Misa funeral, 8 de junio de 2017
Parroquia de El Salvador, de Ibiza
Lam 3,17.
Mc 16,6
1. Nos reunimos hoy en esta iglesia de El Salvador de la Marina para ofrecer esta Misa en sufragio de mi hermano Jose Manuel que ha sido llamado a completar su vida terrena después de una dolorosa enfermedad que ha ido menguando sus fuerzas físicas y le ha privado de la actividad que le caracterizó en los años de su existencia entre nosotros.
La noticia de su muerte nos coge a todos cuando aún estábamos en el tiempo Pascual, ese periodo en el que cantamos a la vida, recordando resurrección de nuestro Divino Salvador, cuya vida que se hizo visible gracias a la acción del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María. Todos nosotros hemos nacido por obra de Dios con la colaboración de nuestros padres
Curiosamente, el cristiano está llamado a creer, afirmar y enseñar que para él la muerte no es muerte, sino inicio de una vida nueva que no terminará nunca. Si nos fijamos bien, en los textos que la liturgia emplea en las celebraciones exequiales, hay una palabra que se pronuncia muchas veces y esa es la palabra vida. Tanto que se podría decir que los funerales no son la celebración de la muerte, sino la celebración de la vida.
2. El momento que vivimos es un momento de dolor, porque conlleva una separación física, que sabemos que será definitiva aquí en la tierra. Nos despedimos de una persona a la que no veremos nunca más con los ojos del cuerpo. La muerte le ha venido a José Manuel después de un largo periodo de dolorosa y pesada enfermedad. ¡Cuánto sufrimiento le ha acompañado en estos meses, privado de su resistencia física! ¡Cuánto sufrimiento para las personas que le han asistido y acompañado! La pregunta surge espontánea: ¿Por qué, Señor, tanto sufrimiento? ¿Era necesario todo eso?. Y esa pregunta de este caso particular nos lleva a esta otra general ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué el dolor? ¿Por qué el hombre, que es criatura de Dios y amado de Dios, tiene que sufrir?
A estos interrogantes se han dado a lo largo de la historia muchas respuestas en las distintas religiones, filosofías o doctrinas. Pienso que la respuesta mejor, si no la única válida, es la respuesta cristiana.
Y esta respuesta no es fruto de nuestras reflexiones o sabiduría humana, sino que nos la da la Palabra de Dios recibida e iluminada por la fe. La respuesta cristiana al problema del dolor la tomamos desde la experiencia de uno que sufrió, la respuesta cristiana al problema es Jesucristo crucificado.
3. El Evangelio de san Marcos nos presenta la página dolorosa y gloriosa de la muerte y la resurrección de Jesús, una página que une misteriosamente las tinieblas a la luz, que nos presenta un cuerpo dolorido por los tormentos infligidos y, a continuación, el sepulcro vacío que grita jubiloso la noticia: “¡Verdaderamente ha resucitado el Señor!”.
La respuesta cristiana al misterio del dolor está toda aquí: en Jesús muerto y resucitado. ¡Qué hay de más grande y maravilloso que un Dios que baja a la tierra, se hace hombre, asume en carne propia toda la humildad y limitación de la condición humana, precisamente para poder “sufrir”! Eso es lo que tenemos que entender: que el dolor forma parte de nuestra condición humana y que es algo que Dios asumiéndolo lo ha “sacralizado”.
Nadie tiene culpa del dolor: Jesús sufriente no es culpable sino inocente. Sin embargo, ese dolor de Jesús nos ha salvado a todos. Y precisamente, para poder alcanzar la salvación es menester compartir la suerte de Jesús, incluso cuando sea el caso, en el dolor.
El dolor de uno, fue causa de salvación para todos, porque el dolor crea una especie de solidariedad entre todos los hombres. Así puede exclamar san Pablo en medio a sus sufrimientos: “completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24).
4. Llegados a este punto de nuestra reflexión, viene espontáneo el sentimiento de acción de gracias. Gracias a Jesús, porque su sufrimiento nos ha alcanzado la salvación. Del calvario, de sus sufrimientos paciente y amorosamente aceptados surge para todo el mundo la salvación.
Del mismo modo es legítimo pensar que los sufrimientos pasados en su enfermedad por nuestro hermano Jose Manuel son de utilidad para su familia: para mi madre, para los hermanos y sobrinos etc; para su parroquia con la que colaboraba, para sus amigos, gracias a la unión de sus sufrimientos a los de Cristo. Por eso, su misión no ha terminado. Sí, con la muerte han acabado sus sufrimientos y limitaciones, pero no por ello deja de estar cercano a los suyos, ayudándoles y amándoles de una forma nueva, porque pensamos que está en la gloria junto al Señor resucitado.
Para ello, pensemos con serenidad en lo que le ha sucedido a nuestro hermano Jose Manuel después de la muerte terrena. El ángel les dijo a las mujeres: “No está aquí: ha resucitado”. No hay ya el sufrimiento por la terrible enfermedad. No hay ya sufrimiento en su cuerpo golpeado por la enfermedad, sino la vida en Dios y con Dios. No hay ya las limitaciones del cuerpo, sino la certeza de la reconstrucción del ser que, si en su soporte físico es causa de dolor y de pena, con el espíritu participa de la gloria de la vida sin fin, de la vida eterna. Y ahí está la respuesta última cristiana al misterio del dolor: es el camino de la resurrección. El grano de trigo que cae en tierra y muere es la premisa de la vigorosa espiga. Del dolor viene la glorificación. Así fue para Jesús. Así es para todos los que están unidos a él. Abramos, pues, nuestros corazones a la esperanza.
Nuestro hermano Jose Manuel está ahora cerca de Dios y nadie lo podrá separar del amor de un Padre tierno y misericordioso que sabe bien pagar a cada uno su merecido. Así es. En torno a su cuerpo mortal es verdad que nos acompaña la pena, pero también el convencimiento de que ha comenzado una vida nueva, una vida que es eterna.
Que entre las lágrimas, humanamente comprensibles en estas circunstancias, haya también un lugar para la esperanza unida a la certeza de que nuestro hermano está en la patria celeste, goza de la posesión de la vida verdadera, con todos los justos de toda la historia, contemplando a Dios. Que la oración que elevamos en torno a este ataúd sea un acto de gratitud por todo lo que le debemos, empezando por su familia y amigos, y a la vez una confesión valiente de nuestra fe en la certeza de la resurrección.
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