Un año más, y nos vamos ya acercando a los ocho siglos de esa buena práctica y noble tradición de Ibiza y Formentera, tenemos la suerte y la alegría de reunirnos con ocasión de la fiesta de Santa María, Nuestra Señora de las Nieves, nuestra Patrona, para ante su imagen, para celebrar la Santa Misa, escuchar la Palabra de Dios, que nos habla de Ella para enseñanza nuestra, acercarnos a Jesús que nos la dio como Madre después de haberla gozada Él, y acercarnos muy fuertemente a Él a través de la sagrada comunión y seguir admirando la figura de la Virgen, Madre y Maestra nuestra.

Os saludo cordialmente a todos vosotros, que como es tradición secular entre nosotros, los hijos y habitantes de Ibiza y Formentera, habéis acudido en gran número a esta celebración. A vosotros, queridos hermanos sacerdotes, colaboradores en la fascinante tarea del conducir al pueblo cristiano por las sendas del amor y de la paz, presentándole el mensaje del Evangelio, fuente de la verdad y de la vida. Un Evangelio que fue vivido extraordinariamente por la Madre de Jesús, María de Nazaret.

A las autoridades civiles y militares; a los que están presentes de la Corporación Municipal de Vila; al  Molt Honorable Señor Presidente del Consell Insular d’Eivissa y Consellers presentes; a los Alcaldes y concejales de los otros Municipios de esta Isla; al Sr. Delegado Insular del Gobierno; a los parlamentarios, a las autoridades militares y del Cuerpo Nacional de Policía.

Saludo a todos los fieles de distintas parroquias de nuestra diócesis, con los obreros de las parroquias, que con su presencia y con las banderas son portadores hasta aquí del afecto y del amor de los fieles de todos y cada uno de los pueblos hacia la Virgen María.

A todos, pues, mi saludo que me hace veros como hermanos y amigos, un saludo que por mi parte hoy y siempre está colmado de estima y afecto, actitudes siempre crecientes con el paso de los años. Es una suerte para mí, que agradezco a Dios ser ya doce vez que con vosotros y para vosotros celebro esta fiesta que para mí es una ayuda y un estímulo para el progreso espiritual y la práctica del amor.

Sabemos y afirmamos que Dios es amor y sus intervenciones en la historia de la humanidad son siempre expresiones de ese amor. En consecuencia, Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

En nuestras Islas de Ibiza y Formentera hace ya más de siete siglos, como cantamos en los gozos, los conquistadores cristianos catalanes pusieron su operación bajo la protección de la Virgen y le agradecieron su intervención. Con la vuelta de Ibiza y Formentera en 1235 al cristianismo, elemento constitutivo y multisecular de su identidad, fue tenida desde entonces la Virgen María bajo esta advocación romana, como Madre y Protectora de Ses Illes Pitiuses. Y esta iglesia, que en 1782 fue elevada al rango de Catedral, es la casa donde nosotros recibimos, acogemos a la Virgen: es nuestro santuario mariano.

Como hemos escuchado en el Evangelio, Jesús, lleno de misericordia en la cruz, nos dio a su Madre como madre nuestra. El había experimentando como era María de Nazaret: concebida sin pecado original y sin ningún pecado en su vida, persona que amaba a Dios y servía y ayudaba a los demás, fuera así y para siempre Madre de la humanidad.

Jesucristo, con su Pasión, Muerte y Resurrección, nos ha traído la salvación, nos ha dado la gracia y el gozo de ser hijos de Dios, de invocarlo verdaderamente con el nombre de Padre sabiendo que Él se comporta así con nosotros.

Y juntamente con revelarnos al Padre y lo que hace el Padre nos ha dado a María como madre. María es, pues, madre nuestra, madre de cada uno.

Con la experiencia que cada uno de nosotros tenemos de la propia madre terrena sabemos que una madre busca y procura todo lo bueno de sus hijos y los ama con un amor grande y tierno. La Virgen María, instituida Madre nuestra, pues, busca y procura todo lo bueno de sus hijos, de cada uno de nosotros, sin excepción, y nos ama con un amor grande y tierno.

¿Cómo podemos experimentar esto en nuestra vida? Pues pienso sobre todo en tres aspectos: nos ayuda a crecer, a afrontar la vida, a ser libres; nos ayuda a crecer, nos ayuda a afrontar la vida, nos ayuda a ser libres.

Una madre buena ayuda a sus hijos a crecer y quiere que crezcan bien; por eso los educa para que no se dejen llevar por la pereza –a veces fruto de un cierto bienestar–, para que no cedan a una vida cómoda que se conforma sólo con tener cosas. La madre se preocupa de que sus hijos sigan creciendo siempre más, crezcan fuertes, capaces de asumir responsabilidades y compromisos en la vida, de proponerse grandes ideales. El Evangelio de San Lucas dice que, en la familia de Nazaret, Jesús “iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él” (Lc 2,40). La Virgen María hace esto mismo en nosotros, nos ayuda a crecer humanamente y en la fe, a ser fuertes y a no ceder a la tentación de ser superficiales, como hombres y como cristianos, sino a vivir con responsabilidad, a ir siempre más allá.

Una mamá además se ocupa de la fortaleza de los hijos educándolos para que afronten las dificultades de la vida. La mamá ayuda a sus hijos a ver con realismo los problemas de la vida y a no venirse abajo, sino a afrontarlos con valentía, a no ser flojos, a superarlos, conjugando adecuadamente la seguridad y el riesgo, que una madre sabe “intuir”. Y esto una mamá sabe hacerlo. Una mamá sabe sopesar las cosas. Una vida sin desafíos no existe y un chico o una joven que no sabe afrontarlos poniendo en juego su propia vida, es un chico o una joven sin consistencia. María ha pasado muchos momentos no fáciles en su vida, desde el nacimiento de Jesús, cuando “no había sitio para ellos en la posada” (Lc2,7), hasta el Calvario (cf. Jn 19,25).

Como una buena madre la Virgen María está a nuestro lado, para que no perdamos jamás la fuerza frente a las adversidades de la vida, frente a nuestra debilidad, frente a nuestros pecados: nos fortalece, nos señala el camino de su Hijo. Jesús, desde la cruz, dice a María indicando a Juan: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”, y a Juan: “Ahí tienes a tu madre” (cf. Jn 19,26-27). En aquel discípulo estamos representados todos nosotros: el Señor nos encomienda en las manos llenas de amor y de ternura de la Madre, de modo que podamos contar con su ayuda para afrontar y vencer las dificultades de nuestro camino humano y cristiano; no temer las dificultades, afrontarlas con la ayuda de mamá.

Un último aspecto: una buena mamá no sólo sigue de cerca el crecimiento de sus hijos sin evitar los problemas, los retos de la vida sino que una buena mamá ayuda también a tomar decisiones definitivas con libertad. Esto no es fácil, pero una mamá procura  hacerlo. Pero, ¿qué quiere decir ‘con libertad’? No se trata ciertamente de hacer siempre lo que uno quiere, dejarse dominar por las pasiones, pasar de una cosa a otra sin discernimiento, seguir la moda del momento;  libertad no significa prescindir sin más de lo que a uno no le gusta. No, ¡eso no es libertad! ¡La libertad es saber elegir bien y lo bueno en la vida! María, como buena madre que es, nos enseña a ser, como Ella, capaces de tomar decisiones definitivas; decisiones definitivas, en este momento en el que reina, por decirlo así, la filosofía de lo pasajero. Es tan difícil comprometerse en la vida definitivamente. Y ella nos ayuda a tomar decisiones definitivas con aquella libertad plena con la que respondió “sí” al designio de Dios en su vida (cf. Lc 1,38).

Queridos hermanos y hermanas, ¡qué difícil es tomar decisiones definitivas en nuestros días! Nos seduce lo pasajero. Somos víctimas de una tendencia que nos lleva a la provisionalidad… como si quisiésemos seguir siendo adolescentes. Es de alguna manera la fascinación del permanecer adolescentes, y esto: ¡para toda la vida! ¡No tengamos miedo a los compromisos definitivos, a los compromisos que implican y exigen toda la vida! ¡Así la vida será fecunda! Y esto es libertad: tener el valor de tomar estas decisiones con magnanimidad.

Toda la existencia de María es un canto a la vida, un canto al amor a la vida: ha engendrado a Jesús según la carne y ha acompañado el nacimiento de la Iglesia en el Calvario y en el Cenáculo. La Virgen de las Nieves para los de Ibiza y Formentera es la mamá que nos concede la fortaleza en el crecimiento, nos concede el vigor para afrontar y superar los problemas, haciéndonos libres para tomar decisiones definitivas; la mamá que nos enseña a ser fecundos, a estar abiertos a la vida y a dar siempre frutos de bondad, frutos de alegría, frutos de esperanza, a no perder nunca la esperanza, a dar vida a los otros, vida física y espiritual.

Nos encontramos en el Año Jubilar extraordinario de la Misericordia que al que nos ha invitado el Papa Francisco para que toda la Iglesia pueda encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y hacer más fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a ser misericordiosos y dar ayuda y consuelo a cada hombre y mujer de nuestro tiempo. Y la Virgen María es un ejemplo de esa respuesta a la Misericordia de Dios. Que la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año para podamos redescubrir, pues, la alegría del amor que Dios nos tiene. Ninguno como Ella ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre.

Elegida para ser la Madre de Jesús, ha sido siempre un enlace entre Dios y los hombres, y aquí se lo vemos entre Dios y quienes están en Ibiza y Formentera. Su canto de alabanza cuando fue a casa de su prima Isabel para ayudarla, para ser misericordiosa con ella, el Magníficat, proclama esa misericordia de Dios que se extiende “de generación en generación”, y en esa frase estábamos también presentes nosotros. Eso nos servirá de consolación y apoyo para experimentar los frutos de consolación y apoyo en nuestra vida experimentando los frutos de la misericordia divina.

Al pie de la cruz, María pudo oír las palabras de perdón que salían de la boca de Jesús, esas palabras que nos muestran que la misericordia de Dios no tiene límites y llega a todos, sin excluir a ninguno. Acudiendo, pues, ante la Virgen, digámosle la oración antigua y nueva de la Salve Regina para que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos y después de la vida en la tierra nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre, Ella que es clementísima, piadosa, o dulce Madre de Dios y nuestra.

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