Todo se pierde con la guerra, todo se gana con la paz”. Esta frase, pronunciada por el Papa Francisco en el año 2013, durante el rezo del Ángelus en Roma, resuena fuertemente hoy en entre los muros de este templo Catedral, Iglesia madre de esta nuestra Diócesis de Ibiza. Todo de pierde con la guerra.

Queridos hermanos, en esta mañana, nos hemos reunido para rezar por nuestros difuntos. Y lo hacemos en la celebración de la Eucaristía, el momento en el que Jesús se hace presente en medio nuestro con su Palabra, con su Cuerpo y su Sangre, que son alimento de vida eterna. Nosotros nos unimos a Él y renovamos nuestra fe y nuestra esperanza en Él que nos ha dicho que es la resurrección y la vida. Es por eso que el recuerdo de todos aquellos que murieron aquel 13 de septiembre de 1936 lo hacemos hoy desde la fe que como creyentes nos lleva a profesar que la muerte no es nunca el final del camino, porque para los que creemos en Jesucristo, “la vida no termina, sino que se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

De un modo muy especial, hacemos memoria en el día de hoy de los 21 sacerdotes de nuestra Diócesis, testigos de la fe, que entregaron su vida por causa del Evangelio y que se encuentran en proceso de beatificación. Hoy elevamos nuestras suplicas al cielo y le pedimos al Señor “que su ejemplo ilumine la vida y entrega de todos los cristianos, y que por su intercesión desciendan sobre nuestra Diócesis de Ibiza abundantes gracias y bendiciones celestes”.

La Iglesia nos recuerda la necesidad de custodiar la memoria de los mártires. Su testimonio no debe ser olvidado. Ellos son la prueba más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte más violenta y manifiesta su belleza aun en medio de atroces padecimientos. Por eso, nuestra Iglesia particular de Ibiza y Formentera recuerda a aquellos 21 sacerdotes. Los Siervos de Dios no estuvieron implicados en luchas políticas o ideológicas, ni quisieron entrar en ellas. Ellos murieron únicamente por motivos religiosos, por ser sacerdotes de Cristo, y por eso, por su ejemplo de valentía y constancia en la fe, auxiliados por la gracia de Dios, se han convertido para nosotros en modelo de coherencia con la verdad profesada.

¡La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos! (Tertuliano, Apol., 50,13: CCL 1,171). Para el mártir, la pérdida de la vida por dar testimonio de Jesús es una ganancia, pues gana la vida eterna. Pero es también una gran ganancia para la Iglesia que recibe así nuevos hijos, impulsados a la conversión por el ejemplo del mártir. Así lo afirmaba San Juan Pablo II cuando, en el año del Gran Jubileo, decía en su discurso en el Coliseo durante la conmemoración de los mártires del siglo XX: “Que permanezca viva la memoria de estos hermanos y hermanas nuestros a lo largo del siglo y del milenio recién comenzados. Más aún, ¡que crezca! Que se transmita de generación en generación para que de ella brote una profunda renovación cristiana. Que se custodie como un tesoro de gran valor para los cristianos del nuevo milenio y sea la levadura para alcanzar la plena comunión de todos los discípulos de Cristo”.

Hemos escuchado en el evangelio de hoy: “Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo”. Qué bien se aplican estas palabras de Cristo a los 21 Siervos de Dios, testigos de la fe en nuestra Diócesis, insultados y perseguidos, pero nunca vencidos por la fuerza del mal. Cuando el odio parecía arruinar toda la vida sin la posibilidad de huir de su lógica, ellos manifestaron cómo “el amor es más fuerte que la muerte”.

Pero los testigos de la fe no buscaron su propio interés, su propio bienestar, la propia supervivencia como valores más grandes que la fidelidad al Evangelio. Incluso en su debilidad, ellos opusieron firme resistencia al mal. En su fragilidad resplandeció la fuerza de la fe y de la gracia del Señor.

Queridos hermanos, la preciosa herencia que estos valientes testigos nos han legado es un patrimonio de nuestra comunidad diocesana. Es la herencia de la Cruz vivida a la luz de la Pascua: herencia que enriquece y sostiene a los cristianos. Si nos enorgullecemos de esta herencia no es por parcialidad y menos aún por deseo de revancha hacia los perseguidores, sino para que quede de manifiesto el extraordinario poder de Dios, que ha seguido actuando en todo tiempo y lugar.

Que María, Reina de los mártires, nos ayude a escuchar e imitar a su Hijo. A Ella, que acompañó a su divino Hijo durante su existencia terrena y permaneció fiel a los pies de la Cruz, le pedimos que nos enseñe a ser fieles a Cristo en todo momento, sin decaer ante las dificultades; nos conceda la misma fuerza con que los mártires confesaron su fe.

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