Un año más, la rueda del tiempo ha dado una vuelta completa y nos encontramos en la solemnidad de la Dedicación de esta Santa Iglesia Catedral. Externamente las campanas se han hecho eco del misterio que aquí se celebra, a la vez que en el interior, las velas, encendías en las columnas que fueron ungidas en aquella magna celebración, indican a todos los que aquí se acercan el carácter sagrado de este lugar: su llama, elevada hacia el cielo, según el ritmo de la naturaleza, recuerda cómo ha de ser la actitud de los que aquí se acercan.

Hoy celebramos, siguiendo las normas litúrgicas, el 202 aniversario de la consagración de la S.I. Catedral por el entonces Obispo de Ibiza, Mons. Felipe González Abarca. El antiguo templo parroquial de Santa María quedaba así constituido iglesia madre y principal de toda la Diócesis, lugar donde el Obispo tiene su sede. Y desde donde preside y guía la porción del pueblo de Dios a él encomendada, enseñando, desde el servicio a la comunidad, la vida de fe y la doctrina de la Iglesia; casa de plegaria y de súplica; de culto y adoración; de gracia y santificación. Lugar adonde el pueblo cristiano acude para encontrarse con el Dios vivo y verdadero, y también imagen visible del templo vivo que es cada bautizado.

La fiesta de la Dedicación nos hace presente la respuesta del hombre a la petición de Dios de que haya un espacio para que los hombres –llamados a la comunión, a la relación amorosa y al diálogo filial con Él – puedan encontrarse con aquel que es nuestro Dios, nuestro Creador y nuestro Padre. Aquí se cumple lo que dice el Libro del Apocalipsis: “Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará con ellos,…y Dios estará con ellos” (Ap 21,22). Para facilitar y favorecer esa comunicación divina el templo es un marco que lo hace posible.

Dios, que es providente y amante de los hombres, no deja nunca de manifestar su deseo, -creo que podríamos decir su mayor y más importante deseo, al menos visto desde la parte humana-, de relacionarse con el hombre, para que esa relación descubra su voluntad salvífica, el camino que ha trazado al hombre para poder alcanzar la salvación y los medios y gracias para que el hombre pueda recorrer ese camino y alcanzar esa dulce meta. El templo, cualquier templo, y en primer lugar como esencia y modelo la Catedral, tiene que ser así un ambiente apropiado para ello. Además, este templo catedralicio, que se eleva hacia el cielo en el punto más alto de esta ciudad, es todo un símbolo: el dinamismo del Pueblo de Dios, que unió sus fuerzas, trabajos, limosnas y oraciones, para ofrecer a Dios una digna morada en la cual se invoque su nombre y se implore su misericordia.

La Catedral, principal lugar donde el Señor nos llama, nos acoge, nos enseña y nos bendice, es, además, la morada y el signo por excelencia de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, que en cada Iglesia particular gobernada por el Obispo se hace presente. No somos sólo católicos de una parroquia determinada: somos católicos de la Iglesia universal presente en cada una de las Iglesias locales, y por ello casa y morada de la Iglesia católica y apostólica es la Catedral, iglesia propia del obispo, sucesor de los apóstoles que llamó Jesús

¿Es posible que Dios habite en la tierra?” (1R 8, 27). La liturgia de hoy nos presenta estas palabras del rey Salomón, que hemos oído en la primera lectura. Y continúa: “Si no cabes en el cielo, y en lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que te he construido!” (Ibíd., 8, 28). El hombre es consciente de la infinitud e inmensidad de Dios, no circunscrito a los límites del espacio y del tiempo, pues “siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos del hombre” (Hch 17, 24). Pero el Dios de la Alianza, ha querido venir a habitar en medio de su pueblo. El que abarca todo y lo penetra todo habitaba en la tienda, llamada del Encuentro, durante el peregrinar del pueblo hacia la tierra prometida. El Señor puso su morada en el monte santo, Jerusalén, porque “su delicia es habitar entre los hijos de los hombres” (Pr 8, 31); y, cuando “llegó la plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4) se hizo Emmanuel, “Dios con nosotros” (Cf. Mt 1, 23). En la persona de Jesucristo, Dios mismo sale al encuentro del hombre. Dios se hace accesible a los sentidos, tangible: “Hemos visto”, “hemos oído” y “hemos tocado al Verbo de la Vida”, “porque la Vida se ha manifestado, y nosotros la hemos visto”, escribe el apóstol san Juan (Cf. 1Jn 1, 1-2). En efecto, en Jesucristo “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9), hasta el punto de que su cuerpo es el templo verdadero, nuevo y definitivo, como hemos oído en la lectura del Evangelio (Cf. Jn 2, 21). El Verbo de Dios se hizo carne, y puso su morada entre nosotros (Ibíd., 1, 14). Por ello, con el corazón henchido de gozo, proclamamos con el Salmista: “¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!” (Sal 83 [82], 2).

No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Co 3, 16). Estas palabras de san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura, nos llevan a preguntarnos: ¿Cuál es el fundamento de ser y sabernos templos de Dios? Y la respuesta es: Jesucristo. Por eso el mismo apóstol podrá decir: “Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo” (1Co 3, 11). Y todo ello sin abrogar lo que el Antiguo Testamento dice sobre el templo de Jerusalén, y que en el Salmo responsorial hemos repetido con tanta fuerza emotiva: “Dichosos los que viven en tu casa” (Sal 83 [82], 5).

El celo por la casa de Dios vemos que lleva a Jesús un día, en el templo de Jerusalén –aquel templo levantado por Salomón y reconstruido tras el exilio en Babilonia– a expulsar a los mercaderes diciéndoles: “No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado” (Jn 2, 16). Y a la pregunta de los judíos: “¿Qué señal nos muestras para obrar así?” (Ibíd., 2, 18), el Señor responde: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Ibíd., 2, 19). Esas palabras no podían ser comprendidas entonces, porque Jesús estaba hablando del templo de su cuerpo. Sólo después de la resurrección sus discípulos las entendieron y creyeron.

A semejanza de este edificio material, cuya dedicación hoy rememoramos, y en cuya edificación todas las piedras, bien ensambladas, contribuyen a su estabilidad, belleza y unidad, por ser hijos de Dios, hemos de recordar que nosotros, y los fieles todos de Ibiza y Formentera, mediante el bautismo, “como piedras vivas, hemos entrado en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo”. Y en la base de este edificio estará como garantía de estabilidad y perennidad la “piedra angular, escogida y preciosa” (1P 2, 5.6), cuyo nombre es Jesucristo.

En la Catedral, iglesia madre de todas las demás iglesias que se extienden por Ibiza y Formentera, se ha de respirar amor de Dios, conciencia de su amor e interés por nosotros, y después revivirlos continuamente en los demás templos donde tienen su sede las comunidades cristianas. Por ello, veo con aprecio cómo se promueve el amor por esta Catedral, cómo hay parroquias que, al menos una vez al año organizan sus peregrinaciones a la Catedral o como la visitan en las señaladas fiestas de Santa María, San Ciriaco o para la Misa Crismal, así como grupos de niños de catequesis que anualmente vienen también aquí en visita espiritual, sin olvidar a los fieles, que habitualmente o de forma esporádica, acuden aquí a la Santa Misa dominical.

En los últimos años, especialmente en los meses veraniegos he visto, con alegría y satisfacción el incremento de visitantes a nuestra Catedral. No podemos desaprovechar esta oportunidad de evangelizar, de dar a conocer a Jesucristo. Por eso, queridísimos canónigos, quisiera en este día en que celebramos la dedicación de este templo, animaros a vuestro compromiso real y personal con la evangelización desde nuestra Catedral. Recientemente hemos recuperado la Misa conventual y el rezo de Laudes los jueves en la mañana. La gente que pasa y ve al cabildo rezando unido, celebrando la santa misa unido queda edificada. Sería bueno también que en el futuro programásemos el modo de que todos los días hubiese alguien dispuesto a escuchar y a dedicar tiempo a los miles de visitantes que a lo largo del año pasan por nuestra querida Catedral. Se de vuestras innumerables tareas pastorales en todos los ámbitos, pero también la Catedral debe ser un lugar en el que se acoja a los cristianos, en el que se confiese, en el que se dirija espiritualmente.

En este día de fiesta, quisiera concluir mis palabras poniendo nuestras vidas y nuestras tareas en manos de la Santísima Virgen María, estrella de la Nueva Evangelización. Que Ella, que en esta S.I. Catedral tiene su casa y palacio, nos proteja, nos guíe y nos acompañe siempre.

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