Un año más, con el favor de Dios, celebramos esta fiesta del Primer Domingo de Mayo que aquí, en Santa Eulalia tiene una dimensión extraordinaria y puede ser un momento que contribuya a favorecer y beneficiar a todos los habitantes, sin exclusión de ninguno, y a quienes, por buenos motivos, se acercan hasta aquí.

Esta fiesta tiene un origen religioso. Una leyenda popular habla del derrumbamiento de una iglesia en el lugar hoy conocido como Església Vella sin que nadie sufriera ningún mal, leyenda que está refrendada por documentos que avalan un ataque turco producido en 1543. Bien seguro que la gente del Quartó del Rey recordó durante mucho tiempo aquel suceso, especialmente porque significó, unos años más tarde, que se construyera un templo nuevo en sustitución del anterior, muy maltratado aquella jornada y anticuado en su sistema de fortificación. Por eso, después se construyó esta iglesia nueva de Santa Eulària, la que hoy nos acoge, inaugurada con una solemne misa cantada el 12 de febrero de 1568.

El acontecimiento de aquella vieja iglesia, unido después a la celebración de la fiesta de la Virgen del Rosario al inicio de mayo, son pues los elementos que dieron origen a esta fiesta, un origen que ha de ser conservado y no olvidado ni borrado. Una fiesta, pues, la nuestra, que es  religiosa. Así, el elemento central de esta fiesta es la misa solemne, con la participación de los estamentos políticos, eclesiásticos y sociales, completando la fiesta con baile tradicional tanto a la salida de misa como ante el ayuntamiento, entre las cuales encontramos los desfiles de carros y vehículos antiguos por las principales calles del pueblo. La fiesta continúa toda la tarde hasta la noche con conciertos de música, ferias y exposiciones, así como la procesión desde aquí a la capilla de Lourdes con la imagen de la Virgen.

El la Santa Misa escuchamos la Palabra de Dios, como los discípulos escucharon la Palabra de Jesucristo en aquella primera eucaristía celebrada en el Cenáculo de Jerusalén, y después, consagrando el pan y el vino, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Con la acogida de la Palabra y el compromiso de cumplirla, y con la recepción, hecha de manera digna, de la Sagrada Comunión, nos unimos y fortalecemos nuestra unión con Jesús, y con Jesús con Dios, Uno y Trino.

La Palabra de Dios, tomada del Evangelio de San Juan que hemos escuchado esta mañana aquí y que se proclama hoy en toda la Iglesia, nos propone una parábola, esa de la vid y los sarmientos, que es muy significativa, porque trata de expresar la naturaleza y la profundidad de la relación existente entre Jesucristo y los que creen el Él. Y además, y eso le da mucha fuerza, son unas palabras pronunciadas por Jesús la noche del primer Jueves Santo, cuando tras la última cena, esperaba ser detenido, juzgado, condenado y crucificado al día siguiente. En ese momento Jesús no está contra nadie, sino asegurando su unión, su amor con los que se acercan a Él.

Entre la vid y los sarmientos,, los que sois agricultores lo sabéis bien, hay una unión estrecha, vital, profunda, tanto que si el sarmiento no está unido a la vid no puede dar ningún fruto. El sarmiento recibe de la vid la savia vital.

Y así sucede con los creyentes en Cristo: son participes de la misma vida divina que brota de Cristo y que Él tiene plenamente, y de esa plenitud, como dice el prólogo del Evangelio de San Juan, “de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia” (Jn 1,16.

El hecho que nos hace sarmientos de la vid, lo que nos injerta, que nos agarra en Cristo es el bautismo (Rm 11,16), por medio del cual el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, es derramado en nuestros corazones (Rm 5,5), y nosotros, así, renacemos a la vida divina.

Y lo que comienza con el bautismo, se completa y perfecciona con la confirmación. ¡Que importante es recibir la confirmación!

Teniendo presente todo esto, la idea siguiente es que es esencial que, una vez que hemos sido injertados en Cristo, vid verdadera por medio del bautismo y nuestra adhesión a Él por medio de la fe, hemos de “permanecer” nosotros con Él y Él con nosotros. Es lo que en este Evangelio hoy proclamado Juan nos ha repetido varias veces. Estar unidos con Cristo que significa: íntima relación, unión vital, compenetración recíproca, unión en el amor.

¿Qué tenemos que entender que significa permanecer en Cristo? Pues eso significa:

– Ser fieles a los compromisos que hemos asumido en el bautismo.

– Ser fieles a las enseñanzas de Cristo.

– Permanecer en el amor de Cristo (Jn 15,2), es decir, dejarnos amar por Él, dejarnos conducir y guiar por su Espíritu de amor y no poner obstáculos ni impedimentos a que su gracia actúe en nosotros.

– Permanecer el Cristo significa hacer crecer todas las cosas hacia Él (Ef 4,15), ser adultos, maduros en la fe y, en consecuencia, dar frutos abundantes de buenas obras.

Cuanto más se está unido a Cristo, cuanto más se participa de su amistad y de su vida divina, tanto más se es espiritualmente fecundo. Los santos son una prueba clara de ello: de su unión con Cristo nace la fecundidad extraordinaria de su vida.

Si estamos unidos a Cristo, se crece en la vida de gracia y de amistad con Él, y eso se expresa:

– alimentado continuamente nuestra fe con su Palabra y con la oración.

– nutriendo nuestra alma con los Sacramentos, especialmente con la Eucaristía, pues como dice Jesús: “Quien come mi carne y bebe mi Sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6,56) y con la confesión. ¡Que importante es recurrir a la confesión! Procurar estar limpios de todo, aunque se pequeño. Hay uno que quiere que no nos confesemos: el demonio. Si nos confesamos ganamos nosotros y honramos a Dios; si no nos confesamos, gana el demonio. Con la Eucaristía y con la confesión Cristo habita e nosotros y nosotros en Él.

– con el compromiso de vivir lo que dice el Evangelio de un modo coherente y, en consecuencia, hacer obras buenas en particular las obras de misericordia y de caridad.

El Evangelio que nos ha sido presentado hoy, en este día de gran fiesta en Santa Eulalia,  es una buena aportación para nuestra vida, pues:

a)    nos invita a reflexionar, a ser plenamente conscientes y convencidos de nuestra altísima dignidad como hijos de Dios, como sarmientos unidos a la vid verdadera que es Cristo, nos dice que somos miembros de su cuerpo místico, participantes de su vida divina;

b)    nos pide que nos comprometamos cada vez más fuertemente en el adherirnos a Cristo, en el estar cada vez más injertados en Él, eliminando todo aquello que impide que su vida, su luz, su amor estén en nuestra alma, como es ele pecado, las malas costumbres, la tibieza o las omisiones.

Hay una persona que es maestra en todo eso. Es la Virgen María. Y acabamos de empezar el mes de mayo, mes dedicado a ella. De la Virgen recibimos su ayuda, su cariño, su afecto. Y también hemos de aprender de Ella las cosas importantes para nuestra vida, es decir, como ella ser discípulos de Jesús. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta que la Virgen acogida por San Juan después de la muerte de Jesús en la Cruz, no quedó marginada, sino unida y en comunión con los Apóstoles, con la comunidad cristiana. Así nos dice Lucas que los Apóstoles “hacían oración común con las mujeres, con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos (Hech 1, 14), es decir, la Virgen acudía a la oración, a la Misa, a escuchar la Palabra de Dios a fortalecer su vida cristiana. En eso nos da un ejemplo y una enseñanza para todos nosotros.

Queridos hermanos y hermanas que vivamos este mes de mayo promoviendo la devoción a la Virgen María  y que esa devoción sea expresada en el compromiso de imitarla siempre y en todo

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