La liturgia de esta mañana del Jueves Santo, que celebramos en esta Iglesia Catedral, con la participación de vosotros, queridos hermanos sacerdotes, vosotros que como enseña PO, 2, habéis sido “constituidos en el Orden del presbiterado, para ser cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió”; con la asistencia de vosotros religiosos y religiosas y de vosotros fieles de nuestras parroquias, es una introducción al Triduo Sagrado, que comenzará esta tarde con la Misa «in Cena Domini». Por ello, la Palabra de Dios, que ha sido proclamada, junto con la bendición de los oleos que haremos a lo largo de esta celebración, contiene en sí una especie de síntesis concisa del misterio pascual, así como de las perspectivas, que se abren con ella en la historia de la salvación.  En ese sentido, para cada uno de nosotros, es ya un enriquecimiento y una buena ayuda para vivir este gran acontecimiento del Triduo Pascual.

Las lecturas se concentran en Cristo. Así, en la primera lectura hemos escuchado para que ha venido Cristo al mundo; «El Señor me ha enviado para vendar los corazones desgarrados» (Is 61, 1). A esa misión Dios tiene previsto agregar a los suyos, es decir, a nosotros, y de una forma especial a aquellos que serán llamados “Ministros de nuestro Dios” y para eso, Dios hará un pacto perpetuo. Quien acoge ese pacto adquiere un estatus claro: “Los que los vean reconocerán que son la estirpe que bendijo el Señor”.  Ya en el Antiguo Testamento, pues, aparece señalado un don que Dios hará a la humanidad para protegerla: el sacerdocio. El sacerdocio es, pues, para todos, una expresión del amor que Dios tiene por la humanidad.

El Apocalipsis habla de Él cómo del «testigo fiel» y al mismo tiempo como del «Primogénito de entre los muertos» y del «Príncipe de los reyes de la tierra» (cf. Ap 1, 5). Este es Cristo: Aquel que «nos ha librado de nuestros pecados por su sangre» (Ap 1, 5). Cristo, Redentor del hombre. Cristo, Redentor del mundo.

Jesucristo es así y lo cumplió. En este sentido, el Evangelio de Lucas que ha sido proclamado (Lc 4, 16-21) nos lo dice: Jesús, en la sinagoga de Nazaret, después de haber proclamado el fragmento de Isaías que también nosotros hemos proclamado, lo dice: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4,21). Jesús lo cumplió y ese cumplimiento lo prolonga a través de aquellos que forman parte de su Cuerpo. Por el bautismo cada uno de nosotros ha recibido su vida divina, es decir, estamos llamados a la resurrección. Unidos a Dios, recibiendo su gracia y su benevolencia, estamos llamados a ser, como Jesús, protagonistas de las obras buenas, no solo con las palabras, sino con los hechos, con nuestra conducta de vida.

La venida de Jesús al mundo se realiza con la potencia del Espíritu Santo. Y su marcha, en el misterio pascual, opera el descendimiento del Paráclito, del Consolador. Así las lecturas de la liturgia de hoy muestran la estrecha unión entre la fuerza del Espíritu y la misión del Hijo.

Cristo, que hoy va al encuentro del Nuevo Testamento con su propia Sangre, da cumplimiento a las palabras del Profeta Isaías. Ellas hablan del Mesías, del Consagrado con la unción, del Ungido, cuya misión entera está impregnada del Espíritu Santo. «El Espíritu del Señor está sobre mi, porque el Señor me ha ungido: me ha enviado para dar la Buena Noticia, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía, para proclamar el año de gracia del Señor» (Is 61, 1-2).

Todo esto lo ha realizado Cristo. Y todo esto ha sido realizado, al mismo tiempo, por el Espíritu Santo. Pero las lecturas de la liturgia de hoy, y todo el contenido de la misma, nos llevan aún más allá. El Redentor es enviado a transferir, con la propia Sangre (Sangre de la nueva y eterna Alianza) la fuerza del Espíritu Santo a todos los «corazones desgarrados». Un símbolo de esta fuerza es la «unción». Por obra de Cristo, de su muerte y resurrección, la «unción» se convierte en un signo de la participación en el poder santificante del Espíritu. Este poder es múltiple, y múltiple es también la participación en él por medio de los signos sacramentales. Por esto, precisamente, en la liturgia de la mañana del Jueves Santo se lleva a cabo la consagración del crisma, del óleo de los catecúmenos y del de los enfermos.

La palabra crisma proviene de latín chrisma, que significa unción. Así se llama ahora al aceite y bálsamo mezclados que el obispo consagra en esta misa. Con ese óleo serán ungidos los nuevos bautizados y se signará a los que reciben el sacramento de la Confirmación. También son ungidos los obispos y los sacerdotes en el día de su ordenación sacramental. Así pues, el Santo Crisma, que representa al mismo Espíritu Santo, se nos da junto con sus carismas el día de nuestro bautizo y de nuestra confirmación y en la ordenación de los sacerdotes y obispos.

La liturgia cristiana continua con el uso del Antiguo Testamento, en el que eran ungidos con el óleo de la consagración los reyes, sacerdotes y profetas, ya que ellos prefiguraban a Cristo, cuyo nombre significa «el ungido del Señor». Con el óleo de los catecúmenos se extiende el efecto de los exorcismos, pues los bautizados se vigorizan, reciben la fuerza divina del Espíritu Santo, para que puedan renunciar al mal, antes de que renazcan de la fuente de la vida en el bautizo.

El óleo de los enfermos, cuyo uso atestigua el apóstol Santiago, remedia las dolencias de alma y cuerpo de los enfermos, para que puedan soportar y vencer con fortaleza el mal y conseguir el perdón de los pecados. El aceite simboliza el vigor y la fuerza del Espíritu Santo. Con este óleo el Espíritu Santo vivifica y transforma nuestra enfermedad y nuestra muerte en sacrificio salvador como el de Jesús.

Participando en la consagración y bendición de los óleos, queridos fieles de Ibiza y Formentera, recordáis la gracia que recibisteis con los distintos sacramentos y el compromiso que ello conlleva. Es, pues, una celebración que a todos nos debe mover a dar gracias y a ser cada vez más conscientes de nuestros compromisos con Dios y con los hermanos, con nosotros mismos y con la Iglesia.

La bendición de estos óleos y la consagración del crisma, que servirán este año para administrar sacramentos nos ha de recordar a cada uno el compromiso de que la evangelización –a la que todos estamos llamados- sea eficaz y llegue a todos.

Al servicio de este pueblo de la Nueva Alianza hemos sido ungidos también nosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, que estáis celebrando conmigo la Eucaristía de hoy.

Estamos ungidos de modo particular. Nuestras manos fueron ungidas en la ordenación presbiteral, para que, con la fuerza del Espíritu de Cristo, podamos celebrar su Sacrificio. «In persona Christi. Sancta sancte!». ¡Renovemos hoy en nuestros corazones el recuerdo de nuestra ordenación! ¡Renovemos la gracia del sacramento!

¡Renovemos las promesas y los compromisos, para que podamos, junto con Cristo, «llevar la Buena Noticia», «vendar los corazones desgarrados», «proclamar el año de gracia» y de la salvación!

Renovemos, pues, lo que somos y actuemos así. Tanto para el obispo como para el presbítero la participación en el oficio de Cristo, apoyada en el texto de Mt 28,16-20, es presentada con un orden preciso: enseñar (función u oficio profético), santificar(función u oficio sacerdotal), guiar o regir (función u oficio pastoral) (Cf. CD 12-17; PO 4-6.13).

La identidad sacerdotal está fundada en la configuración de Cristo Señor, que es a la vez sacerdote, profeta y rey del universo. El sacerdote está íntima y únicamente configurado con Cristo por su ordenación. La ordenación confiere «un vínculo ontológico específico que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor”, cuyo ejemplo pastoral debe ser asumido por el sacerdote (Cf. PDV, 23).  En virtud de esa unión surge el deber y derecho del sacerdote de santificar («munus sanctificandi»), enseñar («munus docendi»), y gobernar («munus regendi») «in persona Christi capitis», porque por la ordenación un sacerdote está configurado con Cristo. La identidad sacerdotal se forja en la triple «munera», que son inseparables en el sacerdote y en ejercicio del sacerdocio.

El sacerdote es quien, al compartir el sacerdocio de Cristo, ofrece la Misa, extiende el perdón y la paz a los pecadores en la penitencia y unge con el óleo de la Extrema Unción; es el sacerdote quien, al compartir la misión profética de Cristo, habla en nombre de Cristo y de la Iglesia en la predicación; y es el sacerdote quien, al compartir la realeza de Cristo, ejerce el gobierno de la Iglesia, de modo que sólo un sacerdote pueda guiar las almas como párroco u obispo.

En este sentido, llevando a cabo estas funciones, es donde tenemos que ser vistos. Y ¿dónde nos ven nuestros fieles, nuestros hermanos? ¿Nos ven en oración ante la Eucaristía conservada en el sagrario? ¿Nos ven sentados en el confesonario para perdonarles, en nombre de Cristo los pecados? ¿Nos ven celebrando frecuentemente la Eucaristía? ¿Nos ven predicando, dando catequesis? ¿Dónde nos ven los fieles? Donde estemos, donde ocupemos el tiempo, se ve nuestra identidad.

El Papa Juan Pablo II nos ofrece una buena descripción del presbítero cuando en la PDV, n. 15  dice: “Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu».

Benedicto XVI afirmaba en su discurso del 12 de marzo de 2010 que “el tema de la identidad sacerdotal […] es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro». . Por ello, concluía el Papa, la identidad clara marca cual ha de ser la forma de obrar del sacerdote que el mundo necesita y no otra: “los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos encontrarán en muchas otras personas aquello que humanamente necesitan, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los labios (Cf. Presbyterorum ordinis, 4); la misericordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva, «alimento verdadero dado a los hombres» (Ibíd.)

También el Papa Francisco, en su primera homilía dirigida a los sacerdotes de la diócesis de Roma, en la Misa crismal subrayaba la importancia de la identidad sacerdotal y cómo esa identidad sacerdotal ha de verse en la forma de vivir y actuar del sacerdote. “Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo… . Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús” (Homilía 28 de marzo de 2013).

Queridos hermanos sacerdotes: dentro de unos momentos, en presencia de los fieles que nos quieren y nos acompañan vais a renovar las promesas sacerdotales, las mismas que hicisteis el día gozoso de la ordenación sacerdotal. Para algunos han pasado muchos años, para otros menos. Mayores o jóvenes, la misión es la misma. Con esta renovación  reavivamos los sentimientos que inspiraron nuestra entrega al Señor y a su Iglesia, profundizando y gustando sin cesar la belleza del  “sÍ” que dimos como respuesta a la llamada a seguir a Cristo de una forma concreta, el ministerio sacerdotal.

Con ellas asumimos el compromiso y, podría decir, el gusto de vivir en plenitud la belleza de nuestro ministerio, en el seguimiento de Cristo, gozosamente entregados al servicio de los demás. Siendo fieles prestamos un servicio en favor de los demás hombres y mujeres, en nombre de Dio. Seamos conscientes de que bien espiritual de numerosas personas, como tal vez también la salvación de muchos, depende de cómo las cumplamos.

Que nos ayuden en ello la intercesión de nuestros Patronos, la Virgen de las Nieves y San Ciriaco mártir, ante cuyas veneradas imágenes celebramos esta Misa, renovamos las promesas y los ponemos como testigos del compromiso. Amen

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