerar a la Virgen en las laderas de la cordillera del Carmelo.      Con la alegría que nos da siempre celebrar una fiesta en honor de la Virgen María, la honramos pues hoy con el título del Carmen, que cada mes de Julio viene a ocupar un lugar especial en cada corazón, en cada familia, como faro potente de nuestras buenas Islas e Ibiza y Formentera.

Un año más nos reunimos en este lugar sagrado, casa de Dios y lugar donde escuchamos su palabra y hacemos en consecuencia con ello nuestros buenos propósitos para disfrutar de este día dedicado a la Virgen del Carmen, que como es Madre y protectora de todos, lo es también amparo y guía de los navegantes. Y nos inspiramos para celebrar bien esta fiesta en las palabras que hemos escuchado en el Evangelio cuando  Jesús, desde la cruz, dirige a su madre María y a Juan: «Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,26-27).

La festividad de la Virgen del Carmen nos invita a mirar a la Estrella de los Mares para buscar en ella orientación, consuelo y sentido cristiano en nuestra vida. María, Madre solícita, atenta siempre a las necesidades de sus hijos, nos llama a acoger la palabra salvadora de su Hijo.

La Virgen del Carmen es invocada como “Puerta del cielo, y también como “Estrella del Mar”, que orienta y socorre en todas aquellas situaciones de ir por el mar. Santo Tomás de Aquino decía: “A María Santísima se le llama Estrella del Mar, porque de la misma manera que por la estrella se dirigen los navegantes al puerto, así por ese medio de María se dirigen los cristianos a la gloria”, Y San Bernardo, verdadero enamorado del amor maternal de la Virgen, exhortaba diciendo:”Mira a la Estrella. Invoca a María” recordándonos con esas palabras que María es siempre la imagen de la misericordia que nos viene de Dios.

2.   En la primera lectura de la Biblia que hemos escuchado hoy, tomada del libro 1 Re 18, 42-45) pertenece al llamado “ciclo de Elías”, antigua colección de historias de este profeta que dejó una impronta imborrable en la memoria del pueblo de Dios. Elías  es el gran profeta de la fe y del celo por la gloria de Dios. En la época de Elías el pueblo vivía en una situación extrema de confusión religiosa, a tal punto que había llegado a seguir a Baal, un dios extranjero de la fecundidad, al que consideraban la verdadera fuente de los bienes de la naturaleza, que enviaba la lluvia y el rocío para fertilizar a la madre tierra.

El profeta Elías, para probar que sólo Dios controla la naturaleza, había jurado que no habría lluvia ni rocío si no cuando él lo ordenara con su palabra profética (1 Re 17,1). Después de algunos años de sequía y gracias al ministerio de Elías el pueblo había vuelto a reconocer al verdadero Dios (1 Re 18,20-40). Cuando el pueblo se convierte, Dios está dispuesto a dar la lluvia de nuevo. Elías entonces invita al rey Ajab a “comer y beber” (1 Re 18,41), es decir, lo invita a hacer fiesta porque el pueblo ha vuelto a su Dios y el Señor mandará otra vez el agua sobre la tierra: “Sube, come y bebe porque ya se oye el ruido de una lluvia torrencial” (1 Re 19,41).

Probablemente Ajab había estado ayunando por largo tiempo, a causa de la sequía, como signo de luto y penitencia, según la costumbre que se seguía en tiempo de calamidades (cf. Joel 1,14). Por su parte, el profeta sube a la cima del Carmelo. Las siete veces que manda a su criado a observar el mar para ver algún signo de lluvia, indican la seguridad que tiene en la palabra que Dios había pronunciado: “Yo voy a hacer llover sobre la tierra” (1Re 18,1). Mientras el criado va a mirar, Elías ora “postrado rostro en tierra con el rostro entre las rodillas” (1 Re 18,42). A la séptima vez, el criado le dijo: “Sube del mar una nube pequeña como la palma de una mano” (1 Re 18,44). Finalmente llega el signo que el profeta esperaba. Le basta una pequeña nubecilla para intuir que Dios enviará la lluvia sobre la tierra y así se lo hace saber al rey diciéndole: “vete, antes que la lluvia te lo impida” (1 Re 18,44). En aquel momento, “el cielo se oscureció con nubes, sopló el viento y cayó agua en abundancia” (1 Re 18,45). Elías entonces corre delante de Ajab, como hacían los caballeros delante del rey para anunciar la victoria; solamente que aquí la victoria no ha sido del rey, sino de Dios, de Elías y del pueblo. El final de la sequía había dejado en claro que Yahvéh era el único Dios, fuente de la fecundidad y de la bendición, y cuyo poder alcanza a toda la naturaleza.

3.   En el evangelio (Jn 19,25-27), junto a la cruz de Jesús aparece congregada simbólicamente la Iglesia, representada por “su Madre” y por “el discípulo a quien amaba” (19,25-27).

Al pie de la cruz, en lugar de Jerusalén, aparece ahora María, madre de los hijos de Dios dispersos, reunidos ahora por Jesús (Jn 11,52), verdadero “templo” de la nueva alianza (Jn 2,21). María es la nueva Jerusalén—madre, la Hija de Sión a la que el profeta decía: “Levanta la vista y mira a tu alrededor, todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos” (Is 60,4). Ahora es Jesús, quien dirigiéndose a su madre, le dice: “He allí a tu hijo”. A imagen de Jerusalén—madre, María es la madre universal de los hijos de Dios, congregados en Cristo, principio de la nueva humanidad.

Jesús luego se dirige al discípulo y le dice: “He allí a tu madre”. El discípulo “a quien Jesús tanto amaba” (Jn 19,26) es imagen del creyente de todos los tiempos. Por eso las palabras de Jesús hacen que la maternidad de María alcance una dimensión eclesial que se extiende a todos aquellos que siguen con fidelidad hasta la cruz. El discípulo acoge a la Madre de Jesús como algo suyo. “Desde aquella hora, el discípulo la acogió entre sus cosas propias”. Se trata de las cosas propias de alguien, de personas o cosas de inmenso valor para él (cf. Jn 8,44; 10,4; 16,32; etc.). Las “cosas propias” del discípulo son sus bienes espirituales, sus valores más profundos en la fe, entre los cuales hay que incluir la palabra de Jesús (Jn 17,8), la paz que el mundo no puede dar (Jn 14,27), el don del Espíritu (Jn 20,22); etc. Entre esos bienes propios del discípulo ahora aparece también María. La Madre del Señor pasa a ser parte del tesoro más preciado del discípulo creyente. Cuando ha llegado la Hora, al pie de la cruz nace la nueva familia de Jesús, símbolo de la iglesia de todos los tiempos: “su Madre y sus hermanos”, (cf. Mc 3,31-35).

4.     Que esta celebración de la Virgen, como las que tenemos casi todos los meses, aumente nuestra devoción y nuestro deseo por vivir santamente, correctamente, haciendo bien las coas buenas que nos corresponde hacer. Dejémonos seducir por el ejemplo de la Virgen Santísima, que siempre llevó a Jesús en su corazón.

Que la Virgen del Carmen proteja a nuestro pueblo, y que la devoción hacia ella sea para nosotros una potente luz que nos ilumine, de manera que, como Jesús, pasemos por este mundo “haciendo el bien”. Y el bien más concreto que podemos realizar es convertirnos en transmisores de esta misma devoción a nuestros hijos, como nosotros la recibimos de nuestros padres. Enseñémosles, como recordaba San Bernardo, qué significa eso de “Mira la Estrella, invoca a María” para que puedan ir por la vida – sobre todo los adolescentes y jóvenes, sabiendo que la misma edad los lleva a veces por caminos a veces arriesgados- con la seguridad de que, en manos de la Virgen, estamos siempre cerca de Jesús y no hay más alegría y seguridad que sentirnos parte de esta Familia en la que el Señor se nos ha hecho presente.

Ella, que pidió a Dios por nosotros, que por sus ruegos Dios derrame su bendición sobre todos nosotros.

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