Hay un momento significativo en el rito de ordenación sacerdotal, que es uno de los más significativos y conmoventes: el que va a ser ordenado se postra en el suelo ante el altar mayor como reducido a la nada, mientras que la asamblea de fieles presentes, presidida por el Obispo ordenante invoca a los santos, mediante el canto de las Letanías, la intercesión  de Dios sobre él. Esa actitud del candidato a ser sacerdote, postrado en humildad ante la majestad de Dios, casi como anulándose a si mismo anticipa una muerte: el sacerdote muere a sí mismo, muere a una vida individual o privada, muere a gustos personales y se convierte así en un instrumento dócil en las manos de Dios para la salvación del mundo.

Hoy, sesenta y dos años después que Don Josep cumplió ese rito el 26 de junio de 1956, nos encontramos rodeando su cuerpo físico, postrado como el día de su ordenación sacerdotal. Como aquel día está rodeado por una buena parte del pueblo de Dios que como entonces ora y así, con su muerte cristiana Don Josep se ofrece como hostia pura, santa e inmaculada, unido al sacrificio de la Misa, que él tatas veces ha celebrado en diversas parroquias de nuestra Diócesis, sea en la parroquia de este pueblo donde nació y después en las parroquias de Santa Inés de Corona, donde permaneció como párroco once años, siendo también Delegado diocesano de Liturgia. Posteriormente fue destinado como párroco de San Pedro Apóstol, en Dalt Vila y allí fomento la vida de las Cofradías y asociaciones, así como un nutrido coro parroquial. En ese periodo, además, el Obispo de entonces le nombró Beneficiado Maestro de Ceremonias de la S.I. Catedral vista su aptitud para fomentar la vida litúrgica.

Tuvo una crisis y el entonces Obispo Administrador Apostólico de nuestra Diócesis, Mons. Teodoro Úbeda, trató su dispensa del orden sacerdotal que le fue concedida en Roma. Posteriormente contrajo matrimonio explicando que no quería crear escándalo a nadie. Se trasladó  a vivir a Valencia, trabajando en varias empresas y colaborando mucho en la iglesia de San José de la Montaña. En esos años en que vivió en Valencia, hasta que su esposa murió, con regularidad practicaba todos los años ejercicios espirituales y prácticas de piedad, como el rezo cotidiano del Santo Rosario, la visita al Santísimo Sacramento e incluso el rezo del Oficio divino.

Al fallecer su esposa pensó en pedir la reintegración al ejercicio del ministerio sacerdotal. Vino a verme en el año 2007, me contó su historia y me pidió ser admitido de nuevo porque me dijo que no quería morir sin volver a celebrar la Santa Misa.

En ese tiempo venía a Ibiza desde Valencia varias veces al año para visitar a su familia y se alojaba siempre en la casa de esta parroquia de San Rafael, cuyo párroco era entonces Don Jose Planells Boned, al que estaba unido por una buena amistad nacida en los años del Seminario.

Informándome de todo lo suyo y haciendo los papeles necesarios, los remití a Roma y le pedí al Papa Benedicto XVI que fuera readmitido, cosa que se le concedió. Así, desde entonces hasta anteayer, el pasado domingo, viviendo en la Residencia Reina Sofía ha ejercido dignamente el ministerio sacerdotal.

La muerte de cualquier persona está unida a la muerte de Jesucristo. Y esto es muy evidente en el caso de un sacerdote, que ha ido uniendo especialmente sus años en la tierra para poder unir así su muerte a la de Cristo.

Ahora bien, el cristiano está llamado a creer, afirmar y enseñar que para él la muerte no es muerte, sino inicio de una vida nueva que no terminará nunca. Si nos fijamos bien, en los textos que la liturgia emplea en las celebraciones exequiales, hay una palabra que se pronuncia muchas veces y esa es la palabra vida. Tanto que se podría decir que los funerales no son la celebración de la muerte, sino la celebración del inicio de una nueva manera de la vida que nos da Dios, que porque nos quiere nos ha hecho vivir.

El momento que vivimos es un momento de dolor, porque conlleva una separación física, que sabemos que será definitiva aquí en la tierra. Nos despedimos de una persona a la que no veremos nunca más con los ojos del cuerpo. La muerte le ha venido a Don Josep después de un largo periodo de problemas médicos. La pregunta surge espontánea: ¿Por qué, Señor, tanto sufrimiento? ¿Era necesario todo eso? Y esa pregunta de este caso particular nos lleva a esta otra general ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué el dolor? ¿Por qué el hombre, que es criatura de Dios  y amado de Dios, tiene que sufrir?

         A estos interrogantes se han dado a lo largo de la historia muchas respuestas en las distintas religiones, filosofías o doctrinas. Pienso que la respuesta mejor, si no la única válida, es la respuesta cristiana.

Y esta respuesta no es fruto de nuestras reflexiones o sabiduría humana, sino que nos la da la Palabra de Dios recibida e iluminada por la fe. La respuesta cristiana al problema del dolor la tomamos desde la experiencia de uno que sufrió, la respuesta cristiana al problema es Jesucristo crucificado.

El Evangelio de san Marcos nos presenta la página dolorosa y gloriosa de la muerte y la resurrección de Jesús, una página que une misteriosamente las tinieblas a la luz, que nos presenta un cuerpo dolorido por los tormentos infligidos y, a continuación, el sepulcro vacío que grita jubiloso la noticia: “¡Verdaderamente ha resucitado el Señor!”.

La respuesta cristiana al misterio del dolor está toda aquí: en Jesús muerto y resucitado. ¡Qué hay de más grande y maravilloso que un Dios que baja a la tierra, se hace hombre, asume en carne propia toda la humildad y limitación de la condición humana, precisamente para poder “sufrir”! Eso es lo que tenemos que entender: que el dolor forma parte de nuestra condición humana y que es algo que Dios asumiéndolo lo ha “sacralizado”.

Nadie tiene culpa del dolor: Jesús sufriente no es culpable sino inocente. Sin embargo, ese dolor de Jesús nos ha salvado a todos. Y precisamente, para poder alcanzar la salvación es menester compartir la suerte de Jesús, incluso cuando sea el caso, en el dolor.

El dolor de uno, fue causa de salvación para todos, porque el dolor crea una especie de solidaridad entre todos los hombres. Así puede exclamar san Pablo en medio a sus sufrimientos: “completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24).

Llegados a este punto de nuestra reflexión, viene espontáneo el sentimiento de acción de gracias. Gracias a Jesús, porque su sufrimiento nos ha alcanzado la salvación. Del calvario, de sus sufrimientos paciente y amorosamente aceptados surge para todo el mundo la salvación.

Del mismo modo es legítimo pensar que los sufrimientos pasados en su enfermedad por nuestro querido Don Josep  son de utilidad para su familia, para sus queridas parroquias con las que colaboraba, para sus amigos, gracias a la unión de sus sufrimientos a los de Cristo. Por eso, su misión no ha terminado. Sí, con la muerte han acabado sus sufrimientos y limitaciones, pero no por ello deja de estar cercano a los suyos, ayudándoles y amándoles de una forma nueva, porque pensamos que está en la gloria junto al Señor resucitado.

Nuestra celebración es una acto de fe en la vida eterna, un acto de esperanza, un acto de caridad con el ahora humanamente difunto Don Josep. Un de las obras de misericordia es orar por los difuntos. Estamos aquí porque cada uno de nosotros, a su manera y con su estilo, ha querido a Don Josep.

Demostremos ahora ese amor del modo más elevado, noble y sublime que podemos hacer: con la oración de sufragio. Dios, nuestro Padre nos permite ahora ofrecer este sufragio que es una gracia para ella y un mérito para nosotros. «Es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean absueltos de sus culpas» dice el libro de los Macabeos.

Llegados a este punto de nuestra reflexión, viene espontáneo el sentimiento de acción de gracias. Gracias a Jesús, porque su sufrimiento nos ha alcanzado la salvación. Del Calvario, de sus
sufrimientos paciente y amorosamente aceptados surge para todo el mundo la salvación.

Gracias a Don Josep porque es legítimo pensar que sus sufrimientos pasados por el son de utilidad para muchos, uniendo sus sufrimientos a los de Cristo. Por eso, su misión no ha terminado. Su con su muerte física han acabado sus sufrimientos humanos y limitaciones, no por ello deja de estar cercana a los suyos ayudándoles y amándoles de un forma nueva, considerando que está ante la gloria junto al Señor Resucitado.

Nuestro querido sacerdote está ahora más cerca de Dios y nadie le podrá separar del amor de un Padre tierno y misericordioso que paga a cada uno su merecido. Así es. En torno a su cuerpo mortal es verdad que sentimos una pena, pero también el convencimiento de que ha comenzado una vida nueva, una vida que es eterna.

Que la oración que elevamos en torno a esta ataúd que contiene su cuerpo terreno sea un acto de gratitud por todo el bien que nos ha hecho, y a la ve una confesión valiente de nuestra fe en la certeza de la resurrección.

Deja tu comentario