Un año más tenemos la suerte y la alegría de reunirnos en esta bella iglesia para celebrar la Santa Misa con motivo de la fiesta de Santa Inés, titular de este templo parroquial. Esta fiesta hace que nos reunamos ahora participando en la celebración de la Santa Misa, escuchando la Palabra de Dios, acercarnos a Jesús a través de la sagrada comunión y admirar la figura de Santa Inés, aprendiendo cosas de ella. Su imagen preside este templo presentándonosla como una joven hermosa que tiene en sus manos un blanco cordero, expresión e inocencia y bondad, y la palma del martirio, expresión de su vida entregada a Cristo por encima de todas las cosas.

Yo estoy contento cada año cuando tengo la oportunidad, gracias a Dios, de poder venir aquí a celebrar esta fiesta. Acogido buenamente por el responsable de la parroquia, Don Juan Riera,  y los demás sacerdotes aquí hoy presentes, me alegro de encontrarme con los obreros, con los miembros del Coro, con los fieles de la Parroquia a los que saludo con afecto y estima. Y lo mismo de las dignas autoridades.

Contemplando aspectos de la vida y de las obras de  Santa Inés, Virgen y Mártir, cuya fiesta tenemos la alegría y la satisfacción de celebrar hoy, podemos aprender cosas buenas nosotros para procurar imitarla en esas bondades suyas para vivir en el mundo cumpliendo las enseñanzas de Dios.

Sabemos de ella que fue muy joven cuando fue martirizada por negarse a abandonar las creencias, así como el voto de castidad que había hecho al Señor. Santa Inés, como corresponde a los cristianos, tuvo fe y confianza en Jesús, comprendiendo bien lo que es el amor que Dios nos tiene.

  1. El fragmento del Evangelio de San Mateo (Mt 13,44-46) que hemos escuchado hoy nos anima a crecer en la fe, y a ver como Santa Inés lo acogió, renunciando a lo que no es bueno.

El evangelio de hoy presenta dos breves parábolas del Sermón de las Parábolas. Las dos son similares entre sí, pero con diferencias significativas para esclarecer mejor determinados aspectos del Misterio del Reino que está siendo revelado a través de estas parábolas.

El evangelio de hoy presenta dos breves parábolas con las que el Señor continúa a instruirnos más acerca de su Reino.

La parábola primera nos dice: “El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo”.

Esto significa que el tesoro, el Reino, ya está en el campo, ya está en la vida. Está escondido. Pasamos y pisamos por encima sin darnos cuenta. La segunda parábola es semejante a la primera: “El Reino de los Cielos es semejante a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra.”.

Tanto el que encuentra el tesoro sin buscarlo, como el que busca la perla y la encuentra, tiene el merito de reconocer el valor de su hallazgo, y dar todo de sí para lograr el premio.

Verdaderamente sabio es quien sabe reconocer el gran valor del Reino de Dios y por él lo deja todo.

Sabiduría es el don de alzar la mirada de estas cosas terrenas y caducas, y contemplar la eterna Verdad, que es Dios, amándolo y deleitándonos en Él sabiendo que Él es todo nuestro bien.

El tesoro escondido es el mismo Cristo, la perla preciosa es Jesús. Él es la salvación que nos llama a aprovechar la oportunidad y nos avisa con insistencia para que no la dejemos pasar.

“Quien cree en mi, aunque muera, vivirá” dice Jesús. Este es el gran premio por el que vale realmente la pena vender todo, hacer cualquier sacrificio que sea necesario para ganar la vida eterna junto a Él.

Tenemos que evitar el peligro de la ceguera espiritual, buscando encontrar siempre el espacio en nuestro día para Dios, para escucharle y hablarle. Que no sea por falta de vida de oración, perdamos la oportunidad y el tesoro pase frente a nuestras narices sin que lo notemos.

Con la ayuda de la gracia, reforzada por la oración, debemos rechazar las baratijas con las que el diablo nos quiere quitar la fe.

Pidamos a Dios la gracia de saber dar nuestro si incondicional a su voluntad, como hizo nuestra Madre la Santísima Virgen María, a cuya intercesión nos confiamos. Ella es nuestra maestra de fe, en ese estar dispuestos a perder cosas para ganar aún más.

Resumiendo la enseñanza de las dos parábolas. Las dos tienen el mismo objetivo: revelar la presencia del Reino, pero cada una la revela de una manera diferente: a través del descubrimiento de la gratuidad de la acción de Dios en nosotros, y a través del esfuerzo y de la búsqueda que todo ser humano hace para ir descubriendo cada vez mejor el sentido de su vida.

Hoy contemplamos a Santa Inés. Santa Inés es una de las santas más populares del calendario. Una de las figuras más graciosas, una de las heroínas más cantadas por los poetas y los Santos Padres. Luego, de la poesía y la leyenda pasó al arte, desde Bernini hasta Alonso Cano. Cada época la reproduce a su estilo, pero todos compitiendo en ensalzarla. Como la Inés de Carlos Dolci, cuya dulce hermosura y blancura de lirio nos atrae con su encanto inefable.

Ella nació en Roma, de padres cristianos, de una ilustre familia patricia, hacia el año 290. Recibió muy buena educación cristiana. Hay muy buenos documentos sobre la existencia de esta mártir que vivió a finales del siglo III y comienzos del siglo IV y que fue martirizada a los doce años, durante una de las feroces persecuciones de Decio o Diocleciano.

Ees patrona de las vírgenes, las novias y de las jóvenes en edad de casarse. Inevitable, si pensamos en su historia, tan trágica como conmovedora.

Era una joven, perteneciente a una de las más poderosas familias aristocráticas de Roma, que a sólo doce años subió el martirio bajo Diocleciano. Una historia aterradora, como muchas de las que ensangrentaron Roma y el Imperio en aquellos terribles años.

Se dice que el hijo del Prefecto se había enamorado de ella, pero ella no lo acogió porque estaba decidida a sacrificar su virtud a Dios. El chico rechazado se quejó con su padre, que intentó doblar la obstinación de la joven forzándola a convertirse en una Vestal. En su rechazo adicional, la cerró en un prostíbulo, como signo de supremo desprecio.

Arrastrada por las calles y desnudada, una masa exuberante de cabellos creció de su cabeza, para envolverla en una manta que la defendiese del pudor. Condenada a la hoguera, las llamas se negaron a tocarla.

Al final, el mal de los hombres prevaleció: fue degollada con una espada, el final sangriento que se reservaba a los corderos, y justo con un cordero blanco en sus brazos que la vemos a menudo representada, una efigie de inocencia, de pureza inviolada, inviolable. Parece que incluso cuando cayó herida de muerte lo hizo con una tal gracia que suscitó las lágrimas de sus propios verdugos.

El cuerpo de la santa fue sepultado a corta distancia de Roma, junto a la Vía Nomentana. Actualmente su cabeza se conserva en la Iglesia de Santa Inés en Agonía, en Piazza Navona de Roma, junto al lugar donde fue martirizada. Su sacrificio suscitó inmediatamente formas de culto popular y todavía se celebra hoy en muchas festividades y es amada por toda la cristiandad.

 

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