La vida de los santos es como un libro abierto. Muchos tuvieron una personalidad muy atractiva o unas cualidades humanas sobresalientes, como es el caso de san Josemaría Escrivá. Pero sus vidas no hablan de ellos mismos, sino de la vida de aquél a quien siguieron, la vida de Jesucristo.

Sería un error pensar que la santidad consiste en hacer algo extraordinario. Es bien conocido el diálogo de santa Juana Francisca de Chantal y su hijo, cuando éste la sorprendió leyendo de rodillas una carta de san Francisco de Sales:

-¿Qué haces arrodillada leyendo un papel?

-Leía una carta.

-¿Siempre lees así las cartas?

-Ésta la escribió un hombre de Dios.

-¿Qué es un hombre de Dios?

-Un hombre santo, que trata de ayudar a los demás cumpliendo la voluntad de Dios.

Cumplir la voluntad de Dios y ayudar a los demás. Se trata de un buen programa para quien se ha propuesto seriamente ser feliz. Los textos de la misa de hoy nos invitan a contemplar nuestra vida con este telón de fondo: cuál es la voluntad de Dios para mí, cómo puedo ser feliz, qué tengo que hacer para que mi vida sea un diálogo constante y filial con mi Padre Dios, qué tengo que cambiar, cómo puedo recomenzar. Los santos despiertan en nosotros el deseo de acercarnos a Dios porque lo más definitivo de su vida es el amor de Dios que llena su vida.

Dios sale constantemente a nuestro encuentro. No es cierto que Dios no llame a su amor y a su servicio o que ahora lo haga menos que en tiempos pasados. Más bien, lo cierto es que faltan respuestas por nuestra parte.

Hemos leído el pasaje del Evangelio que narra la primera pesca milagrosa. San Pedro, después de esta pesca, abandonó sus propias seguridades para agarrarse a la mano segura y amorosa de Dios. Así lo hizo también san Josemaría cuando, siendo muy joven, sintió que el Señor se metía a fondo en su alma e infundía en su corazón inquietudes santas y buenos deseos, que le llevaron a la oración y a una honda vida sacramental. Es preciso perseverar en la oración para aprender a caminar por la senda del cumplimiento de la voluntad de Dios.

En la oración el Señor nos ayuda a tomar decisiones generosas. En la oración se dilata el corazón para amar a Dios sobre todas las cosas y, en Él, a todas las criaturas. La confianza en Dios, la generosidad y la entrega son siempre fecundas. Cuando nos decidimos a seguir a Dios con hondura, nuestra vida cobra un nuevo brillo y se abre a horizontes insospechados. Nuestra vida se hace igual que la vida de los santos. A veces, los planes divinos no coinciden con los nuestros, pero tenemos que amarlos. Qué pena si nos limitáramos a aceptar con resignación o como algo ineludible la mayor muestra de amor de Dios, que es la de llamarnos a su intimidad.

Años atrás, un chico joven contó a don Álvaro del Portillo, el primer sucesor de san Josemaría, que no era capaz de rezar el Padrenuestro. Al llegar al “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” se paraba porque se daba cuenta de que no estaba cumpliendo en su vida eso que rezaba con los labios. La respuesta a su problema estaba bien clara y así se lo hizo ver don Álvaro… Le explicó que la voluntad de Dios es la más amable de todas las voluntades y las manos de Dios son las únicas en las que merece la pena estar.

No debe extrañarnos la presencia del sacrificio en nuestra vida. Es la característica de las personas que aman. Si nuestra reacción ante el sacrificio es el desaliento y el desánimo, algo tenemos que cambiar en nosotros mismos. Porque el desaliento y el desánimo esconden la falta de generosidad y un excesivo cálculo humano en la vida de relación con Dios. Hoy pedimos a san Josemaría que nos dé un corazón enamorado, que sea capaz de preguntarse con valentía: “¿qué más puedo hacer?”.

El pasaje del Evangelio de la pesca milagrosa nos muestra la voz apremiante de Cristo y la respuesta inmediata de los apóstoles. En su alma algo ha cambiado: Cambia que en el alma (…) se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo irreprimible de anunciar a todas las criaturas (…) las cosas maravillosas que hace el Señor, si le dejamos hacer (Amigos de Dios 264). El cuadro que nos ofrece esta pesca bien puede ser un retrato de nuestra propia vida: quien actúa en nombre propio y por su cuenta se fatiga y no consigue fruto; en cambio, en nombre de Cristo, el fruto es abundante. San Pedro es un modelo de confianza en Dios.

Ante los planes divinos, a lo mejor nos retraemos porque lo primero que consideramos es nuestra falta de cualidades. Pero no hay que olvidar que la pesca no se llevó a cabo por la virtud de Pedro y los demás. Todos los que han sido llamados por Dios a una misión experimentan el asombro y la propia miseria, pero también oyen las palabras de Cristo: “No temas”. Si notas que no puedes, por el motivo que sea, dile, abandonándote en El: ¡Señor, confío en Ti, me abandono en Ti, pero ayuda mi debilidad!

Y lleno de confianza, repítele: mírame, Jesús, soy un trapo sucio; la experiencia de mi vida es tan triste, no merezco ser hijo tuyo. Díselo…; y díselo muchas veces.

-No tardarás en oír su voz: «ne timeas!» -¡no temas!; o también: «surge et ambula!» -¡levántate y anda! (Forja 287).

No tengamos miedo de Dios, No se puede tener miedo de alguien que nos ama. Dios pide, Dios exige, pero su exigencia está llena de amor porque nos quiere felices aquí y, después, felices allí… La clave está en que nos dejemos guiar por Él. Ante la realidad de nuestras miserias y pecados, tenemos que considerar la mirada amabilísima de Jesucristo y sus palabras: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Lo único que importa es que Jesús llama. Le dice a Pedro que le necesita y ya está: El Señor quiere servirse de nosotros –de nuestro trato con los demás hombres, de esta capacidad nuestra que nos ha dado Él, de querer y de hacernos querer-, para seguir haciéndose Él amigos en la tierra (Carta 9.1.32, n.75). Hemos de plantearnos de verdad una vida de apostolado al servicio de la Iglesia. Y ser humildes y confiar: es Cristo quien llama, es Cristo quien gobierna la barca de la Iglesia, el mar, el viento y los peces…

Si me necesitas, llámame. Esto escribía san Josemaría en una carta a los jóvenes diseminados por España durante la guerra civil. Hoy podemos hacerlo. A quien cumple la voluntad de Dios nunca le faltará la ayuda del cielo. Nos ponemos bajo el amparo de nuestra Madre Santa María, de su esposo san José y de san Josemaría para que seamos fieles a las llamadas de Dios.

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