Hoy celebramos la fiesta de un Santo, San Jaime o Santiago, Apóstol y con ese motivo nos reunimos celebrando la Eucaristía, actividad que nos hace real y auténtica la presencia de Jesús entre nosotros y con nosotros, una presencia que es un don, un regalo, pero al mismo tiempo, una responsabilidad. Una responsabilidad porque, escuchando sus palabras, quedamos llamados a ponerla en práctica, a organizar nuestra vida, nuestras opciones, nuestros deseos de acuerdo con ella.
Así hicieron los santos, y así somos llamados a hacer nosotros. Todos nosotros. Así, los santos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión, de modo que animados por su presencia alentadora, luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita.
Debemos imitar las virtudes heroicas de los santos. Ellos nos enseñan a interpretar el Evangelio evitando así acomodarlo a nuestra mediocridad y a las desviaciones de la cultura. Por ejemplo, al ver como los santos aman la Eucaristía, a la Virgen y a los pobres, podemos entender hasta donde puede llegar el amor en un corazón que se abre a la gracia. Al venerar a los santos damos gloria a Dios de quien proceden todas las gracias
Los santos son maestros para cada uno de nosotros. El Papa Francisco, en su reciente y admirable Encíclica “Laudato si”, sobre el cuidado que hemos de poner todos en el cuidado del planeta, no sólo nos da una doctrina, sino que nos presenta la figura de San Francisco de Asís como quien, movido por la Palabra de Dios, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20). San Francisco es el ejemplo por excelencia del cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad.
Él manifestó una atención particular hacia la creación de Dios y hacia los más pobres y abandonados. Amaba y era amado por su alegría, su entrega generosa, su corazón universal. Era un místico y un peregrino que vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior.
Un santo, pues, nos enseña lo que hay que hacer. Otra realidad que hay que cuidad y defender: la familia. Pues bien, vemos santos que son maestros en eso. Por ejemplo, en octubre próximo será canonizado un matrimonio, el marido y la mujer, los padres de Santa Teresa del Niño Jesús: llegaron a la santidad viviendo así, como marido y mujer. Y yo recuerdo cuando asistí el 21 de octubre de 2001 a la beatificación por San Juan Pablo II de otro matrimonio: Luis y María Beltrame Quattrocchi, un matrimonio de Roma, beatificados porque vivieron a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana el amor conyugal y el servicio a la vida. Asumieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, dedicándose generosamente a los hijos para educarles, guiarles, orientales, en el descubrimiento de su designio de amor. La familia, fundada en la reciproca confianza y en la fe, anuncia la esperanza, es el lugar donde brota y crece la vida, en el ejercicio generoso y responsable de la paternidad y de la maternidad. En nuestra vida, pues, el recurso a los santos nos es una ayuda importante.
Hoy consideramos a San Jaime, que fue es uno de los doce Apóstoles de Jesús; hijo de Zebedeo. Él y su hermano Juan fueron llamados por Jesús mientras estaban arreglando sus redes de pescar en el lago Genesaret.
En los evangelios se relata que Santiago tuvo que ver con el milagro de la hija de Jairo. Fue uno de los tres Apóstoles testigos de la Transfiguración y luego Jesús le invitó, también con Pedro y Santiago, a compartir mas de cerca Su oración en el Monte de los Olivos.
Los Hechos de los Apóstoles relatan que éstos se dispersaron por todo el mundo para llevar la Buena Nueva. Según una antigua tradición, Santiago el Mayor vino a España. Primero a Galicia, donde estableció una comunidad cristiana, y luego a la ciudad romana de César Augusto, hoy conocida como Zaragoza. La Leyenda Aureade Jacobus de Voragine nos cuenta que las enseñanzas del Apóstol no fueron aceptadas y solo siete personas se convirtieron al Cristianismo. Estos eran conocidos como los «Siete Convertidos de Zaragoza». Las cosas cambiaron cuando la Virgen Santísima se apareció al Apóstol en esa ciudad, aparición conocida como la Virgen del Pilar. Desde entonces la intercesión de la Virgen hizo que se abrieran extraordinariamente los corazones a la evangelización de España.
En los Hechos de los Apóstoles descubrimos que fue el primer apóstol martirizado. Murió asesinado por el rey Herodes Agripa I, el 25 de marzo de 41 AD (día en que la liturgia actual celebra La Anunciación). Según una leyenda, su acusador se arrepintió antes de que mataran a Santiago por lo que también fue decapitado. Santiago es conocido como «el Mayor», distinguiéndolo del otro Apóstol, Santiago el Menor.
La tradición también relata que los discípulos de Santiago recogieron su cuerpo y lo trasladaron a Galicia (extremo norte-oeste de España). Su restos mortales están en la basílica edificada en su honor en Santiago de Compostela. En España, Santiago es el mas conocido y querido de todos los santos. En América hay numerosas ciudades dedicadas al Apóstol en Chile, República Dominicana, Cuba y otros países.
Siempre que celebramos la fiesta de un apóstol, hacemos memoria del hecho fundacional de la Iglesia y, por tanto, nos sentimos interpelados por dimensiones ineludibles de nuestra fe cristiana.
En esta solemnidad de Santiago el Mayor, venerado como patrono de toda España en virtud de una piadosa tradición, conviene que reflexionemos lo que vemos escrito en el N.T. y que acabamos de proclamar en las lecturas de la misa de hoy.
En dos puntos principales os invito a centrar la reflexión: lo que nos ha dicho la primera lectura sobre el testimonio de los apóstoles, y lo que hemos leído en el evangelio referente al espíritu de servicio que debe impregnar el ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Los apóstoles son, por antonomasia, los testigos de la resurrección de Cristo, es decir, los heraldos y proclamadores del triunfo de Jesús sobre la muerte y, por tanto, los anunciadores primeros de la salvación para todos los hombres.
Tal proclamación, los apóstoles la hacían con valentía, sin miedo, porque era fruto de la convicción profunda que produce la verdadera fe. Tal como nos ha dicho el apóstol Pablo en la segunda lectura, la predicación apostólica brotaba siempre del convencimiento interior: «Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: ‘Creí, por eso hablé’. La valentía y osadía de los apóstoles no se detenía ni siquiera ante las amenazas de los poderosos, porque estaban persuadidos de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» Y la mayoría de ellos -y Santiago el primero de todos- pagaron con su propia vida la intrepidez de su testimonio.
La Iglesia -cuantos la formamos- es la encargada de continuar en el mundo ese mismo testimonio de los apóstoles. Deberíamos revisar con seriedad la cualidad de nuestra manera de testificar: si de veras proviene de una convicción interior; si se centra en el núcleo del mensaje, es decir, en el anuncio de la resurrección victoriosa de Cristo como factor de salvación y liberación universales; si está dispuesta a testificar hasta el final, hasta la entrega de la propia vida cuando sea conveniente. Sólo si somos capaces de cumplir todas estas condiciones, somos dignos herederos de los apóstoles.
Santiago y Juan tuvieron que recibir una lección muy clara y dura por parte de Jesús cuando, según el evangelio leído, empujados por la ambición de su madre pidieron a su maestro un trato de favor y privilegio en la organización del Reino de Dios. Ellos pedían honores, y Jesús les predijo el martirio. Ellos querían mandar, y Jesús les exhortó al servicio humilde de los hermanos.
Es ésta una lección perpetuamente válida en la Iglesia, no sólo para los que, continuando el ministerio apostólico, tienen cargos de dirección en la comunidad cristiana, sino también para todos los miembros de dicha comunidad, llamados igualmente al servicio recíproco. Jesús es consciente de que el ideal que él propone va contra las tendencias más innatas del espíritu humano, que impulsan a dominar a los demás, a utilizarlos e incluso a abusar de ellos.
Por eso, después de recordar lo que acostumbra a pasar en las sociedades humanas, en las que predomina la prepotencia, la tiranía y el abuso de poder, dice con fuerza: «No será así entre vosotros», y formula un principio que debería guiar todas nuestras relaciones en el interior de la comunidad cristiana: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo».
Santiago y todos los demás apóstoles entendieron perfectamente la lección, e hicieron de sus vidas un servicio -un «ministerio»- para la Iglesia y para toda la humanidad. Su autoridad no fue nunca de dominio sino de disponibilidad y de entrega amorosa, hasta saber dar su propia vida, siguiendo el ejemplo del mismo Cristo.
En esta Eucaristía, en que hacemos memoria del martirio de Santiago el Mayor, seamos conscientes de que su muerte es inseparable de la de Cristo, objeto central de toda celebración eucarística. Que una y otra sean -según la expresión de san Pablo en la segunda lectura de hoy- objeto de un gran «agradecimiento para gloria de Dios
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