Un año más, nos reunimos para celebrar la fiesta de la Virgen del Carmen, uno de los títulos que damos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, titulo nacido en el Monte Carmelo y promovido por la Orden Carmelitana. Y lo hacemos con el cariño y afecto con que cada uno de nosotros tratamos a nuestra madre terrena.
La Virgen María, habiendo cumplido la misión, que aceptó libre y totalmente, como debe ser que hagamos nosotros cuando Dios nos pide algo, misión que le propuso el Arcángel Gabriel de ser Madre de Jesús, nos enseña el libro de los Hechos de los Apóstoles, se reunía con los otros cristianos para perseverar unánimes en la oración (1,13). María, que lo vio morir en la cruz, no se separó nunca ni nada de Él. Si tras la resurrección y la Accesión al cielo a Jesús se le encuentra en la oración y en la Eucaristía, ella madre y cristiana, sigue unida a Jesús de esa manera.
Por eso nosotros hoy, imitando en eso a la Virgen y honrándola con amor, lo hacemos como lo hacía ella, orando y participando en la Eucaristía, acción que nos hace real y auténtica la presencia de Jesús entre nosotros y con nosotros, una presencia que es un don, un regalo, pero al mismo tiempo, una responsabilidad. Una responsabilidad porque, escuchando sus palabras, quedamos llamados a ponerla en práctica, a organizar nuestra vida, nuestras opciones, nuestros deseos de acuerdo con ella.
Este año que estamos celebrando el Año jubilar Teresiano, y del cual este templo es una sede, vamos a reflexionar y aprovechar la experiencia de Santa Teresa de Jesús con la Virgen María bajo esa advocación del Carmen.
Toda la experiencia mariana de Santa Teresa que se encuentra diseminada en sus escritos nos ofrece una hermosa imagen de María.
Desde la primera página de los escritos teresianos aparece la Virgen entre los recuerdos más importantes de la niñez de Teresa; es el recuerdo de la devoción que su madre Doña Beatriz le inculcaba y que ejercitaba con el rezo del Santo Rosario (Vida 1,1.6); es conmovedor el episodio de su oración a la Virgen cuando pierde su madre Doña Beatriz, a la edad de 13 años: «Afligida fuíme a una imagen de nuestra Señora y suplicaba fuese mi madre con muchas lágrimas. Parecíame que aunque se hizo con simpleza me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella, y, en fin, me ha tornado a sí» (Vida 1,7). La Santa atribuye, pues, a la Virgen, la gracia de una protección constante y de manera especial la gracia de su conversión. Otros textos de la autobiografía nos revelan la permanencia de esta devoción mariana: cuando acude a la Virgen en sus penas (Vida 19,S), cuando recuerda sus fiestas de la Asunción y de la Inmaculada Concepción (Ib. 5,9; 5,6), o la Sagrada Familia (Ib. 6,8), o su devoción al Rosario (Ib. 29,7; 38,1).
Muy pronto la devoción a la Virgen pasa a ser, como en otros aspectos de la vida de la Santa, un ayuda a Teresa para entrar en contacto con el misterio de Cristo y de todo lo que a él le pertenece. Por dos veces la Santa Madre ha tenido una experiencia mística de las primeras palabras del Cántico de María, el «Magnificat» (Relación 29,1; 61), que según el testimonio de María de San José con mucha frecuencia «repetía en voz baja y en lenguaje castellano»‘ (Cfr. B.M.C. 18, p. 491).
Contempla con estupor el misterio de la Encarnación y de la presencia del Señor dentro de nosotros a imagen de la Virgen que lleva dentro de sí al Salvador: «Quiso (el Señor) caber en el vientre de su Sacratísima Madre. Como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama hácese a nuestra medida» (Camino Escorial 48,11). Contempla la Presentación de Jesús en el templo y se le revela el sentido de las palabras de Simeón a la Virgen (Relación 35,1): «No pienses cuando ves a mi Madre que me tiene en los brazos, que gozaba de aquellos contentos sin graves tormentos. Desde que le dijo Simeón aquellas palabras, la dio mi Padre clara luz para que viese lo que yo había de padecer».
Tiene una especial intuición de la presencia de María en el misterio pascual de su Hijo; participa con ella en la pena de su desolación en la cruz y en la alegría de la Resurrección del Señor. A Teresa le gusta contemplar fortaleza de María y su comunión con el misterio de Cristo al pie de la Cruz (Camino 26,8). En los Conceptos de Amor de Dios (3,11) describe la actitud de la Virgen: «Estaba de pie y no dormida, sino padeciendo su santísima anima y muriendo dura muerte«. Ha entrado místicamente en el dolor de la Virgen cuando se le pone el Señor en sus brazos «a manera de como se pinta la quinta angustia» (Relación 58); ha experimentado en la Pascua de 1571 en Salamanca la desolación y el traspasamiento del alma ( que es como una noche oscura del espíritu); todo ello le hace hacen recordar la soledad de la Virgen al pie de la Cruz (Relación 15, 1.6). En esta misma ocasión le dice el Señor que: «En resucitando había visto a nuestra Señora, porque estaba ya con gran necesidad … y que había estado mucho con ella- porque había sido menester hasta consolarla» (Ib.). Para Teresa, la Virgen es, pues, el modelo para llevar la vida espiritual y la madre que te ayuda y protege para ello.
Mirar a la Virgen nos enseña y ayuda a ser buenos cristianos. Ella nos ayuda como auxiliadora porque es Consoladora de los afligidos, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores. La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar «los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos». (123) Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1, 45; 11, 27-28; Jn 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1, 38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc 1, 39-56); la sabiduría reflexiva (cf. Lc 1, 29.34; 2, 19. 33. 51); la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2, 21.22-40.41), agradecida por los bienes recibidos (Lc 1, 46-49), que ofrecen en el templo (Lc 2, 22-24), que ora en la comunidad apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en el destierro (cf. Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35.49; Jn 19, 25); la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1, 48; 2, 24); el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz (cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27); la delicadeza provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38); el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida.
Así, cada fiesta de la Virgen es una oportunidad para ayudarnos a ser mejores. Al hombre contemporáneo, con tantos peligros y tentaciones, la contemplación de la Virgen, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte.
Que esta fiesta hoy nos conduzca, con María y por María, hacia Jesucristo, acogiendo las palabras mismas que Ella dirigió a los siervos de las bodas de Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5); palabras que en apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son una para renovar los compromisos y son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía del Tabor: «Escuchadle» (Mt 17, 5). Que la procesión de después sea un caminar con la Virgen y como la Virgen, y aprovechando su ayuda oremos por la gente del mar, que la venera como Patrona.
Para los hombres y mujeres del mar, la fiesta de Nuestra Señora, la Virgen del Carmen, es la celebración que une de un modo especialísimo cada año en los gozos y necesidades. Por eso, también nosotros, como Santa Teresa, nos ponemos en el regazo de la Madre del Carmelo y le decimos: «Estrella luciente, amparadnos Vos». Con santa Teresa le pedimos a la santísima Virgen del Carmen que los hombres y mujeres del mar sean en nuestros días y en nuestros pueblos testigos vivos de esa fe que nuestra vida ligada al mar nos descubre. También le pedimos a la Virgen del Carmen por todas las gentes del mar que están pasando dificultades, bien sea por enfermedad, por falta de trabajo o por cualquier otro problema personal o familiar. Un año más gritamos a toda nuestra sociedad y a nuestros gobernantes para que volvamos nuestros ojos a los grandes problemas de las gentes del mar. El trabajo en el mar es el más duro de nuestra sociedad, tanto para el trabajador como para su familia. Todavía queda una ingente tarea que realizar en la dignificación de las condiciones de vida de los hombres y mujeres del mar.
Que vivamos todos una feliz fiesta de nuestra patrona y que, como cada año, nuestras parroquias y nuestros puertos marineros expresen en ese día la alegría de sentir el cariño y la protección de nuestra Madre del cielo.
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