Amados todos en el Señor:

Es sabido que el mes de junio está consagrado especialmente al Corazón Divino, al Sagrado Corazón de Jesús. Le expresamos nuestro amor y nuestra adoración mediante las letanías que hablan con profundidad particular de sus contenidos teológicos en cada una de sus invocaciones. Y dentro de este mes hoy dedicamos una fiesta grande y excepcional para siendo conscientes de su amor, ser nosotros personas que le amemos.

La solemnidad del Sagrado Corazón abre los ojos de la fe a contemplar el misterio de Cristo que se manifiesta en el símbolo del amor divino que es el Corazón del Redentor. Con ese Corazón se nos revela que Dios ama de modo irreversible al mundo creado por Él, y ese amor no tiene límite alguno

Por esto quiero hablar con vosotros ante este Corazón, al que se dirige la Iglesia como comunidad de corazones humanos.

La imagen del Sagrado Corazón de Jesús nos recuerda el núcleo central de nuestra fe: todo lo que Dios nos ama con su Corazón y todo lo que nosotros, por tanto, le debemos amar. Jesús tiene un Corazón que ama sin medida.

Y tanto nos ama, que sufre cuando su inmenso amor no es correspondido.

La Iglesia dedica todo el mes de junio al Sagrado Corazón de Jesús, con la finalidad de que los católicos lo veneremos, lo honremos y lo imitemos especialmente en estos 30 días.

Esto significa que debemos vivir este mes demostrándole a Jesús con nuestras obras que lo amamos, que correspondemos al gran amor que Él nos tiene y que nos ha demostrado entregándose a la muerte por nosotros, quedándose en la Eucaristía y enseñándonos el camino a la vida eterna.

Todos los días podemos acercarnos a Jesús o alejarnos de Él. De nosotros depende, ya que Él siempre nos está esperando y amando.

Debemos vivir recordándolo y pensar cada vez que actuamos: ¿Qué haría Jesús en esta situación, qué le dictaría su Corazón? Y eso es lo que debemos hacer (ante un problema en la familia, en el trabajo, en nuestra comunidad, con nuestras amistades, etc.).

Debemos, por tanto, pensar si las obras o acciones que vamos a hacer nos alejan o acercan a Dios.

Tener en casa o en el trabajo una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, nos ayuda a recordar su gran amor y a imitarlo en este mes de junio y durante todo el año.

El Evangelio de San Juan que hemos escuchado refiere un hecho con la precisión del testigo ocular. “Los judíos, como era el día de la Pascua, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 31-34).

El Evangelista habla solamente del golpe con la lanza en el costado, del que salió sangre y agua. La lanza del soldado hirió ciertamente el corazón, para comprobar si el Condenado ya estaba muerto.

Este corazón —este corazón humano— ha dejado de latir. Jesús ha dejado de vivir. Pero, al mismo tiempo, esta apertura anatómica del corazón de Cristo, después de la muerte —a pesar de toda la “crudeza” histórica del texto— nos induce a pensar incluso a nivel de metáfora.

El corazón no es sólo un órgano que condiciona la vitalidad biológica del hombre. El corazón es un símbolo. Habla de todo el hombre interior. Habla de la interioridad espiritual del hombre. Y la tradición entrevió rápidamente este sentido de la descripción de Juan.

Por lo demás, en cierto sentido, el mismo Evangelista ha inducido a esto cuando, refiriéndose al testimonio del testigo ocular, que era él mismo, ha hecho referencia, a la vez, a esta frase de la Escritura: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37; Zac 12, 10). En realidad así mira la Iglesia; así ha de mirar la humanidad. Y de hecho, en la transfixión de la lanza del soldado todas las generaciones de cristianos han aprendido y aprenden a leer el misterio del Corazón del Hombre crucificado, que era el Hijo de Dios.

Es diversa la medida del conocimiento que de este misterio han adquirido muchos discípulos y discípulas del Corazón de Cristo, en el curso de los siglos. Uno de los protagonistas en este campo fue ciertamente Pablo de Tarso, convertido de perseguidor en Apóstol. También nos habla él en la liturgia de hoy con las palabras de la Carta a los efesios. Habla como el hombre que ha recibido una gracia grande, porque se le ha concedido “anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef 3, 8-9).

Esa “riqueza de Cristo” es, al mismo tiempo, el “designio eterno de salvación” de Dios que el Espíritu Santo dirige al “hombre interior”, para que así “Cristo habite por la fe en nuestros corazones” (Ef 3, 16-17). Y cuando Cristo, con la fuerza del Espíritu, habite por la fe en nuestros corazones humanos, entonces estaremos en disposición “de comprender con nuestro espíritu humano” (es decir, precisamente con este “corazón”) “cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia…” (Ef 3, 18-19).

Para conocer con el corazón, con cada corazón humano, fue abierto, al final de la vida terrestre, el Corazón divino del Condenado y Crucificado en el Calvario. Es diversa la medida de este conocimiento por parte de los corazones humanos. Ante la fuerza de las palabras de Pablo, cada uno de nosotros pregúntese a sí mismo sobre la medida del propio corazón. “Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él;  pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas.” (   1 Jn 3, 19-20). El Corazón del Hombre-Dios no juzga a los corazones humanos. El Corazón llama. El Corazón “invita”. Para esto fue Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad.

El misterio del corazón, se abre a través de las heridas del cuerpo; se abre el gran misterio de la piedad, se abren las entrañas de misericordia de nuestro Dios (San Bernardo, Sermo 61, 4; PL 183, 1072). Cristo nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).

Con esa frase el Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: “mansedumbre y humildad”. Como si quisiera decir que sólo por este camino quiere conquistar al hombre; que quiere ser el Rey de los corazones mediante “la mansedumbre y la humildad”. Todo el misterio de su reinado está expresado en estas palabras. La mansedumbre y la humildad encubren, en cierto sentido, toda la “riqueza” del Corazón del Redentor, sobre la que escribió San Pablo a los efesios. Pero también esa “mansedumbre y humildad” lo desvelan plenamente; y nos permiten conocerlo y aceptarlo mejor; lo hacen objeto de suprema admiración.

Las hermosas letanías del Sagrado Corazón de Jesús están compuestas por muchas palabras semejantes, más aún, por las exclamaciones de admiración ante la riqueza del Corazón de Cristo. Meditémoslas con atención ese día.

Y el mismo Jesucristo, desde el cielo ha promovido que la devoción, el aprender cosas sobre Él sea una realidad. Y así tenemos el caso de las apariciones que le hizo a Santa Margarita María de Alacoque.

Santa Margarita María de Alacoque era una religiosa de la Orden de la Visitación. Tenía un gran amor por Jesús. Y Jesús tuvo un amor especial por ella.

Se le apareció en varias ocasiones para decirle lo mucho que la amaba a ella y a todos los hombres y lo mucho que le dolía a su Corazón que los hombres se alejaran de Él por el pecado.
Durante estas visitas a su alma, Jesús le pidió que nos enseñara a quererlo más, a tenerle devoción, a rezar y, sobre todo, a tener un buen comportamiento para que su Corazón no sufra más con nuestros pecados.

El pecado nos aleja de Jesús y esto lo entristece porque Él quiere que todos lleguemos al Cielo con Él. Nosotros podemos demostrar nuestro amor al Sagrado Corazón de Jesús con nuestras obras: en esto precisamente consiste la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Jesús le prometió a Santa Margarita de Alacoque, que si una persona comulga los primeros viernes de mes, durante nueve eses seguidos, le concederá lo siguiente:

1. Les daré todas las gracias necesarias a su estado (casado(a), soltero(a), viudo(a) o consagrado(a) a Dios).
2. Pondré paz en sus familias.
3. Los consolaré en todas las aflicciones.
4. Seré su refugio durante la vida y, sobre todo, a la hora de la muerte.
5. Bendeciré abundantemente sus empresas.
6. Los pecadores hallarán misericordia.
7. Los tibios se harán fervorosos.
8. Los fervorosos se elevarán rápidamente a gran perfección.
9. Bendeciré los lugares donde la imagen de mi Corazón sea expuesta y venerada.
10. Les daré la gracia de mover los corazones más endurecidos.
11. Las personas que propaguen esta devoción tendrán su nombre escrito en mi Corazón y jamás será borrado de Él.
12. La gracia de la penitencia final: es decir, no morirán en desgracia y sin haber recibido los Sacramentos.

Para comprender el amor de Dios hay que pararse ante la cruz de Cristo y detener la mirada en los agujeros sangrantes de manos y pies taladrados por los clavos, hacer que la vista repose sobre el costado derecho del Crucificado donde fue abierta la herida por la lanza del soldado, para dar entrada al Corazón de Cristo a cuantos llegan hasta este refugio de amor. Es san Juan el que nos descubre el misterio del corazón traspasado del Redentor, viendo en el Crucificado el verdadero cordero inmolado por nosotros. Contemplando al Crucificado nos vemos atraídos hacia él, movidos por su amor Crucificado, tal como lo había predicho: “Cuando yo sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).

La imagen del corazón de Cristo descubre en su misma simbología el misterio del amor de Dios revelado en los sufrimientos de Cristo, para que, en palabras de san Pablo, “arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender: la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, y os llenéis de toda plenitud de Dios” (Ef 3,19).

El Corazón de Jesús concentra en su propia simbología la realidad entera del misterio del Hijo de Dios: el amor divino simbolizado en el corazón del cuerpo humano de Jesucristo, para que en el él podamos encontrar cobijo para nuestro desamparo y calor para el hielo que aprisiona la vida del pecador, haciendo en el pecho del Señor el verdadero hogar del amor redentor. El costado abierto de Cristo es el manantial del cual manaron los sacramentos de la Iglesia: “sangre y agua” (Jn 19,34), signos de la Eucaristía y del bautismo que nos introduce en la Iglesia, sacramentos que nos incorporan a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

¿Cómo podremos vivir sin el amor de Cristo cuantos le hemos conocido? Hemos querido que reinara en nuestro corazón y en nuestras vidas, que su presencia fuera el fundamento de la paz social y de la convivencia entre nosotros. Su imagen sagrada ha bendecido los hogares de España y ha presidido la vida de las familias. El Evangelio de Cristo ha inspirado nuestra cultura y ha alentado el altruismo más generoso y las empresas más arriesgadas y cristianas. La fe cristiana, que a nadie se ha de imponer, se ha de anunciar a todos; y porque es parte de nosotros mismos, queremos recordar a todos que su transmisión sigue inspirando el compromiso misionero y la evangelización de los pueblos.

Queremos seguir confiando en Cristo, Hijo del Dios vivo, único y universal. Queremos que su reino espiritual ilumine nuestra vida personal y social. Los que se llaman cristianos y tienen responsabilidades en la vida pública no pueden ignorar los imperativos de la fe. El testimonio de la fe tiene una ineludible dimensión pública, y los seglares están llamados a proponer en privado y en públicos las opciones más próximas al Evangelio en orden a conformar la sociedad con la voluntad de Dios; y por esto mismo, han de rechazar en conciencia las propuestas que contrarias a la voluntad divina, cuyo cumplimiento pedimos cada día: “Venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).

Los laicos católicos están llamados a dar este testimonio en todos los campos de la vida pública, sin que se sustraiga ninguno a la benéfica influencia del Evangelio: el matrimonio y la familia, la transmisión de la vida, la ordenación social y política de la convivencia y el ordenamiento jurídico de los Estados. Todos estos campos igual que las artes y las letras, la promoción de la educación y el saber, el conocimiento científico y el impulso del progreso han de ser fecundados por el Evangelio.

Esta es la tarea de los seglares cristianos para que, dentro del marco de las diversas opciones compatibles con la fe, por su aplicación a la transformación de la sociedad según el designio de Dios, se conviertan en apóstoles de Cristo, consagren el mundo a Dios haciendo que Cristo reine sobre todas las cosas. Como dejo dicho el Vaticano II: “Los laicos tienen como vocación propia buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios” (Vaticano II: Const. Gaudium et spes, n. 31).

Os invito, por tanto, amadísimos hermanos y hermanas, a mirar con confianza al Sagrado Corazón de Jesús y a repetir a menudo, sobre todo durante este mes de junio: ¡Sacratísimo Corazón de Jesús, en ti confío! Por consiguiente, invito a todos los fieles a proseguir con piedad su devoción al culto del Sagrado Corazón de Jesús, adaptándola a nuestro tiempo, para que no dejen de acoger sus insondables riquezas, a las que responden con alegría amando a Dios y a sus hermanos, encontrando así la paz, siguiendo un camino de reconciliación y fortaleciendo su esperanza de vivir un día en la plenitud junto a Dios, en compañía de todos los santos (cf. Letanías del Sagrado Corazón).

También conviene transmitir a las generaciones futuras el deseo de encontrarse con el Señor, de fijar su mirada en él, para responder a la llamada a la santidad y descubrir su misión específica en la Iglesia y en el mundo, realizando así su vocación bautismal (cf. Lumen gentium, 10). En efecto, «la caridad divina, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu» (Haurietis aquas, III), se comunica a los hombres para que sean, a su vez, testigos del amor de Dios.

Hace noventa y nueve años que el Rey Alfonso XIII, el 30 de mayo de 1919, consagraba España al Corazón de Jesús. Y entre nosotros hace ahora 71 años que el Obispo Antonio Cardona Riera, hizo un gran monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Esos buenos hechos nos impulsan a poner ante el Corazón de Cristo las aspiraciones y los anhelos, los gozos y tristezas de nuestra vida personal y social.

Pidamos al Corazón de Jesús, por medio del Inmaculado Corazón de María, Madre de la Iglesia, cuya fiesta es mañana, que su Reinado espiritual siga inspirando la conciencia cristiana de cuántos somos miembros vivos de la Iglesia, para que por nuestro testimonio todos cuantos forman parte de la sociedad de nuestro tiempo vengan al conocimiento de Cristo y lo reconozcan como Hijo de Dios y Salvador de los hombres, Señor de la historia y Rey nuestro, y dando gloria a Dios por su misericordia se salven.

¡Alabado sea Jesucristo!

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