Hoy celebramos la fiesta de un Santo, San Agustín, y con ese motivo nos reunimos celebrando la Eucaristía, actividad que nos hace real y auténtica la presencia de Jesús entre nosotros y con nosotros, una presencia que es un don, un regalo, pero al mismo tiempo, una responsabilidad. Una responsabilidad porque, escuchando sus palabras, quedamos llamados a ponerla en práctica, a organizar nuestra vida, nuestras opciones, nuestros deseos de acuerdo con ella.
Así hicieron los santos, y así somos llamados a hacer nosotros. Todos nosotros. Así, los santos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión, de modo que animados por su presencia alentadora, luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita.
Debemos imitar las virtudes heroicas de los santos. Ellos nos enseñan a interpretar el Evangelio evitando así acomodarlo a nuestra mediocridad y a las desviaciones de la cultura. Por ejemplo, al ver como los santos aman la Eucaristía, a la Virgen y a los pobres, podemos entender hasta dónde puede llegar el amor en un corazón que se abre a la gracia. Al venerar a los santos damos gloria a Dios de quien proceden todas las gracias
Los santos son maestros para cada uno de nosotros. El Papa Francisco, en su reciente y admirable Encíclica “Laudato si”, sobre el cuidado que hemos de poner todos en el cuidado del planeta, no sólo nos da una doctrina, sino que nos presenta la figura de San Francisco de Asís como quien, movido por la Palabra de Dios, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20). San Francisco es el ejemplo por excelencia del cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad.
Él manifestó una atención particular hacia la creación de Dios y hacia los más pobres y abandonados. Amaba y era amado por su alegría, su entrega generosa, su corazón universal. Era un místico y un peregrino que vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior.
Un santo, pues, nos enseña lo que hay que hacer. Otra realidad que hay que cuidad y defender: la familia. Pues bien, vemos santos que son maestros en eso. Por ejemplo, en octubre próximo será canonizado un matrimonio, el marido y la mujer, los padres de Santa Teresa del Niño Jesús: llegaron a la santidad viviendo así, como marido y mujer. Y yo recuerdo cuando asistí el 21 de octubre de 2001 a la beatificación por San Juan Pablo II de otro matrimonio: Luis y María Beltrame Quattrocchi, un matrimonio de Roma, beatificados porque vivieron a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana el amor conyugal y el servicio a la vida. Asumieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, dedicándose generosamente a los hijos para educarles, guiarles, orientales, en el descubrimiento de su designio de amor. La familia, fundada en la reciproca confianza y en la fe, anuncia la esperanza, es el lugar donde brota y crece la vida, en el ejercicio generoso y responsable de la paternidad y de la maternidad. En nuestra vida, pues, el recurso a los santos nos es una ayuda importante.
Hoy veneramos, pensamos, contemplamos, consideramos a San Agustín. Fue una persona guiada siempre por la búsqueda de la verdad, y no admitió cualquiera. Es uno de los grandes Padres de la Iglesia; ha dejado tal estela en ella con su vida y con su ingente obra, que continúa siendo inigualado. Es un referente que hallan Oriente y Occidente en la intersección de un mismo camino. Nació en Tagaste el 13 de noviembre del año 354. Tenía un hermano y una hermana. Educado en la fe por su madre santa Mónica, hasta sus 32 años no se convirtió.
Antes de cumplir los 17 había emprendido un sendero peligroso que marcó varias décadas de su vida. Engendró un hijo en una relación irregular, defendió las herejías maniqueas, y se aferró a las glorias de este mundo. Su madre jamás claudicó, y, al final, con sus insistentes plegarias obtuvo para él la gracia de la santidad. En las emblemáticas y profundas Confesiones de Agustín se detecta la grandeza de alma y la pureza de corazón que tenía, así como el alcance de su conversión que le confirió una extraordinaria sensibilidad para reflexionar en su pasado confrontándolo con la nueva visión de la vida y del mundo que le dio la fe. Veía el equívoco de ciertos castigos o tácticas pedagógicas recibidas en sus años de formación que luego se tornaron sombríos para su acontecer porque, al menos en su caso, surtieron un efecto contrario al perseguido.
Cuando partió a Cartago a finales del año 370 ya era un experto conocedor del latín. En su nuevo destino, la ambición y la vanidad estimularon más si cabe sus afanes por el estudio, y destacó en la retórica y en otras disciplinas. Allí se apasionó por el Hortensius de Cicerón que comenzó a abrir un sendero de luz en su búsqueda de la verdad. Fue también una época en la que cedió las puertas de su corazón a otras pasiones. Al tiempo que leía y estudiaba con denuedo formándose en la filosofía, las perniciosas compañías le iban conduciendo al abismo. Una de las preocupaciones que le acuciaban es el conocido «problema del mal», y entre la influencia maniquea y la oscuridad en la que malvivía no pudo hallar la respuesta óptima a esta antigua cuestión.
No obstante le convenía mantenerse vinculado a esta corriente errónea por distintos motivos en parte relacionados con su futuro profesional, y también le permitía justificar la vida irregular que llevaba siguiendo las reglas del placer.
Tras la muerte de su padre contrajo una enfermedad. Ante el temor de seguir sus pasos determinó hacerse católico siendo instruido convenientemente. Al recobrar la salud, se vinculó a los maniqueos y no enderezó su camino. Durante nueve años rigió la Escuela de Gramática y retórica que abrió en Tagaste y después retornó a Cartago. El año 383 se estableció en Roma temporalmente; el maniqueísmo, que no colmó sus aspiraciones y le dejó insatisfecho, había quedado atrás. De allí se trasladó a Milán para ocuparse de la cátedra de retórica que había obtenido. Era el lugar elegido por la Providencia para dar respuesta a la insistente súplica de su madre por su conversión. Agustín fue fiel a la mujer con la que convivía hasta el año 385. Luego se desembarazó de ella. Al no querer desposarse con él, antes de marcharse a África su compañera dejó bajo su custodia al hijo común, Adeodato, nacido el año 372.
Cuando conoció a san Ambrosio se suscitó en su corazón una profunda admiración por la sabiduría y rigor del obispo, y poco a poco fue adentrándose en el misterio del amor de Dios. Pese a todo, la virtud de la castidad se le resistía, y no terminaba de dar el paso hacia su conversión. Trataba de dilatarlo, diciendo: «Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo». Al conocer la vida de san Antonio vio que no tenía sentido demorar su respuesta a Cristo: «¿Qué estamos haciendo? –le decía a su estimado Alipio–. Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él».
Releyó con otra óptica el Nuevo Testamento, particularmente las cartas paulinas, y en doloroso e intenso debate interior rogaba la gracia de la conversión y su perdón. Un día oyó la voz de un niño que desde una casa contigua repetía: «toma y lee, toma y lee». Interpretando que debía acudir al Evangelio, lo abrió y leyó el pasaje de Rom 13, 13-14. Instantáneamente se disiparon todas las tinieblas y se dio de bruces con esa verdad tan ansiada que había perseguido; comprendió que era Cristo. Después, henchido de amor, diría a ese Dios al que ya había entrañado: «Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte […]. Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera». El año 387 fueron bautizados Alipio, Agustín y su hijo Adeodato, que falleció más tarde.
Tras la muerte de Mónica, que supuso un duro golpe para él, el santo pasó en África tres intensos años de oración, ayuno y penitencia, manteniendo tales pautas hasta el final de sus días. Fue ordenado sacerdote el año 391, y en el 395 lo designaron obispo de Hipona. Fundó un monasterio dedicado a los varones y otro a las mujeres. Predicaba y escribía defendiendo con bravura la fe católica. Humilde y desprendido, con toda sencillez reconocía que no era fácil la misión: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga». Fue azote de herejes y dio una inmensa gloria a la Iglesia en sus treinta y cuatro años como prelado. Ha dejado un legado excepcional e insuperable con obras como “Sobre la Ciudad de Dios” y las “Retractationes”, entre otras. Poco antes de morir, estalló la guerra en el norte de África y atravesó momentos difíciles. Llegado el fin, escribió: «Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él». Falleció el 28 de agosto del año 430. El 20 de septiembre de 1295 Bonifacio XIII lo proclamó doctor de la Iglesia.
Un santo que busca la verdad, la encuentra en la Palabra de Dios, la asume y lleva así una vida ejemplar. Todo un camino para nosotros.
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