Nos reunimos hoy y ahora en este templo parroquial de Santa Cruz para ofrecer esta Santa Misa en sufragio de mi madre Josefa Segura García, que a sus 89 años de edad, de esos vividos la mayoría miembro y maestra de mi familia ha sido llamada a la nueva vida eterna, completando así sus años de vida en la tierra.

Su muerte el pasado martes día 30 de enero nos ha cogido a todos con el espíritu que Santa Mónica pedía a su hijo, San Agustí de Hipona, cuando sintiéndose ella cerca de la muerte física, le decía: “lo único que te pido es que os acordéis de mi ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis” (Confesiones, libro 9, 28). Así pues como cristianos que somos estamos llamados a creer, afirmar y enseñar que para él nosotros la muerte física no es muerte, no es un final, sino que la muerte física es el inicio de una vida nueva que no terminará nunca. Si nos fijamos bien, en los textos que la liturgia emplea en las celebraciones de las exequias hay una palabra que se pronuncia muchas veces y esa es la palabra vida. Tanto que se podría decir que los funerales no son la celebración de la muerte, sino la celebración del inicio de una nueva vida.

Así, pues, celebramos esta Santa Misa, juntamente con el dolor y la pena mía, de mi hermano Salvador, mi cuñada Ángela, mis sobrinos María José y Salvador, con una certeza: de una forma misteriosa, pero real: mi madre sigue con nosotros, pues como dice el prefacio de la Misa de difuntos: “la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

Os doy las gracias a todos los aquí presentes hoy en esta celebración, viéndoos como hermanos y amigos, que con vuestra presencia me manifestáis vuestro afecto personal hacia mí y hacia mi madre, reconociendo un afecto que mi madre tenía y visitaba con frecuencia, a Ibiza y Formentera. Y ese afecto lo han manifestado también dignas autoridades: el Honorable President de Consell me escribió dándome el pésame y envió una corona de flores al tanatorio donde estaba su cuerpo. También me han dado el pésame los Ilustrísimos Señores Alcaldes de San Josep, de Santa Eulalia, de San Juan y de San Antoni.

Naturalmente todos, todos sin excepción, los sacerdotes que sirven tan bien y trabajan en esta querida Diócesis. Y junto a ellos muchos de vosotros que me habéis dado el pésame de distintos modos, por escrito, por teléfono, etc. Y así algunos han hecho el esfuerzo de venir a mi pueblo para el entierro. Con esos hechos, dignos y fraternos, mi amor por Ibiza y Formentera, que es grandísimo, ahora es más grande aún, viendo la bondad que aquí se tiene de unos con otros.

Mi madre nació en Barcheta, provincia de Valencia, y guiad por sus buenos padres, mis abuelos, fue un alma de mucha vida interior, humilde, sencilla, sacrificada, callada; le gustaba pasar desapercibida, de natural bondadoso y muy amante de la paz, que reflejaba en su semblante, hasta en los momentos difíciles de su enfermedad.

Casada con mi padre a sus 24 años, en el año 1952, dio origen a una nueva familia, con amor a su esposo y con muchas actitudes para formarnos bien a sus hijos, como ciudadanos, como estudiantes y sobre todo como cristianos.

Recuerdo que éramos pequeños y cuando por la noche nos acostábamos, entraba en nuestra habitación y nos decía: recemos  a la Virgen María y así nos hacia decir tres avemarías. Me acostumbre tanto a ello que aún, por las noches, al acostarme rezo el oficio del Breviario de las Completas, que nos manda la ley a los sacerdotes y religiosos, pero acostumbrado a ello desde pequeño a ello uno las tres avemarías.

Mi padre ye ella nos hacían ir a Misa todos los domingos. Y no de cualquier manera, sino juntos y sentados en el mismo banco en la parroquia. Como querían tanto a los hijos, nos enseñaban y promovían que hiciéramos lo que era bueno e importante. Y así mis hermanos lo han hecho en su vida con sus hijos. Y no era ir a Misa y basta. Los domingos, después de la Misa, comiendo en casa, nos hacían hablar del Evangelio que habíamos escuchado, de lo que el cura había dicho en el sermón, etc. Y junto a ello, nos daban ejemplo de ayudar y dar limosnas a los pobres.

Como buena madre, nos ayudó en nuestros estudios, en mi caso primero llevándome a un buen colegio religioso de los Hermanos de La Salle, después en mis estudios en la Facultad de Derecho, donde fui abogada y después en el Seminario para que fuera buen sacerdote.

Y contenta con lo que hicimos, con sus palabras nos ayudaba a seguir por el buen camino. Para mí, primero en el pueblo donde fui cura, Cullera, después en mis estudios y servicios en Roma y en el Servicio Diplomático de la Santa Sede, y estos últimos años en mi servicio a la Diócesis de Ibiza, que ella quería y por la que rezaba y me daba consejos. Tanto quería a Ibiza, por lo que aquí vio en las muchas veces que vino, que últimamente deseaba volver a estar aquí unos días del tiempo de Cuaresma y me pidió la semana anterior a su muerte que le buscara el billete para venir, estar aquí y saludar a tanta gente que ella apreciaba y que le demostraban afecto y educación.

En mis años de servicio en Roma –ya había fallecido entonces mi padre, que murió en 1993- venía allí muchas veces, y así tuvo muchos encuentros con San Juan Pablo II. La primera vez que se lo presenté y la saludo, el Papa le dijo: “Donde está su marido”. Mi madre le dijo: “Ha muerto hace unos meses”. Y el Papa le dijo: “Pues recemos un responso por él”. Y lo hicieron, enseñándonos como es una obra de misericordia orar por los difuntos para que Dios los acoja en la gloria para siempre, como merito de lo bueno que han hecho aquí en los años de vida en la tierra.

La última vez que se saludaron fue en Madrid, en el viaje de Juan Pablo II en mayo de 2003, y allí el Papa le dio un abrazo, del cual tengo buenas fotografías, delante de mis hermanos y sobrinos, diciéndole: “Gracias por su hijo Vicente y los otros: se ve cómo los ha educado”

Los últimos meses mi madre sufrió mucho, pues exactamente ocho meses antes de su muerte falleció mi hermano mayor a sus 63 años, víctima de una enfermedad. Ante el misterio de la muerte, ante el hecho del dolor y de la amargura que la acompaña, nos viene espontáneo preguntarse: (Cf. Gaudium et Spes, 18): ¿Por qué la muerte? ¿Por qué la separación? ¿Por qué el dolor? La vida terrena de mi madre se me ha arrancado cuando yo, y el resto de la buena familia creíamos que todo iba bien y que la íbamos a tener unos años más; nos ha quedado el gran vacío de su presencia física, de sus bellas dotes, de su apoyo…¿por qué todo eso?

La respuesta nos viene de la lectura de la San Pablo a los Romanos que hemos escuchado: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno de nosotros muere para sí mismo: si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor” (Rm 14,8).

He ahí el misterio de la muerte, el misterio del dolor si se acepta como una entrega a Dios a la luz de la fe; se trata de un tributo d adoración y subordinación que le ofrecemos. No somos nosotros mismos los que nos amos la vida, y del mismo modo no somos nosotros mismos los que se la devolveos. Todo lo nuestro está en manos de Dios: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el nombre el Señor” leemos en el libro de Job.

Incluso en medio de las lágrimas, de, desgarro y sufrimiento de este momento, debemos, inspirados por la gracia, encontrar la fuerza para expresar esa suprema obediencia y dependencia de Dios, para tener esa acción amorosa y de confianza en Él, dador de todo bien.

Este sentimiento no es un abandono ciego en una fuerza irracional y tiránica, que nos supera, no es la aceptación fatal de un destino cruel e irracional: es la sumisión filial a la voluntad de Dios, de un Padre eterno que es tanto más padre cuanto más no prueba.

Algunos cristianos, en los momentos cruciales de nuestra vida. Como por ejemplo los Obispos, los sacerdotes y los diáconos en el día de nuestra ordenación, o los religiosos en el momento de su profesión perpetua nos postramos en el suelo durante el canto de las Letanías de los Santos para indicar nuestra entrega a Dios, nuestro ponernos en sus manos para llevar a cabo la misión que Él nos confía; de igual modo, el cristiano, en el momento de su muerte queda postrado como expresando con el cuerpo fallecido la primacía de Dios sobre él.

Estamos seguros de que de nuestro dolor, de las lágrimas de estos días, puede nacer un gozo, tanto para nosotros como para mi madre, una promesa de felicidad superior. Es la fe quien nos lo enseña y nos lo repite. Y esa fe la tenemos que aceptar y tener con coherencia y sentimientos cristianos. Para ello, Jesús mismo nos dará la fuerza. Le hemos escuchado también en la Carta de San Pablo a los Romanos: “Para eso Cristo ha muerto y resucitado: para ser Señor de vivos y muertos” (14,9). Así la muerte y el sufrimiento son para el cristiano la premisa y de alegría y de la resurrección, ya que ha sido esa la misma vía que ha recorrido Cristo.

A Dios, pues, le doy gracias por haberme dado tantos años a mi madre, y a ella le agradeceré siempre todo lo que ha hecho por la familia.

La pena de privarnos de su presencia, de sus buenos consejos, de sus enseñanzas y ayudas. Pero pensamos que ahora está cerca de esa otra Madre celeste de todos, la Virgen María, de la cual era devota.

A todos vosotros, aquí presentes, hermanos de la fe, miembros de esta Iglesia diocesana de la cual soy pastor, os pido con afecto y confianza: rezad por mí, dad gracias al Señor conmigo por todos los bienes que he recibido de mi madre en tantos años. Y gracias de vuestra participación

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