Podemos decir que el tema dominante de las tres lecturas de este domingo es el poder de Dios.

Así ese poder divino se manifiesta ante el pueblo hebrero, humillado hasta el extremo, comparado por el Profeta Ezequiel en un gran cementerio, en una gran extensión de huesos secos (1º lectura). Y sin embargo, este pueblo será protegido de su estado de humillación por la intervención de Dios; y será una tal resurrección, una tal rehabilitación, que no se podrá no reconocer la intervención de Dios.

El poder soberano de Dios, como lo expresa san Pablo en la Carta a los Romanos, se manifiesta en cada creyente mediante el Espíritu Santo que regenera a la vida de hijos de Dios ya al presente y que, al final de los tiempos, vivificará también nuestros cuerpos morales, haciéndolos partícipes de la gloria de Cristo resucitado (2º lectura).

Y ese poder de Dios se manifiesta clamorosamente en Cristo que hace volver a la vida a su amigo Lázaro, muerto ya desde hace cuatro días y colocado en el sepulcro. La liturgia de hoy, proponiéndonos está página del Evangelio de San Juan quiere conducirnos a adherirnos a Cristo mediante una fe convencida, grande, entusiasta: Jesús es el Señor de la vida, es el Hijo de Dios, es el Mesías prometido. Este milagro que hemos escuchado hoy es el milagro más grande de los que nos enseñan los Evangelios. En los anteriores domingos de Cuaresma Jesús se nos ha ido presentando como el que rezando y cumpliendo la Palabra divina vence al diablo, el que es la sal de la tierra y la luz del mundo y hoy se nos presenta como la resurrección y la vida, la fuente de la verdadera vida

La fe implica generalmente un desarrollo progresivo, una maduración gradual, un camino.

Lo vemos claramente en Marta, la hermana de Lázaro, la cual con franqueza se dirige a Jesús con estas palabras: “Si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Marta está aún incierta sobre la identidad de Jesús. Si hubiera creído en la divinidad de Jesús hubiera creído también que su estar físicamente a la cabecera de Lázaro hubiera tenido una importancia muy relativa, porque el milagro de la curación podía ser cumplido también a distancia.

Al decirle Jesús: “Tu hermano resucitará”, Marta responde: “Sé que resucitará en el último día”, con lo cual no había entendido aún quien era Jesús. Sólo cuando Jesús se declara abiertamente “Yo soy la resurrección y la vida”y asegura que quien creé en ´´El “aunque haya muerto vivirá”, Marta llega a la fe llena: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”.

La dificultad de llegar a la fe incondicional y perfecta por parte de Marta, después de todo nos consuela un poco, porque no es fácil tampoco para nosotros; pero es nuestro deber progresar e profundizar nuestra fe, no quedarnos en la duda y la incertidumbre. Poco a poco, con la oración, con la gracia de los sacramentos, con la meditación de la Palabra de Dios, con una dirección espiritual, tenemos que llegar a tener una fe adulta, no quedarnos cogidos en una fe un poco más que infantil.

Este episodio evangélico, además de revelarnos la divinidad de Jesús, su absoluto dominio sobre la vida y la muerte, nos revela también su profunda humanidad: se conmueve y rompe a llorar frente a la realidad trágica de la muerte de su amigo Lázaro, demostrándonos así un sentimiento de tierna amistad hacia Marta y María. Este hecho nos confirma que Cristo encarma y exalta todos los valores humanos auténticos, no critica ni aparta nada de lo que es positivo en la persona, excluye sólo aquello que es malo, que es pecado.

Y el milagro de la resurrección de Lázaro es además, una manifestación del destino final de la persona creyente: “Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá…no morirá para siempre”, asegura Jesús. La fe es el triunfo sobre la muerte, es participación al destino glorioso de Cristo: este milagro es la prueba, la confirmación y la garantía segura.

La resurrección de Lázaro es además revelación de aquello que sucede ahora, al presente, sobre el plano espiritual, en cada uno de nosotros: símbolo de la vida nueva de la gracia que vence a la muerte del pecado. Estamos también nosotros, a menudo, en el sepulcro del pecado, y Jesús nos dice con fuerte voz: “Sal fuera”. El espíritu de la resurrección nos viene a través del sacramento de la reconciliación, y antes que nada, por medio del bautismo. Tenemos nos atadas las manos y los pies en los cordones del egoísmo y Jesús ordena a sus ministros: “desatadlo”. Así nosotros podemos sentirnos nuevamente libres y vivos, y retomar nuestro camino con serenidad y con alegría.

Finalmente, el milagro de la resurrección de Lázaro podemos entender que, como individuos creyentes y como comunidades cristianas, estamos llamados a quitar la piedra del sepulcro en la cual la persona de hoy está encerrada, el sepulcro de la inmoralidad, de la corrupción, de la injusticia, de la violencia, del materialismo. Así, que cada persona de hoy recupere su libertad y su dignidad, el sentido de su vida, conduciéndola hacia Jesús, que es la resurrección y la vida, conducirlo hacia el  Evangelio, que es la luz de la verdad, acercarlo a los Sacramentos de la Iglesia, que son las fuentes inagotables de la gracia divina, que brota del Corazón de Jesús que ha dado su vida por nosotros.

Francisco nació en Paolael 27 de marzo de 1416, hijo de Giacomo D’Alessio, apodado Martolilla, y Viena de Fuscaldo, una pareja de firme fe católica, devota en particular de San Francisco de Asís al que, incluso ya encontrándose en edad avanzada, le pidieron la gracia de un hijo. Nacido pues, el primogénito, fue por ellos espontáneo imponerle el nombre de Francisco. A este primer niño se sumó pronto, otra hija: Brígida.

De niño, Francisco contrajo una forma grave de infección en un ojo, al grado de que los padres se dirigieron de nuevo en ruego al poverello de Asís, prometiéndole, en caso de curación, que el pequeño vestiría por un año entero (año que se llama famulato) el hábito de la orden franciscana. La enfermedad cedió con celeridad.

Desde pequeño, Francisco fue particularmente atraído por la práctica religiosa, denotando humildad y docilidad a la obediencia. A la edad de trece años contó la visión a un fraile franciscano que le recordó el votohhecho por los padres. Acogido en el convento franciscano de San Marco Argentano (Cosenza), quedó, por un año, cumpliendo a la promesa de sus padres.

Concluido el año, los frailes de San Marco Argentano habrían querido retenerlo, pero Francisco conservó el deseo de conocer otras modalidades de vida consagradas, inquietud que había albergado antes de hacer su elección.

En 1430llevó a cabo, con su familia, una larga peregrinación que, teniendo Asís como meta principal, incluyó algunos de los principales centros de la espiritualidad católica italiana: LoretoRoma y Montecassino, también tocando los eremitorios del Monte Luco.

Regresando a Paula, inició un periodo de vida eremítica, utilizando un lugar inaccesible incluido en las propiedades de la familia y suscitando el estupor de los paolanos. En 1435, otros se asociaron con esta experiencia, reconociéndolo como conductor espiritual. Con los suyos, construyó una capilla y tres dormitorios, dando, de hecho, principio a la experiencia, todavía en curso, de la Orden de los Mínimos.

A las primeras adhesiones, muchos otras se añadieron, tanto que el 31 de agosto de 1452 el nuevo arzobispo de Cosenza, monseñor Pirro Caracciolo, concedió la aprobación diocesana, acto que comportó a la Orden la facultad de instituir un oratorio, un monasterio y una iglesia.

La fama de santidad de Francisco se difundió rápidamente, tanto que en 1467e l papa Paulo II mandó a Paola a un emisario para tener noticias sobre el ermitaño calabrés. Siendo la opinión sobre él positiva, se le pidió que no quedara aislado, sino que fuera a influir en otros pueblos. Y así se traslado a Francia donde vivió cerca de 25 años.

De este Santo dijo el Beato Pablo VI que era un verdadero modelo para los que tienen que llamarles la atención a los gobernantes que abusan de su poder y que malgastan en gastos innecesarios el dinero que deberían empelar a favor de los pobres. Por muchos años nuestro Santo recorrió ciudades y pueblos llevando los mensajes de Dios a las gentes. Y en aquellos tiempos, como sucede también ahora en algunos sitios, había autoridades que abusaban de su poder legítimo y malgastaban los dineros públicos para enriquecerse o para hacer cosas inútiles. A ellos les recordaba la frase que a cada uno nos dirá Jesucristo en el día del juicio final como nos dice el Evangelio: “Dame cuenta d tu administración”.

También les recordaba esa frase del Apocalipsis: “He aquí que tengo y traigo conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según sus obras”. Todo esto hacía pensar muy seriamente a muchos gobernantes y los llevaba a corregir los modos equivocados de proceder que habían tenido en el pasado. Así este San Francisco logró convertir al Rey Luis XI antes de su muerte. Este rey francés quedó tan agradecido que nombró a Francisco de Paula como director espiritual de su hijo, el futuro rey Carlos VIII, rey de Francia.

Después de haber transcurrido los últimos años en serena soledad, murió en Francia en Plessis-les-Tours el 2 de abril de 1507. Aproximándose su fin, llamó a sí a sus cofrades sobre el lecho de muerte, exhortándolos a la caridad recíproca y al mantenimiento de la austeridad en la regla. Proveyó al nombramiento del vicario general y por fin, después de haber recibido los sacramentos, se hizo leer la Pasión según San Juan mientras su alma exhaló.

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