La Palabra de Dios que nos ha sido proclamada para todos nosotros nos ha querido presentar la cercanía y la acción de Jesús, en nombre y por acción de la Trinidad, con todos nosotros, una cercanía que nos ha hecho nada menos que “hijos de Dios”. Y ello no metafóricamente, sino realmente, y eso nos concede una dignidad y una vocación, una llamada especial, un encargo que hemos de cumplir en los años de nuestra estancia en esta tierra; anunciar quién es Jesús, que Él ha resucitado y que sólo en Él está la salvación.

Y esa llamada es una invitación a proclamarlo siempre y en todo lugar, y no sólo con las palabras, sino sobre todo con los hechos de nuestra vida, vida de los hijos de Dios.

Y ese servicio, ese anuncio hemos de hacerlo con el estilo y la forma del Buen Pastor, aquel que ofrece su vida por las ovejas, es decir con un estilo de servicio, de disponibilidad hacia los otros, de entrega al prójimo, a todo prójimo sin exclusión. Y esto vale para todos nosotros.

Con esta Palabra divina, proclamada hoy aquí hemos de sentirnos todos implicados, destinatarios de ella. No es una palabra exclusiva para José Alexander que va a recibir en esta celebración la ordenación presbiteral, sino para todos nosotros.

A todos nosotros, reunidos hoy en esta nuestra Santa Iglesia Catedral nos ha hablado Jesús presentándose ante nosotros con la figura amable y fascinante del Buen Pastor. Y al presentarse así nos ha dicho cuales son las características del Buen Pastor, esas que Jesús encarnó y vivió y que nosotros, cada uno, sin exclusión estamos llamados a encarnar y vivir:

a)      Aquel que ofrece su vida por los demás, y esto para que lo tengamos claro, bien claro, Jesús nos lo ha dicho no una o dos veces, sino hasta cuatro veces (vv. 11, 15, 17,18)

b)      Esas ovejas que el quiere y a las que sirve no le son extrañas, sino que están en su corazón, porque las ha conquistado a precio de su sangre

c)      Si hace falta, por esas ovejas Él ofrece su vida libre y gratuitamente, solo por amor.

d) De ese modo, entre el Buen Pastor, que en el caso que hoy contemplamos es Jesús, y las ovejas, que somos nosotros las ovejas que le siguen hay una relación reciproca de amistad y conocimiento, de trato y de ayuda, de servicio y colaboración.

A esas ovejas el Buen Pastor las va tratando bien a cada una y a cada una la va llevando por el camino que le conviene. Todas las ovejas, todos nosotros, hemos sido llamados al bautismo y a la fe. Eso es común a todos. Cada bautizado ha sido llamado a vivir y actuar como Jesucristo, y, por ello, como nos recuerda el Concilio Vaticano II “Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante.” (Lumen  Gentium, 10).

Con la ayuda, la colaboración, el compromiso de todos los bautizados el Señor desea extender y dilatar su Reino, el Reino de la verdad y la vida, el Reino de la santidad y la gracia, el Reino de la justicia, del amor y de la paz (Cf. Lumen Gentium 36).

A algunos de los bautizados el Señor les hace otra llamada, la llamada al sacerdocio ministerial o jerárquico confiado mediante el Sacramento del Orden sacerdotal. Y esta llamada es la que hoy acogemos y damos los pasos con el rito de la Ordenación presbiteral del Diácono José Alexander.

Los Obispos, los presbíteros y los diáconos participan en diversos grados en el sacerdocio de Cristo (Cf. Lumen Gentium, 28). Los Obispos, de modo eminente y visible, con la colaboración de los presbíteros y de los diáconos, hacen presente a Jesucristo en medio de los fieles.

En esta tarea, querido José Alexander, he sido ayudado por ti desde hace unos meses que has ejercido el diaconado. Ahora, te llamo a que sigas con un servicio mayor, el servicio de presbiterio y para ello te pediré dentro de unos momentos cuál es tu compromiso, y a tu respuesta positiva, pediré al Padre que te consagre como verdadero sacerdote del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote para predicar el Evangelio, para apacentar como buen pastor a los fieles y celebrar el culto divino.

Has venido a esta Iglesia particular que está en Ibiza y Formentera y aquí formaras parte de su único presbiterio dedicado a diversas ocupaciones. Por eso no serás una persona aislada, pues el presbítero, próvido cooperador del Orden episcopal y ayuda del mismo, vas a servir al Pueblo de Dios, santificando y rigiendo en el trabajo diario y nunca excluyente ni excluido, a la `porción del pueblo de Dios que te será encomendada, haciendo visible a la Iglesia única y universal y ayudando a que en cada lugar se edifique el Cuerpo de Cristo.

El presbítero, así, es un servidor del Pueblo de Dios. Y así, preocupado siempre por el bien de los hijos de Dios que están en Ibiza y Formentera, has de cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis e incluso de toda la Iglesia. Por esta participación en el sacerdocio y en la misión, sepas que contarás con la ayuda del Obispo, al que has de reconocer verdaderamente como padre tuyo y el Obispo, que cuenta con tu obediencia reverente, ha de mirarte como cooperador suyo, como hijo y amigo, a la manera en que Cristo a sus discípulos no los llama ya siervos, sino amigos (Cf. Jn 15,15).

Así mismo, en virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, entras a formar parte del cuerpo presbiteral, unión de todos los presbíteros entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad.

En el ejercicio de ello, engendrarás a los fieles por el bautismo y los harás crecer por medio de la difusión de la doctrina y por ello has de vivir de modo que te vean como padre. A las comunidades donde serás enviado a servir has de gobernarlas y tratarlas de tal manera, que éstas merezcan ser conocidas y llamadas con el nombre que es gala del único y total Pueblo de Dios, es decir, Iglesia de Dios (Cf. 1 Co 1,2; 2 Co 1,1 y passim).

La vida cristiana nuestra y de los fieles se alimenta con los sacramentos, especialmente con la celebración de la Eucaristía y de la Penitencia. Una de las preguntas que te haré para ver si estás en condiciones de ser presbítero será si estás dispuesto a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia. En efecto, el presbítero es ministro ordinario en la celebración de la Eucaristía y así como de la absolución penitencial cuando se le confía. La celebración de la Eucaristía no es un acto más, que se puede celebrar o no, sino que es algo esencial al cual nos debemos acercar diariamente. Es la raíz y la razón de ser del sacerdocio. Serás sacerdotes, ante todo, para celebrar y actualizar el sacrificio de Cristo, “siempre vivo para interceder por nosotros”. Ese sacrificio, único e irrepetible, se renueva y hace presente en la Iglesia de manera sacramental, por el ministerio de los sacerdotes.

Por una parte, ofrecerás sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por otra, unidos a El — “in persona Christi”—, ofrecerás tu persona y tu vidas, para que asumida y como transformada por la celebración del sacrificio eucarístico, sea exteriormente también transfiguradas con El, participando de las energías renovadoras de su Resurrección.

Que sea la Eucaristía culmen de tu ministerio de evangelización, ápice de tu vocación orante, de glorificación de Dios y de intercesión por el mundo. Y por la comunión eucarística se irá consumando día tras día tu sacerdocio.

Acuérdate, José Alexander de que, con tu conducta de cada día y con tu solicitud, debes mostrar a los fieles e infieles, a los católicos y no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, estando obligado a dar a todos el testimonio de verdad y de vida, y de que, como buen pastor, has e buscar también a aquellos (Cf. Lc 15,4- 7) que, bautizados en la Iglesia católica, abandonaron la práctica de los sacramentos o incluso han perdido la fe. El sacerdote, como Jesús ama a todos y no excluye a nadie. Por eso, el amor tiene que llevar también a la evangelización de cada hombre, de todos los hombres. Movido por el amor, el pastor, a imitación de Jesucristo no se detiene ante el rechazo o la indiferencia, sino que quiere llegar a cada uno, especialmente a las ovejas que no están aún en el redil.

Querido José Alexander: Recibe este mensaje, estas palabras no como palabras mías, personales. Recíbelas como Palabras de Cristo, del que soy mensajero ya que como enseña el Concilio Vaticano II “En la persona, pues, de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles” (Lumen Gentium, 21).

Que esta celebración traiga a la Iglesia que peregrina en Ibiza y Formentera una renovación de la gracia inagotable del sacerdocio católico; una mayor unidad entre todos los que han recibido la misma gracia del presbiterado; un aumento considerable de vocaciones sacerdotales entre los jóvenes, atraídos por el ejemplo gozoso de tu entrega.

La Virgen María, que veneramos como la Virgen de las Nieves, se incline con amor sobre ti y te haga fiel discípulos del Señor, recordando sus palabras: “Haced lo que Él os diga”. Acógela como Madre, como Juan la acogió al pie de la Cruz. Que en la gracia del sacerdocio puedas decir también a ella “Totus tuus”.

El Señor Resucitado, presente entre nosotros, te mira hoy y siempre con amor, y como un día a Pedro te dice su pregunta acerca de tu amor sincero y leal hacia Él: “¿Me amas?”. Que puedas decirle hoy y siempre: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Así tu ministerio será un fiel y fecundo servicio de amor en la Iglesia, para la salvación de los hombres

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