La historia de nuestra salvación alcanza hoy su momento más fuerte, aunque es también doloroso. Jesús, después de haber sido entregado a sus enemigos, es procesado y condenado a morir en la cruz. En esa imagen de derrota y abandono no reconocemos nada de Hijo de Dios; al contrario, se podría decir que se trata de la ejecución de un criminal. Y sin embargo, unos días antes, el Domingo de Ramos, los habitantes de Jerusalén habían acudido a saludar al hijo de David, llevándolo como triunfador a la ciudad. Esas mismas personas que lo aclamaban diciendo “Hosanna”, pocos días después habían pedido a Pilato de crucificar a Jesús. ¿Qué cosa había sucedido?

Para entender las razones de ese cambio imprevisto es preciso volver precisamente a la escena del Domingo de los Ramos. ¿Qué cosa quería la muchedumbre con respecto a Jesús? La acogida reservada a su llegada demuestra claramente que los habitantes de Jerusalén tenían la intención de coronar a Jesús y ponerlo en el lugar del César. Ellos esperaban que Jesús aceptase ponerse al frente de los hebreos para guiar una revolución que hubiera alejado de su tierra a los dominantes romanos. Otros jefes, entre los cuales estaba Barrabá, habían intentado repetidamente ponerse en contra los conquistadores, pero ninguno había seguido a Jesús. Jesús no buscaba ser rey de s Judíos, sobre todo porque Él era rey de otro mundo, bien distinto. De frente a ese rechazo a ser rey de los Judíos, la muchedumbre desilusionada decide de entregarlo a las autoridades y de hacer que e mataran.

Desde el punto de vista histórico, Jesús fue condenado porque ser considerado un potencial enemigo del Cesar, pero el verdadero motivo de su muerte se lee en el libro del Profeta Isaías: “El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores…Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron”.

Jesús hubiera podido estar siempre solo a la derecha del Padre, sin tener de cumplir la fatiga de venir al mundo. Hubiera podido combatir a los soldados que venían a arrestarlo: sus discípulos estaban armados y Pedro estaba pronto para defender al Señor. Hubiera podido descender de la cruz, como le decían aquellos que estaban presentes en la ejecución. Y sin embargo, Él se ha sacrificado para salvar a los hombres del pecado y de la muerte, a aquellos mismos hombres que lo habían traicionado, perseguido, burlado y asesinado. ¿Por qué todo eso? Por amor. Por ese amor que es capaz de dar la vida para el bien de los demás. Por ese amor que no se guarda, sino que se da enteramente.

¿Cómo han acogido los hombres ese acto de amor? Muchas veces no lo han acogido. Y así, muchas veces los hombres lo han “crucificado” a Jesús, cada vez que han cometido un pecado. Lo crucificamos cada vez que nos comportamos con la mentalidad humana, cada vez que nos negamos a seguir las enseñanzas del Evangelio. Pero cuando los hombres acogemos el sacrificio de Cristo, llegamos a ser hijos de Dios y somos capaces de cumplir milagros, porque el amor nos sostiene.

Si acogemos a Jesús ningún sacrificio es insostenible

La decisión de acoger o no este sacrificio depende de nosotros. Nadie puede obligarnos a elegir un camino más bien que otro, no lo hace ni tan siquiera el Señor, porque él nos da y respeta nuestra libertad. Si nos decidimos a acoger a Cristo, debemos saber que también nosotros podemos para por la experiencia de la cruz. Tal vez n sucederá que seamos llevados a la muerte, pero sí que llegará la ocasión de renunciar a nosotros mismos, poner de lado todas las exigencias personales y poner nuestra vida al servicio de los demás.

La muerte no es lo último. Los que condenaron a Jesús pensaban que se habían librado de un personaje incómodo. No se imaginaban que tres días después Jesús se habría presentado vivo de frente a aquellos que lo habían condenado, el nombre de Jesús es reconocido y adorado por la mayor parte de la población mundial.

También a nosotros Jesús ha prometido un futuro semejante. A aquellos que aceptan dar la vida en su nombre, él les ha prometido una vida sin fin, y a sus discípulos ha asegurado un puesto en el Paraíso. Por eso, no debemos tener miedo de gastarnos a favor de nuestros hermanos, aunque ello signifique un sacrificio y renunciar a tantas cosas. Ante un premio tan grande ningún sacrificio es absurdo e ilógico

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