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AÑO 2025

LA TRANSMISIÓN DE LA FE, CUESTIÓN FUNDAMENTAL Y PRIORITARIA EN LA VIDA CRISTIANA

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Diciembre

Una de las cuestiones que ha aparecido en todas las parroquias durante la visita pastoral, que ya he concluido, ha sido la transmisión de la fe en el seno familiar. Esta cuestión ha sido motivo de profundos diálogos de muchos padres y abuelos conmigo durante estos días. Por ello, en la inminencia de las fiestas de la Navidad, fiestas especialmente familiares, quiero reflexionar con toda la comunidad creyente de Ibiza y Formentera sobre esta cuestión tan fundamental y prioritaria en la vida cristiana, en nuestra vida como Iglesia, en nuestro ser discípulos del Señor Jesús.

La transmisión de la fe en el seno de la familia ha sido, a lo largo de los siglos, uno de los pilares fundamentales para la vida de la Iglesia. En el hogar, primera comunidad cristiana, los hijos han recibido tradicionalmente no sólo las verdades del Evangelio, sino también un estilo de vida, una manera de comprender el mundo y de situarse ante Dios. Sin embargo, en el contexto cultural contemporáneo, este proceso se ha vuelto cada vez más complejo. Los padres cristianos se enfrentan a nuevos desafíos que dificultan la comunicación de la fe y que, en muchos casos, generan frustración, dolor e incluso desconcierto cuando ven que sus hijos se alejan de la vida cristiana en ejercicio de su libertad.

Uno de los retos más visibles es la creciente pluralidad de valores presentes en la sociedad actual. Los niños y jóvenes están continuamente expuestos a discursos que, aunque no necesariamente contrarios al Evangelio, sí compiten con él y reclaman su atención y adhesión. Las redes sociales, los medios de comunicación, el entorno escolar y las amistades ofrecen un mosaico de ideas y estilos de vida que, con frecuencia, relegan la dimensión espiritual a un segundo plano. Frente a esta multiplicidad de voces, la palabra de los padres parece a veces insuficiente o poco atractiva, diluyéndose en un entorno donde lo inmediato y lo emocional adquieren más peso que lo trascendente y lo profundo.

Otro factor determinante es el ritmo acelerado de vida. Muchas familias viven sometidas a horarios que apenas dejan espacio para la convivencia serena, la oración compartida o el diálogo profundo. La fe, que se nutre de la escucha y de la experiencia vivida, se resiente cuando el hogar se convierte en un lugar de paso y no en un ámbito donde se cultiva la interioridad y se comparte la esperanza. La falta de tiempo real de acompañamiento, más allá de las obligaciones cotidianas, limita la capacidad de los padres para transmitir no solo contenidos doctrinales, sino sobre todo la experiencia personal de encuentro con Cristo.

A esto se suma una cierta inseguridad que muchos padres experimentan respecto a su propia fe. La cultura actual, marcada por el relativismo y la sospecha hacia lo religioso, hace que algunos padres se sientan poco preparados para responder a las preguntas de sus hijos o para sostener convicciones que consideran contracorriente. El temor por imponer, a parecer autoritarios o desactualizados, lleva en ocasiones a una actitud excesivamente permisiva que deja a los hijos sin una guía clara. En este contexto, la transmisión de la fe ya no se percibe como algo natural, sino como una tarea que exige una formación y una fortaleza interior que no siempre se posee.

El resultado de estas tensiones se manifiesta en la dolorosa experiencia de muchos padres que ven cómo sus hijos, al llegar a la adolescencia o la adultez, se distancian de la vida sacramental o abandonan la práctica religiosa. Aunque respetan la libertad de sus hijos, no pueden evitar sentir tristeza y cierta frustración. Les duele comprobar que aquel tesoro que intentaron custodiar y ofrecer con amor no ha sido acogido o ha sido dejado a un lado. En su interior surge la pregunta de si hicieron algo mal, si podrían haber actuado de otra manera o si fallaron en algunos momentos clave.

Sin embargo, esta realidad también puede convertirse en una oportunidad para profundizar en la confianza en Dios. La fe no se transmite como quien hereda una propiedad, sino como un don que sólo puede ser acogido libremente. Los padres están llamados a sembrar con perseverancia, a dar testimonio con su vida y a acompañar sin imponer, recordando que la obra fundamental es siempre del Espíritu Santo. Incluso cuando los hijos parecen alejarse, la semilla depositada en la infancia permanece, muchas veces silenciosa, a la espera de un momento propicio para volver a germinar.

En medio de los desafíos actuales, la familia sigue siendo un espacio privilegiado para el anuncio del Evangelio. Aunque el camino sea arduo, los padres pueden vivir con esperanza, sabiendo que ninguna palabra de amor y de fe se pierde, y que Dios continúa obrando misteriosamente en la vida de sus hijos, incluso en los senderos que parecen más distantes.

Os animo a aprovechar estos días para hacer presente la buena nueva de la salvación que nos trae Jesucristo con su nacimiento. La tradición del belén, la bendición de la mesa en nochebuena y el día de Navidad, la acción de gracias por el año que termina y los buenos deseos para el que empieza, os permitirán, en el ámbito familiar, hacer presente al “Dios con nosotros”, a Jesucristo.

 

Molts anys i bons! ¡Feliz Navidad!

 

+ Vicent Ribas Prats, obispo de Ibiza y Formentera

"LAS EXEQUIAS SON EL ÚLTIMO ACTO DE FE Y COMUNIÓN DEL CREYENTE CON DIOS Y CON LA COMUNIDAD CRISTIANA"

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Noviembre 

En una sociedad cada vez más secularizada y pragmática, los ritos religiosos parecen perder terreno ante lo inmediato. Sin embargo, para los creyentes, los signos de lo sagrado a través de los que expresamos nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor son de radical importancia. Entre estos ritos, destacan los que están vinculados a momentos fundamentales de nuestra vida. Uno de esos momentos fundamentales es la muerte. La Iglesia católica siempre ha tenido en gran consideración este momento último de la vida de todo ser humano. Por ello, las exequias católicas conservan un profundo valor espiritual, comunitario y humano. No son un simple protocolo funerario, sino una expresión de fe en la vida eterna, un acto de esperanza y un consuelo para los vivos. Garantizar su realización conforme al deseo del difunto no es sólo una cuestión litúrgica: es un acto de respeto y de libertad de conciencia.

Las exequias católicas —el conjunto de oraciones y ceremonias con las que la Iglesia encomienda el alma del difunto a la misericordia de Dios— expresan de forma visible la esperanza cristiana. En ese sentido, las exequias no son una despedida definitiva, sino un tránsito iluminado por la promesa de la resurrección.

El Ritual de Exequias de la Iglesia subraya que el funeral cristiano es a la vez “súplica confiada por el difunto y consuelo de esperanza para los que lloran”. En un mundo donde la muerte suele ocultarse o reducirse a un trámite, la liturgia ofrece un espacio de sentido: sitúa la pérdida dentro del misterio pascual de Cristo, recordando que “quien vive y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11,26).

Durante la visita pastoral, que he realizado a nuestra diócesis, he podido constatar que hay familias que prescinden de las exequias religiosas o las sustituyen por ceremonias civiles. Esta manera de proceder se debe, unas veces, al desconocimiento, otras a las diferencias ideológicas con la persona fallecida y otras, a la pérdida de los valores religiosos de una generación a otra. En muchos de estos casos, el difunto habría deseado recibir cristiana sepultura y que su último paso por este mundo fuera en la parroquia a la que, de diversas formas, estuvo vinculado, pero no dejó constancia escrita. La falta de claridad puede generar tensiones familiares y decisiones contrarias a la fe del fallecido. Aquí adquiere gran relevancia el ‘Documento de voluntades anticipadas’, un instrumento jurídico y moral que permite expresar por escrito el deseo de recibir exequias conforme al rito católico.

Este documento puede redactarse ante notario, incluirse en el testamento o registrarse en instituciones civiles o eclesiásticas. Su valor no es meramente formal: garantiza que, llegado el momento, la voluntad del  creyente sea respetada. Como recordaba el papa Benedicto XVI, “la libertad religiosa no es solo el derecho a creer, sino el derecho a vivir y morir conforme a la propia fe”. Dejar por escrito la intención de recibir el sacramento de la Unción de enfermos y, cuando me llegue la muerte, la celebración de las exequias católicas. Manifestar lo que se quiere para esos momentos en los que, quizá, no podamos decidir es, ahora, un ejercicio de libertad espiritual y una manifestación coherente de la propia identidad cristiana.

Las exequias constituyen un testimonio público de fe. En palabras de San Juan Pablo II, “la muerte, iluminada por la fe, deja de ser un final absurdo para convertirse en un paso hacia la vida”. A través de la celebración de las exequias, el creyente proclama —aun después de su muerte— su confianza en Dios y su esperanza en la resurrección. Por eso, garantizar las exequias mediante el ‘Documento de voluntades anticipadas’ no es invocar la muerte, es testimonio de la fe vivida a lo largo de la vida y una expresión de esperanza y de amor hacia la propia familia. Pues, el ‘Documento de voluntades anticipadas’ también aporta tranquilidad y unidad familiar. En los momentos de duelo, cuando las emociones están a flor de piel, resulta liberador saber que se cumple fielmente el deseo del ser querido. Evita disputas y libera a los familiares de decisiones difíciles. Además, protege la dimensión espiritual del adiós, evitando que la despedida se convierta en un mero trámite civil sin trascendencia.

Promover la cultura de la previsión es, por tanto, una tarea necesaria. Así como muchos planifican su herencia material, también deberíamos cuidar nuestra herencia espiritual. La diócesis, las
parroquias y las instituciones civiles deben colaborar para facilitar esta práctica, sensibilizando sobre la importancia de dejar constancia del deseo de unas exequias católicas.

En definitiva, las exequias no son un simple gesto simbólico: son el último acto de fe y comunión del creyente con Dios y con la comunidad cristiana. Garantizarlas mediante el “Documento de
voluntades anticipadas” es una forma de vivir coherentemente el Evangelio hasta el final. Como afirmaba el Papa Francisco, “quien confía en el Señor nunca queda defraudado, ni siquiera ante la muerte”. Cuidar este aspecto es una forma de afirmar la esperanza que da sentido a toda vida cristiana: la certeza de que el amor de Dios no muere jamás, porque el amor es más fuerte que la muerte

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“EL MENSAJE DE LA IGLESIA CATÓLICA SIGUE SIENDO UN FARO EN MEDIO DE LA TORMENTA”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Octubre 

Se cumplen 181 años de la famosa frase de Karl Marx, “la religión es el opio del pueblo”, que ha sido una piedra angular del pensamiento marxista, entendida como una crítica al papel que la religión desempeñaba como mecanismo de control social en tiempos de explotación y miseria. Marx veía en la religión un instrumento de adormecimiento, que, en lugar de movilizar a las clases oprimidas para cambiar su realidad, las mantenía pasivas, esperando consuelo en la vida después de la muerte mientras aceptaban la injusticia social, económica y política.

Es cierto, que Marx no se refiere a ninguna religión en concreto y menos a la católica, que para era él desconocida, tanto por sus orígenes (por su nacimiento Marx era judío no practicante) como por su contexto social posterior: el luteranismo. Pero su afirmación se extendió rápidamente y, de una generalización, se quiso hacer un juicio a toda forma religiosa. Juicio que sigue proyectándose en la actualidad. Particularmente en nuestro país y que quedó sentenciada en la expresión “las dos Españas”. Y estas dos Españas que, siguiendo el poema de Antonio Machado, “nos hielan el corazón” dependiendo del lado que nos situemos. Y dependiendo del lado (hay quienes van de uno al otro), entonces, la religión (siempre la religión) es el “opio” del pueblo.

Sin embargo, cuando se analiza el papel de la Iglesia católica en la España contemporánea, se evidencia que la religión, lejos de ser un “opio”, sigue siendo un motor activo de acción social y un referente de valores humanos que influyen en la cultura y la lucha por los derechos humanos.

En la actualidad, la Iglesia se enfrenta a una sociedad profundamente secularizada: según las últimas encuestas, más de un cuarenta por ciento de los españoles se identifican como no creyentes o ateos. Sin embargo, esto no implica que la religión haya desaparecido ni que el mensaje católico sea irrelevante en la vida pública. Hoy, la Iglesia católica en España mantiene una presencia activa en la sociedad, principalmente a través de organizaciones benéficas, educativas y culturales, además de seguir desempeñando un papel importante en la defensa de derechos humanos, la justicia social y la dignidad humana. Si analizamos su misión desde la perspectiva del marxismo, sería erróneo considerarla simplemente como un instrumento que mantiene al pueblo en una posición de pasividad y sumisión. Más bien habría que afirmar que la política con todas sus ramificaciones, tal y como la vivimos en nuestro país, es el verdadero “opio” del pueblo.

La Iglesia católica en España, lejos de ser una institución alienante, continúa siendo un referente para millones de personas que buscan no sólo la trascendencia espiritual, sino también un espacio donde puedan desarrollar una conciencia crítica frente a las injusticias sociales, frente a la deshumanización, frente a la corrupción, frente a la manipulación ideológica, frente a la suplantación de la verdad por la mentira, frente al descredito democrático de muchas instituciones del Estado.

No olvidemos que a través de la acción caritativa y social de las instituciones religiosas católicas se atiende a más de 4 millones de personas cada año en España, distribuyendo alimentos, ropa, ofreciendo alojamiento y dando soporte a las personas más vulnerables, cuidando de las mujeres y sus familias en riesgo. Esta acción no es un consuelo pasivo ni una evasión del sufrimiento, sino una respuesta directa a las desigualdades y a la pobreza que afectan a amplias capas de la población española.

Además, la Iglesia católica se ha convertido en una defensora activa de los derechos de los inmigrantes, las víctimas de violencia de género, los desfavorecidos y de la libertad religiosa. La Iglesia se posiciona en la vanguardia de las luchas sociales, apelando a una ética de justicia social que rechaza la indiferencia frente al sufrimiento humano.

La Iglesia ha alzado y seguirá alzando su voz para defender la vida desde su inicio hasta su final, para defender la dignidad humana y la justicia social, para denunciar los recortes a los servicios sociales y el abandono de las personas más vulnerables. Para hablar en contra de la corrupción y en contra de los abusos cometidos por eclesiásticos.

Si hay algo que caracteriza a la España del siglo XXI es la crisis de valores que afecta a gran parte de la sociedad: el individualismo, el materialismo y la desconexión con lo trascendental se han incrementado en la era digital, mientras que la desigualdad social, la precariedad laboral y la creciente división política generan un caldo de cultivo para el malestar colectivo. En este contexto, la Iglesia católica no actúa como una mera institución de consuelo espiritual, sino como un agente de transformación moral.

El mensaje de la Iglesia católica sobre la defensa integral de la naturaleza y el ecologismo humano, la solidaridad, la justicia, la coherencia, la honradez, la fraternidad y la paz sigue siendo un faro en medio de la tormenta. En un mundo donde el egoísmo y el populismo crecen, la Iglesia, a través de su mensaje de amor al prójimo, lucha por ofrecer una alternativa ética y humana frente a la desesperanza.

Si Marx veía en la religión una forma de opresión, hoy podemos ver en la Iglesia católica, lejos de ser un agente de control, una institución que promueve la justicia, la paz y la dignidad humana. En lugar de adormecer a las masas, la Iglesia sigue despertando conciencias y ofreciendo un camino hacia una vida más plena y justa, aquí y ahora.

Es hora de despertarse, de volver a la conciencia crítica y de asumir el control de nuestro presente y futuro. Es lo que Dios quiere y lo que siempre ha querido.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

"LA INMENSIDAD DE LA PRESENCIA DE DIOS TIENE SU IMAGEN MÁS LUMINOSA EN EL MAR"

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Julio 

Estamos en periodo estival y, particularmente, en este tiempo el mar adquiere un protagonismo especial. Esto lo sabemos bien quienes vivimos todo el año en Ibiza y Formentera. Pero este protagonismo tan singular hace que, quizá, muchos solo se acuerden del mar cuando llegan estas fechas. Sin embargo, los isleños llevamos el mar en nuestra identidad y reconocemos que el mar es un lugar de vida, trabajo, ocio y oración.

La palabra de Dios, en muchos pasajes, interpreta el mar como ese cúmulo de fuerzas ocultas que amenazan la vida de los hombres. También en otros aparece el mar como signo de vida. El Espíritu Santo nos muestra cómo la naturaleza nos habla de Él y de su amor. Dice la Escritura en el libro del Génesis que “el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (1, 2).

Todos los años contemplamos y vivimos cómo muchas personas se acercan al mar para disfrutar de sus beneficios del verano, aunque el mar nos acompaña durante todo el año. Ver el mar, no sólo ahora sino durante todo el año, es una experiencia hermosa e interrogante. Contemplarlo en su singularidad: en unas ocasiones, ruge furioso con esa fuerza que hace perder el equilibrio; en otras, reposa sereno y aquietado, dejando que la suave brisa refresque el ambiente. El mar tiene algo de misterioso, atractivo y seductor que mueve al asombro y la admiración. Se parece mucho a Dios, al que nos dirigimos con respeto y devoción cuando la adversidad amenaza nuestra existencia, y en el que confiamos de todo corazón, cuando sopla suavemente la bondad y ternura de su gracia.

Junto al mar, siempre podemos encontrar a muchas personas que pierden su mirada en el horizonte, recordando así la dinámica de oración continua. Junto al mar, también te encuentras con muchas familias, unas que trabajan para ganarse el sustento, otras que se divierten jugando, haciendo deporte o simplemente mirando, otras que ante la grandeza de las aguas marinas elevan su espíritu, otras sintiendo que el mar forma parte de sus vidas, de su historia, de su presente y de su futuro. Sea como fuere, el mar está ahí, con nosotros, junto a nosotros y para nosotros.

Ahora bien, la mirada ante el mar hace que nos preguntemos, más allá de lo que estamos viviendo, por nosotros mismos. Si fuéramos mar, utilizando dos imágenes bíblicas, ¿cuál nos identifica más, el mar de la vida: el mar de Galilea; o el mar muerto?

El sentido del cristianismo no es otro que apuntar al sentido de nuestras vidas, que es Dios. La esperanza es la confianza firme en que la existencia del ser humano tiene un objeto último. De no ser así, el cristianismo y toda la religión no serían más que una pérdida de tiempo. Pero nuestra fe no estriba en que debamos luchar denodadamente por abrirnos camino hacia Dios. Nuestra fe reside en que Dios ha salido en nuestra búsqueda y nos ha encontrado. Dios está verdaderamente presente en las vidas de todos los seres humanos, al margen de que pueda no ser nombrado y reconocido como tal. De modo que el objeto de nuestra esperanza, nuestro destino último, ya está ciertamente presente de alguna forma aquí y ahora. Los predicadores no llevamos a la gente hacia Dios; antes bien, nos limitamos a nombrar al Dios que nunca ha dejado de estar ante nosotros. Los cristianos sostenemos la creencia de que esta presencia de Dios entre nosotros se manifiesta bajo la forma de libertad, felicidad y amor. Y tanta inmensidad tiene su imagen más luminosa en el mar.

Por ello, Dios quiso que en medio del mar real y de la vida resplandeciera la figura de la Virgen María. La Virgen del Carmen es una de las advocaciones marianas más populares. Es llamada Estrella del Mar y es patrona de los marineros. No hay que olvidar que los marineros, durante siglos, han utilizado las estrellas para guiarse en medio del mar.

El Papa Francisco, en la bula de convocación para el Jubileo del año 2025, que puso bajo el signo de la esperanza, afirma que “la esperanza encuentra en la Madre de Dios su testimonio más alto”. Añade Francisco: “No es casual que la piedad popular siga invocando a la Santísima Virgen como Stella Maris, un título expresivo de la esperanza cierta de que, en los borrascosos acontecimientos de la vida, la Madre de Dios viene en nuestro auxilio, nos sostiene y nos invita a confiar y a seguir esperando”.

“La vida humana es un camino”, dice el Papa. Y se pregunta: “¿hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo?”. Respuesta: “La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su ‘sí’ abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo? ¿Ella que se convirtió en el arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf Jn 1,14)?”

Os invito a vivir vuestra cercanía con el mar desde la esperanza, tan necesaria en estos tiempos convulsos y difíciles. Y que María, la estrella que ha puesto Dios en nuestras vidas, nos sostenga en nuestro mar de vida, trabajo, ocio y oración.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“QUEREMOS SER LEVADURA DE UNIDAD, DE COMUNIÓN Y DE FRATERNIDAD”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Junio 

El próximo día 29 de junio, coincidiendo con la solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo, la Iglesia dirige su mirada al sucesor de Pedro. Este sucesor es, desde el pasado día 8 de mayo, el papa León XIV.

Aunque son muchos los medios que se han aventurado a vaticinar lo que será el pontificado del Papa León XIV, hemos de tener la paciencia suficiente para dejar que vaya delineando sus líneas programáticas a lo largo de los próximos meses. Es más, hay que esperar a su primer gran escrito, la encíclica con la que deje entrever como él, que es pastor de la Iglesia universal, entiende lo que debe ser la figura y misión del sucesor de san Pedro en el mundo actual.

Los papas tienen la misión de iluminar con su palabra, en fidelidad a la Sagrada Escritura y a la Tradición, a los cristianos del mundo sobre las cuestiones que afectan a la comprensión misma de la Revelación, a la liturgia, a la moral personal y social, y a todo lo referente a la vida misma del pueblo de Dios, en tanto que Iglesia universal. Todos ellos, podríamos decir, persiguen un mismo fin: animar al pueblo de Dios a comprender mejor en las circunstancias actuales el mensaje del Evangelio y a vivirlo de manera comprometida en lo personal concreto.

Uno de los grandes teólogos del siglo XX, Karl Rahner, decía que el Papa, en nombre de la Iglesia y para Iglesia, “habla en voz alta y tiene la valentía escalofriante de anunciar que esta llanura miserable que forma nuestra existencia actual tiene cumbres que se elevan hasta la luz eterna del Dios infinito, cumbres que todos nosotros podemos escalar. Y que esta triste y abismal llanura, que parece carente de cimientos, contiene, sin embargo, honduras que nosotros no hemos explorado todavía y que, allí donde nosotros pensamos que hemos experimentado y descubierto que todo es un absurdo, sigue habiendo profundidades que se encuentran llenas del mismo Dios». Un testimonio como ese, que tiene la valentía indescriptible de atreverse a ir en contra de todas las experiencias baratas de los hombres, debería elevarse como un único grito por encima de esta historia, diciendo: «¡Existe Dios, Dios es Amor! Su victoria ya se ha realizado y todos los torrentes de lágrimas y de sufrimiento que aún fluyen por nuestra tierra han sido ya vencidos y están secos en su fuente. Todas nuestras tinieblas son como la noche, que parece más oscura antes que amanezca el sol. Vale la pena que vivamos”.

Y esa voz que habla en alto y con valentía es la del Papa León XIV. En la homilía de la misa de la inauguración de su pontificado dijo: “Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro”. ¿Cómo entiende el Papa esté amor? «A Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús».

El segundo gran concepto es el de unidad: «Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado».

«En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo!, ¡acérquense a Él!, ¡acojan su Palabra que ilumina y consuela!, escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz».

Es bueno, que, siguiendo la voz del sucesor de Pedro, nos preguntemos: ¿qué espacio ocupa el amor en mi vida?, ¿qué sentido tiene la palabra unidad en mi existencia y en mis relaciones personales y sociales?

Quién no ama tal y como describe san Pablo en la carta a los corintios (13, 1-12) verdaderamente no ama. Se ha creado el espejismo del amor que la realidad con su fuerza acaba por desmontar, devolviéndonos, así, a las llanuras miserables del egoísmo y de soberbia que nos impiden reconocer la pobreza de nuestra de nuestra existencia.

Quién no busca, ni guarda, ni cuida la unidad vive sometido a la necesidad de criticar, de juzgar a los demás, de murmurar, de echarle la culpa de todo al prójimo, sin ser conscientes que tal forma de proceder es sembrar la discordia y la desconfianza, dejando que el orgullo campe a sus anchas. Cuando en una persona triunfan el egoísmo, la soberbia y el orgullo, significa que ese hombre o mujer ha entrado en un proceso de deshumanización de graves consecuencias.

Todos, en palabras del papa León XIV, «estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo».

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“LA INJUSTICIA DEL MUNDO SE HA CONVERTIDO EN UN DESAFÍO PARA LA FE DE LA IGLESIA”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Mayo

“El sufrimiento que se ha hecho presente en la última parte de mi vida lo ofrecí al Señor por la paz en el mundo y la fraternidad entre los pueblos”. Son las palabras finales que se leen en el testamento del Papa Francisco y que vienen a resumir lo que ha sido su pontificado. Estas dos grandes preocupaciones han estado siempre presentes en su vida: la paz y la justicia social. Y estos dos pilares de la misión y de la actividad de la Iglesia, el Papa Francisco ha querido ponerlos ante los ojos del pueblo santo de Dios y, no sólo ante los creyentes, ante el mundo entero.

Así se cumplían las palabras del salmo 85: “La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan” (11). Y ese encuentro entre la misericordia y la fidelidad, y ese beso entre justicia y paz se hacen presente en el Evangelio. Así lo entendió, lo vivió y lo enseñó durante todo su pontificado.

Para el Papa, Cristo es el camino para el ser humano. De tal modo que todo hombre y mujer, sin exclusión, puede recorrer el camino de la existencia en compañía de Cristo, gozando de la verdad acerca de la persona y del mundo contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención.

Jesucristo no hace débiles a los hombres y mujeres, no los convierte en gente miedosa y víctima de la prepotencia de los otros, sino que más bien los hace capaces de luchar por la justicia y de resolver muchas cuestiones con la generosidad, más aún, con el genio del amor. Este es el signo de nuestra autenticidad humana y cristiana: tener amor unos para con otros.

Un amor ilimitado para con todos. Especialmente para con los pobres, los vulnerables, los inmigrantes, los encarcelados, los olvidados y desfavorecidos de la sociedad, los incomprendidos, los despreciados sociales. Para todos ellos el papa Francisco quiso ser portador de esperanza. No de una esperanza hecha sólo de palabras, una esperanza basada en los signos y en el compromiso. Ahí están tantos y tantos gestos suyos que quedarán en el recuerdo imborrable de la historia. Y cogiendo de la mano a cada uno de ellos, los llevó a la Iglesia para que sintieran que la casa de Dios siempre había sido su casa, aunque en algunas ocasiones no se le hubiera dejado entrar. Todos aquellos que se habían sentido extraños y forasteros en su propia casa, la Iglesia, sintieron que también ellos eran hijos de Dios, y que la casa del Padre había sido siempre su propia casa, aunque hubieran estado lejos y perdidos.

El Santo Padre, el papa Francisco, ponía de manifiesto, de este modo, que la injusticia del mundo se ha convertido en un desafío de primerísima magnitud para la fe de la Iglesia. También nosotros lo sabemos, aunque a menudo se nos olvida. La fe cristiana no es portadora de una idea o de un saber meramente teórico sobre la salvación de Dios. El núcleo de esa fe es la historia de Jesús de Nazaret. El cristianismo ofrece al mundo la Salvación realizada por y en Jesucristo (cf. Rm 4,25; Col 1,19-20), que actúa ya en la historia presente. Esta acción salvífica por parte de Dios encuentra en la categoría bíblica de justicia una de sus expresiones preferidas.

La flagrante injusticia que padecen millones de hombres y mujeres traslada la cuestión de la significación actual del Evangelio de la Salvación del marco de los debates teóricos al campo de las realizaciones prácticas. Pensemos en tantas de las cosas que ha hecho el Papa, calificadas por algunos como extravagantes.

Pero no seamos ilusos ni nos dejemos engañar por los poderes de este mundo, la negación del derecho y la justicia, de la verdad y la vida, del amor y la paz a tantos seres humanos, no afecta exclusivamente a la caridad cristiana, sino que atenta directamente al contenido del credo cristiano, en cuanto que parece desmentir esa soberanía de Dios que, como misericordia fiel, se va haciendo historia de nuestra historia y carne de nuestra carne en el envío del Hijo Jesucristo y de su Espíritu. ¡Esta es nuestra fe!

Sin embargo, el acceso a la fe cristiana reclama la educación de la mirada, es decir, “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron” como dice José Saramago. Se trata de educar una mirada que devela la mentira sobre la realidad: habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre (Hch 5), para manifestar la presencia salvadora de Dios: el Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis (Hch 5).

Educar la mirada es también enseñar a dejarse mirar por el otro, por el pobre, por la víctima del sistema. Los sacrosantos intereses y las incontables necesidades (falsas y artificiales) del consumismo, constituyen “la viga” de nuestros ojos, que nos impide ver y conocer lo que tenemos delante (cf. Mt 7, 3). La honradez con la realidad reclama de nosotros una alteración de nuestra mirada, un movimiento sutil de nuestros ojos conducente a ponerse en el punto de mira del otro, cuya mirada me arranca del egoísmo que me ciega. Y esta experiencia provoca nuestra libertad para la fraternidad, si esta dormida, ́ y la libera si la tenemos encadenada por la “indiferencia” social.

Pero nada de esto se sostiene sin la presencia de Dios en la vida de la Iglesia y de los creyentes. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano (Jn 3). Esta es la conclusión última y definitiva de todo cristiano. Por ello le damos gracias a Dios por la vida y el ministerio del Papa Francisco, y en su muerte lo confiamos a las manos misericordiosas del Padre de Jesucristo, del Padre de todos, y a la ternura de Santa María, a la que tantas veces se encomendó durante toda su vida, como sacerdote jesuita, como obispo de Buenos Aires y como obispo de Roma. Descanse en paz. Amén.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“DEMOS EL SALTO DE LA MUERTE A LA VIDA, DE LA GUERRA A LA PAZ, DEL ODIO AL AMOR”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Abril

Hace tres años, por estas mismas fechas, escribía en esta publicación: “La guerra más corta es la que nunca comienza. A partir de ahí toda guerra es larga y de consecuencias trágicas y devastadoras. Se me hace difícil y duro de entender que lamentablemente tengamos que hablar de guerra”.

Ha pasado mucho tiempo y, lejos de desaparecer la realidad de la guerra y de la violencia, parece que ésta se recrudece en los países en conflicto y que, además, nuevas amenazas se ciernen sobre sobre el mundo. Con mayor insistencia se habla de la posibilidad de un conflicto a gran escala. E incluso se nos insta a que estemos prevenidos y preparados. Y aunque queremos vivir con normalidad y tranquilos, un halo de incertidumbre va creciendo entre nosotros. Y esta incertidumbre se alimenta al ver cómo actúan ciertos gobernantes que, lejos de ser grandes hombres de la política, son exponentes de la ambición desmedida, de la insensatez investida de poder, del orgullo que raya la locura y de la prepotencia que no respeta ni los derechos humanos, ni la historia ni los deseos de una humanidad que tiene anhelos de justicia, de paz y de un progreso ordenado y respetuoso con la naturaleza y su orden.

Siete siglos antes de Jesucristo, el profeta Habacuc escribía: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas?, te gritaré: ¡violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas? Por ello, la ley se debilita y el derecho jamás prevalece, el malvado acorrala al justo y así sale el derecho pervertido. Mirad, contemplad atentos a las naciones, llenaos de espanto, pues en vuestros días se hará tal obra que no la creeríais si os la contasen” (2-5). Parecen palabras que hayan sido escritas para nuestro tiempo.

Desde que el ser humano piensa sobre la política, la dualidad entre la fuerza y el derecho se ha presentado siempre como un problema primordial. No podemos olvidar que la política, y más, cuando esa manera de hacer política quiere llamarse democracia, es la instauración del orden y de la paz. Para que puedan reinar el orden y la paz, es necesario que la fuerza y el derecho se encuentren reunidos. Sin embargo, ¿cuál será el factor decisivo?, ¿es el derecho el que establece la fuerza, o es la fuerza la que determina el derecho? Analizada con calma, la misma pregunta es en sí una trampa que ha servido a muchos políticos y estadistas para legitimar el uso de la violencia. De esta manera, la ideología de la violencia, enmascarada hoy a través de las redes sociales y las mentiras que por ellas circulan, hace que se vea como el “único” recurso para mantener la identidad ya sea como persona, como pueblo, como nación. Como el “único” recurso para mantener la estabilidad de los privilegios de los que “todos” gozamos. Y es así, como, en su mediocridad, algunos políticos con gran influencia en el ámbito mundial proclaman que lo “primero” y lo más importante ya no es la persona humana, los hombres y mujeres, sino una idea manipulada del nombre por el que se reconoce un país.

¡Qué difícil se hace ir contra esta ideología sin medios ni recursos! ¿Esto significa que nada se puede hacer contra esta cultura de la manipulación que se nos quiere imponer?

El Papa Francisco nos propone otro camino: “Busquemos la verdadera paz, que es dada por Dios a un corazón desarmado: un corazón que no se empecina en calcular lo que es mío y lo que es tuyo; un corazón que disipa el egoísmo en la prontitud de ir al encuentro de los demás; un corazón que no duda en reconocerse deudor respecto a Dios y por eso está dispuesto a perdonar las deudas que oprimen al prójimo; un corazón que supera el desaliento por el futuro con la esperanza de que toda persona es un bien para este mundo”.

El desarme del corazón es un gesto que involucra a todos, a los primeros y a los últimos, a los pequeños y a los grandes, a los ricos y a los pobres. A veces, es suficiente algo sencillo, como ‘una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito’. Con estos pequeños-grandes gestos, nos acercamos a la meta de la paz y la alcanzaremos más rápido; es más, a lo largo del camino, junto a los hermanos y hermanas reunidos, nos descubriremos ya cambiados respecto a cómo habíamos partido. En efecto, la paz no se alcanza sólo con el final de la guerra, sino con el inicio de un mundo nuevo, un mundo en el que nos descubrimos diferentes, más unidos y más hermanos de lo que habíamos imaginado(Mensaje a la Jornada Mundial de la Paz 2025)

Dentro de unos días celebraremos la Pascua, término de origen hebreo que significa ‘salto’ o ‘paso de un sitio a otro’. Aprovechando esta Pascua demos el salto de la muerte a la vida, de la guerra a la paz, del odio al amor, de la venganza al perdón, de la injusticia a la justicia, del temor a la alegría, de la enemistad a la amistad. En esta Pascua Dios nos invita a que demos el salto y pasemos al lado correcto: al lado del amor, de la verdad y del bien.

Con estos sentimientos, aprovecho para desearos de corazón ¡feliz Pascua en la Resurrección del Señor!

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“SIGUIENDO A JESÚS SE AMA, SIGUIENDO A JESÚS SE SIRVE”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Marzo

La reciente celebración del Congreso de Vocaciones organizado por la Conferencia Episcopal Española, junto con  la Jornada del Seminario que celebraremos este mes de marzo, nos permiten reflexionar sobre este tema tan importante en la vida de la Iglesia y, en particular, en la vida de nuestra diócesis de Ibiza y Formentera.

La vocación es una realidad misteriosa, pero profundamente enraizada en la personalidad, en su estructura y en sus dinamismos. Es una realidad germinal que puede madurar y desarrollarse o bien atrofiarse y extinguirse. En la vida cristiana constituye un modo de integrarse y unificarse con Cristo, y de seguirle, de manera original y de acuerdo con los propios dones. Todo ello hace necesaria la intervención de la familia desde los primeros momentos de la existencia, de la acción educativa y del acompañamiento pastoral. Y, ciertamente, las comunidades cristianas han de estar dispuestas a acoger, respetar, cuidar y potenciar las distintas vocaciones para que todos podamos compartir la misión de Jesús. Por su parte, la pastoral de Juventud no puede menos de contemplar la dimensión vocacional como un aspecto esencial de su ser y de su quehacer.

La situación vocacional actual se caracteriza, de modo particular entre nosotros, por la gran desproporción existente entre la mies, cada vez más abundante, y nuestras fuerzas, cada vez más escasas. Y esta situación, es preciso reconocerlo con humildad, nos sitúa ante un problema gravísimo, realmente candente. Es inútil ya intentar taparlo o disimularlo; no es momento para aplicar paños calientes. Algunos piensan que los grandes problemas actuales de la Iglesia, también la crisis vocacional, se remontan al Concilio, como si antes todo fuera paz, luz, excelencia, y después del Concilio llegaran las tinieblas, la confusión y desorientación, y comenzara el derrumbe. Esta visión tan simplista y reductiva no se sostiene, aunque evidentemente no todo lo que haya venido después del Concilio haya sido acierto. No nos engañemos, el postconcilio no ha creado el ateísmo, la indiferencia religiosa o el relativismo moral; ni la crisis vocacional es su hija natural, aunque es cierto que sacudió́ a la Iglesia de forma especialmente virulenta en los años que siguieron inmediatamente al Concilio. Muchos fueron los abandonos y defecciones, y muy diferentes sus causas. Sin embargo, los estudios sociológicos muestran con suficiente claridad que la crisis vocacional había comenzado ya antes, que viene de lejos y tiene hondas raíces antropológicas, sociales y culturales. Pero la verdad es que, a pesar de algunas indudables mejoras, la crisis no remonta, y que la falta de nuevas vocaciones se hace sentir cada día más y de forma más tensa y dramática.

La disminución del número de vocaciones ha suscitado una reflexión cada vez más profunda en la Iglesia. Ha contribuido, sin duda, a clarificar mejor la verdadera naturaleza e importancia del problema y también a acrecentar la sensibilidad y el compromiso de las comunidades cristianas. Quizás nunca haya existido mayor claridad de ideas, mayor sensibilidad pastoral, mayor clima de oración por las vocaciones, más y mejores medios. Hemos de reconocer que no es posible mirar la actual situación de manera unilateral y pesimista. En esta actitud quiero situar esta reflexión para ayudar a profundizar en sus raíces y causas, que pastoralmente son siempre retos y estímulo. Quizá, como a Abraham, triste por no ver realizado el don de la descendencia, Dios nos invita a salir de nuestra pequeña tienda y a mirar y contar las estrellas del cielo, para llegar a interpretar y creer la historia y la promesa del Dios fiel.

Y es entonces cuando salimos de nuestra tienda y contemplamos las estrellas y la arena de nuestras playas, cuando descubrimos el sentido de la pregunta-lema del Congreso: ¿Para quién soy? Quizá alguien piense que caben muchas respuestas a esta pregunta. Pero la realidad es que sólo cabe una auténtica respuesta: soy para el amor. Y en ese momento se descubre el mensaje de las estrellas y la escritura sobre la arena: Dios es amor. Un amor que llama, un amor que invita, un amor que da sentido, un amor que dice: “Ven y sígueme”. Porque siguiendo a Jesús se ama, porque siguiendo a Jesús se sirve, porque siguiendo a Jesús se hace uno a sí mismo para los demás. En esto consiste ser sacerdote.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“ES IMPORTANTE ENCONTRAR UN EQUILIBRIO ENTRE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y EL RESPETO HACIA LOS DEMÁS”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Enero y febrero

A propósito de la apertura de la veda en torno a la libertad de expresión, ya viene sucediendo desde hace tiempo, pero las campanadas de fin de año en TVE marcaron el despropósito vergonzante del mal gusto y del todo vale. Cuando ha pasado un mes y parece que ya todo está olvidado, conviene reflexionar serenamente sobre lo que, ante aquella insensatez retransmitida a lo grande, nos jugamos.

La libertad de expresión es un derecho fundamental que permite a las personas expresar sus ideas, opiniones y creencias sin temor a represalias o censura. Este derecho es esencial para el funcionamiento de una sociedad democrática, ya que fomenta el debate, la diversidad de pensamientos y la participación activa de los ciudadanos en la vida pública. La libertad de expresión no solo se refiere a la capacidad de hablar libremente, sino también a la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas. Esto incluye el acceso a diferentes medios de comunicación y plataformas donde se pueden compartir pensamientos y opiniones. Sin embargo, es importante recordar que este derecho también conlleva responsabilidades. La expresión debe ejercerse de manera que no incite al odio, la violencia o la discriminación. En un mundo cada vez más interconectado, la libertad de expresión enfrenta nuevos desafíos, como la desinformación y la censura en línea. Por eso, es crucial defender este derecho y promover un entorno donde todas las voces puedan ser escuchadas y respetadas. Al final, la libertad de expresión es un pilar que sostiene la dignidad humana y el progreso social, permitiendo que cada individuo contribuya al diálogo colectivo y al enriquecimiento de nuestras comunidades.

Este derecho se basa, como todos los derechos, en el principio de libertad. Es decir, termina donde comienza la libertad de la otra persona y el respeto que merece. Sin embargo, este derecho también puede ser mal utilizado como una herramienta para insultar y ofender a otros. En muchos casos, la línea entre la libre expresión y el discurso de odio se vuelve difusa, lo que plantea importantes dilemas éticos y sociales. Cuando la libertad de expresión se utiiza para insultar, se corre el riesgo de deslegitimar el propio concepto de este derecho. Las palabras pueden tener un impacto profundo, y los insultos y ofensas no solo hieren a las personas individualmente, sino que también pueden perpetuar estigmas, divisiones y conflictos en la sociedad. En lugar de fomentar un diálogo constructivo, el uso abusivo de la libertad de expresión para atacar a otros puede crear un ambiente hostil y polarizado. Además, el uso de la libertad de expresión para ofender a menudo se justifica bajo la premisa de que todos tienen derecho a expresar sus opiniones, sin considerar las consecuencias que estas pueden tener. Esto puede llevar a la normalización de comportamientos tóxicos y a la creación de espacios donde el respeto y la empatía son relegados a un segundo plano. En este sentido, es crucial reflexionar sobre la responsabilidad que conlleva el ejercicio de este derecho. Y particularmente de aquellos que a través de los medios de comunicación y de las redes sociales se dirigen a personas concretas, con valores, ideales y creencias.

Es importante encontrar un equilibrio entre la libertad de expresión y el respeto hacia los demás. Fomentar un diálogo abierto y respetuoso puede enriquecer nuestras interacciones y contribuir a una sociedad más inclusiva. Al final, la verdadera libertad de expresión no debería ser un escudo para el insulto, sino una plataforma para el entendimiento y el respeto mutuo. Al promover un uso consciente y responsable de este derecho, podemos trabajar juntos para construir un entorno donde todas las voces sean escuchadas y valoradas, sin recurrir a la ofensa.

Pero el tiempo en el que vivimos no es este. Es el tiempo del todo vale, del insulto y de la ofensa impune, de la manipulación ideológica. En este sentido hay  quienes (con nombres y apellidos) creen que cuantas más tonterías se digan o se visualicen, cuanto más se insulte, cuanto más se ofenda, cuantas más etiquetas y estereotipos se construyan para denigrar al contrario, más libres somos, mayor libertad de expresión tenemos. Y caemos así en una falsa libertad de expresión.

La falsa libertad de expresión se refiere a situaciones en las que se promueve la idea de que todos pueden expresar sus opiniones libremente. Sobre todo cuando se trata de atacar a la Iglesia, a las cuestiones relativas a la fe, a los valores que dan sentido a la vida, y a otros modos de pensar que no se ajustan a ciertas normas o ideologías predominantes.

Cuando esta situación es promovida abierta u ocultamente desde las instituciones y medios del Estado, entonces la libertad de expresión se pone al servicio de la política partidista. La mentira política se ha convertido en un fenómeno preocupante que socava los cimientos de la democracia. En un sistema democrático, la confianza en los líderes y en las instituciones es fundamental para el funcionamiento adecuado de la sociedad. Sin embargo, cuando los políticos recurren a la desinformación, las promesas vacías o las manipulaciones, se genera un clima de desconfianza que puede deslegitimar el proceso democrático. Cuando los ciudadanos no pueden confiar en la veracidad de la información que reciben, se ven atrapados en un ciclo de desconfianza y cinismo que puede llevar a la apatia política.

Además, la mentira política alimenta la polarización y la división social. En lugar de fomentar un diálogo constructivo y el entendimiento entre diferentes puntos de vista, las falsedades pueden exacerbar los conflictos y crear un ambiente hostil. Esto no solo debilita la cohesión social, sino que también puede llevar a la radicalización de ciertos grupos, que se sienten justificados en sus creencias erróneas.

La desinformación también tiene un impacto directo en la participación ciudadana. Cuando las personas sienten que están siendo manipuladas o engañadas, es probable que se alejen del proceso político, lo que resulta en una menor participación en elecciones y en la vida cívica en general. Esto crea un círculo vicioso donde la falta de participación permite que las mentiras persistan y se propaguen, debilitando aún más la democracia. La mentira política representa un grave desafío para la democracia. Combatirla requiere un esfuerzo conjunto de ciudadanos, de quienes ocupan puestos de responsabilidad en instituciones políticas, sociales y religiosas, así como en los medios de comunicación para garantizar que la verdad prevalezca y que la democracia se fortalezca, permitiendo un futuro más justo y participativo para todos.

«La verdad os hará libres» es una afirmación de Jesucristo que recoge el evangelio de Juan (8,32) y ha resonado a lo largo de los siglos como un poderoso recordatorio sobre la importancia de la verdad en nuestras vidas. En su contexto original, Jesús se dirigía a sus seguidores, enfatizando que conocer la verdad espiritual y vivir de acuerdo con ella es fundamental para alcanzar la verdadera libertad.

Esta afirmación sugiere que la verdad no solo se refiere a la honestidad y la transparencia en nuestras interacciones diarias, sino también a una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. La verdad tiene el poder de liberarnos de las cadenas de la ignorancia, el miedo y la manipulación. Cuando abrazamos la verdad, somos capaces de tomar decisiones más informadas y de vivir de manera auténtica, alineando nuestras acciones con nuestras creencias y valores. Además, la búsqueda de la verdad puede ser un camino desafiante. A menudo, enfrentamos verdades incómodas que pueden desestabilizar nuestras percepciones y creencias. Sin embargo, es precisamente a través de este proceso de confrontación y reflexión que podemos crecer y evolucionar. La libertad que se deriva de la verdad no es solo una liberación de las mentiras externas, sino también de las limitaciones internas que nos impiden alcanzar nuestro potencial y desarrollarnos en plenitud.

En un mundo donde la desinformación y las falacias forman parte del entresijo de lo cotidiano, hacer nuestra la expresión «la verdad os hará libres» cobra aún más relevancia. Nos invita a ser críticos con la información que consumimos y a buscar la verdad en todas sus formas. Al hacerlo, desenmascaramos a tantos que, tras diferentes máscaras, siendo lobos, se han disfrazo con la piel del cordero, del buenismo, de la tolerancia, de respeto… Y en esto, todo, creyentes y no creyentes, practicantes religiosos y no practicantes, de una u otra religión debemos ir todos a una, porque a todo hombre y mujer “la verdad lo hará libre”.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

AÑO 2024

“CONVIRTAMOS LA ESPERANZA EN NUESTRO OBJETIVO DE VIDA”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Diciembre

Hace exactamente un año y por este mismo medio escribía: “Nada hay más terrible en la vida de todo ser humano que vivir sin esperanza”. Pasado un año con todos sus acontecimientos históricos que hemos vivido a nivel social y personal, me parece fundamental volver a tratar el tema de la esperanza. Además, en la víspera del comienzo de este Año Santo de 2025 dedicado a la esperanza, esta cuestión se convierte en el epicentro de la vida cotidiana del cristiano.

La esperanza suele ser interpretada por una gran parte de la población como un sentimiento o una idea intangible, se asume como una forma de pensar el andar individual o colectivo, sin que esto necesariamente represente la posibilidad real de alcanzar aquello que se proyecta, dejando así en el terreno de lo insustancial el camino que por delante nos aguarda. Es como una especie de deseo que no sabemos si se va a realizar o quedará en un mero “sueño”. Pero también la esperanza es ideada como algo posible por quienes hacemos de ella la razón de nuestros actos y la proyectamos más allá del terreno de lo inmaterial, para convertirla en nuestro objetivo de vida y razón esencial del porvenir que deseamos, y si bien no cabe duda de que aun así el sendero siempre tendrá instantes de incertidumbre y oscuridad, la confianza puesta en los actos colectivos revierte cualquier temor a lo desconocido. La esperanza es uno de los elementos motores de la historia humana y sus formas son variadas, pero si hay algo que no puede faltarle a la esperanza es la justicia. Es más, verdaderamente sin justicia no hay esperanza, hay, pura y llanamente, utopía. Por ello, en la fe cristiana, la esperanza reclama la justicia y la justicia exige esperanza: “Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar” (Lc 18, 7- 8).

En estos tiempos difíciles que atraviesa la humanidad, resulta fácil dar paso a la desesperanza, aludiendo a lo complejo y adverso que lo inmediato nos ofrece, pero en realidad, es justamente ahora, cuando se hace más urgente redoblar la esperanza y sobreponerla ante todo para que aliente nuestro quehacer colectivo y personal. Superando el individualismo enajenante que se fomenta (no podemos ser únicamente solidariamente solidarios ante las catástrofes). También la mentira, la manipulación, el deterioro de los derechos humanos, la desintegración del bien común, la violencia en todas sus formas, la precariedad en cualquiera de sus manifestaciones exige esperanza, por tanto, exige justicia, exige solidaridad.

La esperanza es, por tanto, dinámica: nos empuja hacia adelante, sin mirar hacia atrás con falsas añoranzas. Exigiendo justicia. El famoso pensador John Rawls escribía: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. Una teoría, por muy atractiva, elocuente y concisa que sea, tiene que ser rechazada o revisada si no es verdadera; de igual modo, no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas. Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar de la sociedad en conjunto puede atropellar. Es por esta razón por la que la justicia niega que la perdida de libertad para algunos se vuelva justa por el hecho de que un mayor bien es compartido por otros. No permite que los sacrificios impuestos a unos sean compensados por la mayor cantidad de ventajas disfrutadas por muchos. Por tanto, en una sociedad justa, las libertades de la igualdad de ciudadanía se dan por establecidas definitivamente; los derechos asegurados por la justicia no están sujetos a regateos políticos ni al cálculo de intereses sociales” (‘Teoría de la justicia’, p. 17).

Justicia y esperanza a la vez tienen un poder transformador inmenso, son el fermento de la persona, pues nos muestran camino hacia dónde queremos llegar, mostrándonos, al mismo tiempo, lo que nos falta para llegar. No importa lo que nos falte por llegar. Lo que importa es que no dejemos que sustituyan nuestra esperanza por utopías y nuestras ansias de justicia por promesas ideológicas, espejismos de una política deshumanizada que debería volver su mirada al Evangelio: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 35-40).

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“LA EXPERIENCIA DE DIOS ES UNA INVITACIÓN A ABANDONAR EL ESPACIO SEGURO”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Noviembre

La vida de los justos está en manos de Dios, son las palabras que se pueden leer en el libro de la Sabiduría (3,1). Alguno podrá pensar, ‘como creo en Dios, ya todo me va a salir bien, voy a tener suerte en la vida y no tendré problemas.’ Es pensar en Dios como en una especie de seguro que de todo nos protege y nos pone a salvo. Y si encima pensamos que por ello vamos a tener éxito y suerte en la vida, Dios es la lotería que nos cae todos los días agraciándonos con el premio más cuantioso.

Esta manera de pensar no es algo nuevo, por ello ciertos grupos cristianos identificaron el tener suerte y éxito como una especie de elección que Dios había hecho. Dios se había fijado en una persona en concreto (o en una serie de personas) a las que habría bendecido, o mejor, tocado con una varita mágica para que todos les fuera bien. Y, además, a esos le daría un nombre especial, los “justos” o lo que sería lo mismo, los elegidos, los preferidos, los predilectos, los bendecidos… El resto de los mortales serían los que acarrearían con todas las desgracias, sufrimientos y sinsabores de la vida. Y encima, teniendo que resignarse, porque ellos no habrían sido elegidos. El resto serían los de la mala suerte, los sufridores, los pobres, los desgraciados de la vida. ¡Qué lejos está esta mentalidad del Evangelio! ¡Qué lejos del verdadero ser y querer de Dios hacia todo ser humano! Cuando el libro de la Sabiduría dice: “La vida de los justos está en manos de Dios”, está diciendo: mi vida está en las manos de Dios.  

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que ha decidido compartirlo todo con nosotros, compartir nuestra vida con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

Alguien pensará, ‘pues en lugar de compartir nuestra vida de miseria y caducidad, ya podríamos compartir la suya. Una vida, supuestamente de gozo, plenitud, amor y eternidad.’ Esto tampoco es nuevo, ya los antiguos griegos deseaban habitar en el Olimpo y compartir la vida de sus dioses.

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos, de confianza en medio de las tragedias de la vida, de desapego en medio de las riquezas materiales…

El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente cuando sentimos que Dios nos abraza y nos transciende… Cuesta creer en un Dios así. En un Dios que mira más por nosotros que por él; en un Dios que quiere que nos amemos, en lugar de lo contrario; en un Dios de justicia y no de favoritismos; en un Dios que desea la verdad y no la falsedad y la hipocresía. Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal… Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe transmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, excesivamente corta.

Al tener a Dios, a este Dios, en nuestro corazón, sabemos que tenemos que cambiar y que ese cambio no se puede quedar sólo en nosotros, lo hemos de llevar a nuestra vida familiar, social, política, laboral y religiosa a través de las siguientes pautas:

Discernir la realidad desde una mirada crítica y esperanzadora.

Encontrar, a partir de la palabra y con la guía del Espíritu, elementos y criterios de juicio de aquellas realidades que van en contra del mandato de Dios y elegir las opciones que mejor contribuyan al bien común.

Analizar, a partir de la escucha y del diálogo, lo bueno, lo conveniente, lo justo.

Denunciar toda clase de exclusión, desigualdad y violencia como contrarias al Evangelio y al querer de Dios.

Salvaguardar y promocionar todo lo relativo a los derechos y deberes de la persona humana.

Saber agradecer el legado histórico, patrimonial y de valores que hemos recibido purificándolo de todo aquello los desvirtúa para saber transmitirlo a las generaciones futuras.

Si somos capaces de hacerlo y de hacer bien, mi vida, la vida de todos, está en buenas manos: las de Dios.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“EL RESPETO A LAS DECISIONES LIBRES Y RESPONSABLES DEL OTRO ES FUNDAMENTAL”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Octubre

La idea de “cuidar” recorre los primeros capítulos del libro del Génesis en la Sagrada Escritura. Por lo tanto, forma parte del querer de Dios sobre el ser humano. Cuidar es una forma de preocupación, por ello es una actividad propiamente humana que forma parte de las cualidades esenciales de la persona. Por tanto, nadie puede desprenderse de “cuidar”, aunque puede desentenderse. Y todo aquello de lo que nos desentendemos y que forma parte de nuestra esencia es un deterioro de nuestro ser persona. “Cuidar” es una realidad absolutamente necesaria para la subsistencia y desarrollo de cualquier persona. Estamos llamados a “cuidar” todo lo que forma parte de nuestra vida: a las personas, a nuestros pueblos y ciudades, a los animales, a la naturaleza que nos rodea y de la que formamos parte, al aire que respiramos, al agua sin la que nada existiría… En definitiva, a cuidarlo todo. Y cuando se descubre la importancia de cuidar, se descubre que “cuidar” es también “cuidarse”.

Cuidar a las personas es lo que dará sentido a las otras acciones y compromisos del cuidado. Sería una hipocresía y una idea aberrante que fuéramos muy cuidadosos en otras esferas de nuestra realidad y nos saltáramos el cuidado de las personas, de quien está a nuestro lado, del otro. Cuidar del otro significa, ante todo, velar por su autonomía. El respeto a las decisiones libres y responsables del otro es fundamental en el ejercicio del cuidar. De esta manera estaremos también cuidando de los derechos y deberes del otro. ¡Qué idea más profunda y plena de sentido que alguien cuide de manera efectiva y afectiva de nuestros derechos y deberes! Se pone así en práctica el principio evangélico de que aquello que quiero para mí, también para los demás. Y esto no es algo caprichoso o arbitrario, pues así se pone en evidencia que una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Este principio, plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos (Dignitas infinita, 1).

La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos, en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su creador. Estos derechos son universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto. Universales, porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto inherentes a la persona humana y a su dignidad, y porque sería vano proclamar los derechos si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea. Inalienables, porque nadie puede privar legítimamente de estos derechos a nadie, sea quien sea, provenga de donde provenga, piense como piense, sean sus creencias las que sean, porque sería ir contra del hecho de ser persona. Todo atentado contra los derechos humanos es un atentado contra el ser humano.

Los derechos del hombre exigen ser tutelados no sólo singularmente, sino en su conjunto: una protección parcial de ellos equivaldría a una especie de falta de reconocimiento. Estos derechos corresponden a las exigencias de la dignidad humana y comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades esenciales —materiales y espirituales— de la persona. Estos derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad… La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos.

Consecuentemente, cuidar de la realización práctica de los derechos y deberes de la persona pone de manifiesto si realmente sabemos cuidar o simplemente sabemos hablar de cuidar. Demostrado queda que hablar de “cuidar” lo hacemos perfectamente, pero, y me viene a la mente la famosa frase de Santa Teresa de Jesús que se ha convertido en un dicho popular: “Obras son amores y no buenas razones”. Porque de razones (discursos, palabrería, promesas, programas…) no vive nadie: ni se tiene un trabajo digno y remunerado adecuadamente, ni se puede tener acceso a una vivienda asequible y digna conforme a los salarios reales, ni a una educación de calidad, ni a listas de espera en la sanidad, ni evitamos vejaciones, marginaciones, injusticias, ni ningún tipo de violencia, sea de la clase que sea… y así, con todo.

Empecemos a “cuidar” realmente, a “cuidar” con esmero y atención, a “cuidar” todo lo que forma parte de nuestra vida, porque cuidar es “cuidarnos”.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

"EL ABANDONO DE LOS FUNDAMENTOS ÉTICOS HA SUPUESTO UN RETROCESO"

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Agosto y Septiembre

En este tiempo de verano, una gran parte de la población tiene su periodo de descanso, las deseadas vacaciones. Es un tiempo que podemos dedicar a hacer aquellas otras cosas que durante el resto del año no podemos hacer o hacer como nos gustaría. Entre estas cosas está la lectura. No es de extrañar que muchas personas inicien sus vacaciones acompañadas de un libro. Unas veces recomendado, otras elegido deliberadamente, otras de manera fortuita y circunstancial. Me vais a permitir que os recomiende un libro que no solo sirve para este tiempo estival, sino sirve para todo tiempo. Se titula ‘La importancia de lo que nos preocupa’ y su autor es el pensador estadounidense Harry G. Frankfurt. Una advertencia: quien no tenga ninguna preocupación, que no lo lea, pues las páginas del libro no le aportarán nada a su estado de despreocupación. Sin embargo, quienes tengan serias y profundas preocupaciones en el ámbito personal, familiar, social, político, económico y religioso encontrarán en sus páginas una reflexión para la vida concreta, para la vida real, para la vida de cada día. Pues como escribe el autor en el prefacio del libro: “Cada uno de nosotros es, en forma indiscutible, una criatura de la historia; sin el pasado, no seríamos nada. Y sólo cuando una persona reconoce que ella misma es, en su totalidad, el producto de contingencias históricas –biológicas, sociales, y personales– puede identificar y comprender su propia naturaleza. Sin embargo, la empresa más auténticamente filosófica no es averiguar qué nos produjo, sino tratar de identificar y comprender en qué nos hemos convertido” (pgs. 8-9).

He ahí la importancia de lo que nos preocupa o debería preocuparnos: en qué me he convertido. Hay quienes en este proceso se han convertido, si no lo eran, en buenas personas; otras que ya lo eran, en mejores, y otras, por el contrario, en peores e incluso han sobrepasado el límite de lo peor. Esto se da en el ser personal, en el familiar, en el laboral, en el social, en el político y también en el ser religioso. Lo preocupante no es haber cambiado o evolucionado hacia el lado de lo bueno, de lo mejor. Lo inquietante es haberlo hecho hacia el lado del mal. Un mal que, todos lo sabemos, tiene muchas caras, muchas presencias y un afán indescriptible por acabar con el bien, con la verdad, con la unidad, con la justicia, con la concordia, con la convivencia, con la libertad, con la religión. En definitiva, con todo aquello que puede garantizar nuestros valores y derechos como personas y como miembros de la sociedad.

El ser humano actual, más que en cualquier otra época, valora más el ‘tener’ que el ‘ser’. Posee una mayor capacidad científico-técnica y una gran habilidad en las cuestiones prácticas. Sin embargo, ha perdido sabiduría, capacidad de reflexión y admiración. Está más entregado a vivir que a conocer las causas por las cuales vive y muere.

Al renunciar a conocer las causas renuncia también a conocerse a sí mismo y a preguntarse por el sentido de su vida. En consecuencia, los valores, que tienen su fuente en la propia condición humana, quedan oscurecidos y no son percibidos por todos en su importancia y objetividad. Pierden, así, el dinamismo que los constituye en cimiento de la sociedad.

Esta situación ha llevado a muchos a justificar el abandono de tales principios porque los consideran decadentes, fruto de una cultura superada por otra nueva.

No es arriesgado afirmar que hombres y mujeres son víctimas de su desprecio por los valores tradicionales, los morales y los religiosos, que han dado y dan sentido a la vida. Todos somos conscientes de las consecuencias que padece nuestra sociedad como resultado de este olvido intencionado de ciertos valores fundamentales. El abandono de los fundamentos éticos ha supuesto un retroceso a modelos culturales y sociales de tiempos pasados en los que, consciente o inconscientemente, se despreciaba la dignidad del ser humano.

Por ello, es bueno y necesario que volvamos a preocuparnos de nosotros mismos, de aquello en lo que nos hemos convertido o corremos el riesgo de convertirnos y de poner remedio.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“NADIE ES IMPRESCINDIBLE EN NADA, EXCEPTO EN EL AMOR”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Julio

El 26 de este mes se celebra la Jornada de los abuelos y personas mayores. Una jornada muy especial, pues hacia esa etapa de la vida nos encaminamos todos, unas veces con la debida preparación y conciencia, otras sin haber reflexionado sobre este tramo final de la existencia de todo ser humano. Por ello, aprovechando esta Jornada quisiera compartir con todos vosotros una preciosa oración que desde hace mucho tiempo circula por internet y las redes sociales, cuya autoría desconozco, pero que sólo con leerla destaca la sabiduría y la experiencia de los años de quien la escribió.

Dice así:

Señor, enséñame a envejecer.
Todo en la vida requiere un aprendizaje y mucho más cuando ese aprendizaje hay que realizarlo sobre conocimientos, experiencias, hábitos, actitudes y maneras de ser que se han forjado con los años y que nos han hecho independientes, autoritarios, impacientes, faltos de conformidad y resignación. Que nos han hecho peleones y combativos a salir adelante en las exigencias cotidianas de la vida.

Convénceme de que no son injustos conmigo los que me quitan responsabilidad, los que ya no piden mi opinión, los que llaman a otro para que ocupe mi puesto.

Saber pasar a un segundo plano, saber vivir la vida con humildad, aceptando las limitaciones que quizá no quiero ver o mi manera de ser me impide hacerlo. Saber aceptar, saber callar, saber ver con buenos ojos lo que los otros hacen, aunque no coincida con lo que yo haría, siempre y cuando estén en consonancia con la verdad, el bien, la honradez y la dignidad de la persona.
Quítame el orgullo de mi experiencia pasada, quítame el sentimiento de creerme indispensable.
Para ello, es indispensable comprender, respetar y aceptar que los tiempos, la cultura y los cada vez más crecientes avances tecnológicos cambian. Y esto hace que la vida sea dis- tinta, que las costumbres se vayan adaptando y transformando. En definitiva, que otros tienen que coger el mando, que otros tienen que ir por delante. Y lo más importante, que nadie es imprescindible en nada excepto en el amor. Por ello, esta etapa final de la existencia del ser humano debería ser la del dar amor sin límites, la de derrochar cariño y ternura para con todos, especialmente con aquello que los afanes de la vida y las preocupaciones cotidianas los tienen atrapados en el egoísmo, en la avaricia, en la indiferencia, en la insolidaridad.

Señor, que en este gradual despegue de las cosas, yo sólo vea la ley del tiempo, y considere este relevo en los trabajos como manifestación de la vida que se releva bajo el impulso de tu Providencia.

Relevados en el trabajo, en las responsabilidades, en las ocupaciones, en las decisiones… Pero este relevo no significa que ya no sirva, que ya no pueda hacer nada, que me quede esperando la muerte. Este relevo significa que debo pasar a ser útil en otras situaciones de la vida familiar, social, religiosa. Por ello, hay que preguntarle al Señor, ¿qué puedo hacer?, ¿qué debo hacer?

Pero ayúdame, Señor, para que yo todavía sea útil a los demás: Contribuyendo con mi optimismo y mi oración a la alegría y entusiasmo de los que ahora tienen la responsabilidad.

La última etapa de la vida es la etapa del ejemplo sereno y meditado, de la paciencia, de la escucha, de la comprensión, del saber ver lo que sucede a nuestro alrededor intentando comprender el sentido de todo lo que sucede. ¡Qué importante es saber dar ánimo a las nuevas generaciones! Y junto con el ánimo, tomar conciencia clara del derecho a equivocarse de toda persona y, en esa equivocación, no lanzar un reproche. Tener siempre la palabra y el gesto oportuno ante quien se siente deprimido, cansado, incomprendido, decepcionado, para ayudarle a levantarse y a seguir en el camino de la vida con fuerzas renovadas.

Viviendo en contacto humilde y sereno con el mundo que cambia, sin lamentos por el pasado que se fue. Aceptando mi salida de los campos de actividad como acepto con sencilla naturalidad la puesta de sol.

Porque también en la vejez hay que seguir disfrutando de todo lo bueno, lo maravilloso y lo extraordinario que sucede a nuestro alrededor junto a las cosas de cada día, que no siempre serán buenas o de nuestro agrado. Es entonces el momento del ejemplo y de la virtud.

Finalmente te pido que me perdones si solo en esta hora tranquila, caigo en la cuenta de cuánto me has dado, y concédeme que, al menos ahora, mire con mucha gratitud hacia el destino feliz que me tienes preparado y hacia el cual me orientaste en el primer momento de mi vida.

Y antes de que cerremos los ojos a la luz de este mundo no olvidemos pedir perdón, porque a lo largo de nuestra vida siempre hemos tenido ocasión de ofender a muchas personas, incluido Dios. Porque pedir perdón es la mejor manera de vivir en paz aquí y ahora, y de alcanzar la paz eterna.

Señor, enséñame a envejecer así.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“LA CARIDAD CRISTIANA DEBE AFRONTAR LOS DESAFÍOS DE UNA SOCIEDAD QUE NECESITA SER EVANGELIZADA”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Junio

“Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn, 10,10).

Pensar que estas palabras del Señor quedan relegadas únicamente para la vida eterna, sería desfigurar los dichos y hechos de Jesús. La vida futura pasa por la vida presente. Es más, sin el presente no hay futuro alguno. Por ello, el Evangelio es enseñanza para la vida presente y en la medida que sepamos vivir evangélicamente, alcanzaremos la vida eterna. Lo importante es, pues, saber vivir aquí y ahora. Y este saber vivir real y auténtico no es otro que el amor.

El sentido de la vida del ser humano es el amor. Porque el amor abre y entrega al ser humano la posibilidad de cambiar la vida de las personas, de corregir el curso de la historia y de dar a la existencia concreta y limitada de cada uno de nosotros una plenitud inconmensurable. ¡Cuántos ejemplos podríamos poner de personas, acontecimientos históricos y realidades cotidianas!

El verdadero amor es una fuerza incontenible. El amor es fraternidad, entrega generosa a los demás, abnegación, sacrificio. Quien ama siempre está disponible, y muestra el rostro más humano del cariño, de la ternura, de la comprensión para los que tiene cerca y también para quien está lejos.

Sin embargo, no todo en la vida es amor. También, lamentablemente, hay espacio para el desamor. Como consecuencia del mismo, nuestras relaciones de amistad, de amor con Dios, con el prójimo que es nuestro hermano y con nosotros mismos se tornan hostiles y, donde tenía que haber amor, hacen su aparición la envidia, la difamación, el individualismo, la intolerancia, la miseria personal, el relativismo hacia el propio pecado, la instrumentalización de quien tenemos a nuestro lado y, en definitiva, el olvido de Dios y de su imagen más perfecta: el ser humano; dando así paso a la violación justificada de la dignidad de la persona y a la presentación del Dios vivo como un reducto del pasado.

Quien ha hecho del desamor la norma de su vida, mira hacia otro lado ante la pobreza, la injusticia, la miseria, las desigualdades, el hambre, la falta de techo, los abusos, la inmigración y tantas otras pobrezas que asolan nuestra sociedad.

¡Qué fácil y cómodo es mirar a otra parte cuando nos encontramos ante personas solas, desamparadas, pobres! De tanto mirar hacia otra parte, las hemos hecho invisibles.

El día 2 de junio celebramos el Día Nacional de Caridad. ¡Qué importante es que lo tengamos presente! Porque la caridad vuelve a hacer visibles a quienes el egoísmo, la violencia, la soberbia, la indiferencia y la falta de solidaridad desprecian. La caridad cristiana debe afrontar los desafíos de una sociedad que necesita ser evangelizada y proponer de nuevo el Evangelio de la vida, el Evangelio del amor a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, de cualquier edad. Pero esto no será posible sin la participación de todos.

Aquí, en la Iglesia, hay un lugar, una tarea en la que desinteresadamente podéis colaborar. Sin vosotros, sin vuestra ayuda y participación no podemos llegar: en lo referente al evangelio del amor, todos somos necesarios.

Sin embargo, nada de esto es posible sin la ayuda del Señor. Sin su fuerza, la tarea que tenemos delante se nos puede figurar como una barrera infranqueable, que nos obliga a replegarnos en nuestros rezos o en la comodidad de nuestras casas o de nuestras aficiones. No es esto a lo que el Señor llama a sus discípulos. Quien sigue a Jesucristo debe considerarse un enviado, un signo de contradicción que en el cumplimiento de su vocación y de su misión debe pasar por donde el mismo Cristo pasó. Aunque las dificultades sean muchas, que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación, presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias (Flp 4,6).

El Dios del Amor está con nosotros, esta es nuestra fuerza, nuestra seguridad y quien nos ayuda a saber vivir en caridad constate, sin falta.

Gracias a todos por creer en la caridad, por practicar la caridad, por ser caritativos.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“NO OLVIDEMOS NUNCA QUE EL SER HUMANO ES SIEMPRE UNA MARAVILLA”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Mayo

Ser ciudadano no es un abstracto, es una realidad concreta y determinada. Hemos nacido en un pueblo o ciudad determinados, que pertenecen a una región y ésta, a su vez, a un país o nación que configura una determinada relación entre los habitantes de una misma nacionalidad. Las miras de tiempos pasados se han agrandado en las últimas décadas, al tomar, los habitantes de un mismo continente, una mayor conciencia de nuestra pertenencia a un vasto territorio que, junto a nuestra ciudadanía propia y específica, ha permitido que pudiésemos designarnos con un término más amplio. Se cumple así lo que reclamaba el filósofo Diógenes de Sinope y posteriormente toda la filosofía estoica: el ser humano es ciudadano del mundo.

Ser ciudadano de cualquier pueblo o ciudad, de un país o nación, o abrirse a la inmensidad del mundo requiere practicar nuestra pertenencia de una manera activa, consciente, cooperativa y solidaria. Un testimonio de este compromiso lo encontramos en san Benito de Nursia, patrono de Europa: “Mensajero de paz, realizador de unidad, maestro de civilización, y sobre todo heraldo de la religión de Cristo. Con la disolución del Imperio Romano, por entonces exhausto, mientras algunas regiones de Europa parecían caer en las tinieblas y otras estaban todavía privadas de civilización y de valores espirituales, fue él quien a través de un constante y asiduo compromiso propició el nacimiento de la aurora de una nueva era en nuestro continente. […]. En relación con los pueblos de este continente él inspiró aquella preocupación amorosa por el orden y por la justicia como base de la verdadera socialización” (San Pablo VI, ‘Pacis nuntius’).

Para la filosofía cristiana el hombre es la forma suprema de la realidad terrena. Esta supremacía le viene por la asignación de los más nobles y elevados ideales: “La persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza” (San Juan Pablo II, “Veritatis splendor”, nº 51). El conjunto de esos nobles y elevados ideales, comunes para todos ser humano, recibe el nombre de ética. La dimensión ética no es una realidad añadida al hombre desde fuera —no es un producto cultural— sino que se sitúa en el centro del corazón del hombre. La ética hace posible que el hombre se realice como persona y alcance la felicidad. La ética está en el centro de todas las grandes cuestiones sobre el ser humano y, entre ellas, la cuestión de la dignidad humana.

El descubrimiento de la dignidad humana, conducido por el propio hombre a lo largo de su historia, ha sido lento y gradual, al estar íntimamente relacionada con la conciencia que el hombre tiene de sí.

Todo ser humano por su condición de persona es digno. La dignidad no es sólo una cuestión del hecho de ser persona, lo es también de su comportamiento que puede estar basado en los más nobles ideales o en los más abyectos y despreciables. Allí donde la dignidad del ser humano es pisoteada y violada encontramos la indignidad. Se trata realmente de agresiones a la dignidad en el orden social y en el orden ético. Esto indica que la dignidad es al mismo tiempo un principio y un problema abierto.

Es por ello, que la cuestión de la dignidad humana en todas sus dimensiones sea objeto constante de preocupación por parte de la Iglesia y de muchas personas de buena voluntad y nobles sentimientos.

En el tiempo actual, que deberíamos tener cada día más clara la importancia de la dignidad de ser humano en toda su amplitud, comprobamos a diario que los valores, cuya fuente está en la propia condición humana, quedan oscurecidos y no son percibidos por todos en su importancia y objetividad. Tal es el caso del respeto a la persona y a sus bienes, la honestidad, la veracidad en todo, especialmente en la comunicación, la convivencia, la solidaridad, el cuidado de la naturaleza, la acogida, la hospitalidad… La lista podría alargarse, desgraciadamente, más de lo que nos gusta y conviene. Lamentablemente las noticias de cada día son una suma constante a nivel local, nacional y mundial de hechos y situaciones contrarios a la dignidad humana.

Los lacerantes hechos que cada día nos golpean al escuchar las noticias no se pueden resolver, como parecen pretender los dirigentes políticos, creyendo que el único argumento válido es el de la mayoría democrática. Los principios que deben orientar la vida y de actuación de los miembros de la sociedad se han de fundamentar en la verdad plena sobre el ser humano, en su dignidad de persona, creada a imagen y semejanza de Dios y no en los caprichos sociológicos de un grupo que se cree con más derechos y dignidad que el resto. Mientras no estemos convencidos de esto, cada día asistiremos a más violaciones de la dignidad humana y a situaciones que, un día, porque nos afectarán radicalmente, no las podremos dejar pasar.

No olvidemos nunca que el ser humano es siempre una maravilla que será completa cuando lleve la dignidad que ha recibido al vértice de sus posibilidades según el proyecto de Dios.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“SER UNO PARA QUE EL MUNDO CREA, SIGNIFICA AMAR SIN RECIBIR NADA A CAMBIO”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Abril

La unidad es un signo de fortaleza en cualquier ámbito o situación, ya sea en lo personal, familiar o comunitario; ya sea en la vida política, eclesial o social. Unidad que no debe identificarse con uniformidad, algo muy propio de los partidos políticos, en los que todos los miembros de un mismo partido ‘visten un mismo traje’ que, al menos, en apariencia, les hace participes de un pensamiento único, de una decisión única, de unos estilos o formas acordes con el traje que ‘visten’. La uniformidad es signo de disciplina férrea; si vistes un determinado ‘traje’, se actúa de una cierta manera estereotipada.

La unidad nada tiene que ver con la uniformidad. La unidad es una propiedad de todo ser, en virtud de la cual no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere. Por ello, es tan fácil que allí donde no hay unidad se den toda clase hechos y situaciones deplorables que se convierten en un relato de vaciedad y podredumbre. El ser humano debe mantener y exteriorizar su unidad en lo que él es, en sus opciones de  vida, en sus convicciones, en su manera de actuar y comportarse.

En la Sagrada Escritura, especialmente en el Nuevo Testamento, se pone de relieve que la unidad es fuente de gozo que provoca un mismo parecer, un mismo amor, unidos en alma y pensamiento. Dejar de ser quienes somos para convertirnos en una especie de autómatas sin criterio, sino que frente a la diversidad de pensamiento podemos estar unidos en un mismo amor, en un mismo parecer, hacia un mismo objetivo a alcanzar. Sin dudas, es el elemento que más nos cuesta asumir a la hora de allanar diferencias. De ahí, que para reforzar esta idea se le atribuyese a san Agustín es conocida expresión: “En lo seguro, unidad; en la duda, libertad; en todo, caridad”. Cuánto cambiaría nuestra vida personal, familiar, laboral, de amistad, y por supuesto, en la política y en la religión, si llevásemos esta expresión a sus cotas más altas de realización. En todo primarían la verdad, el bien y el amor. Por ello, no es de extrañar que en nuestra sociedad se estén afincando cada día con más fuerza la mentira, la violencia, los intereses particulares, los fraudes, la codicia, la envidia, y toda clase de males de los que luego no hacemos más que quejarnos sin ponerles remedio. Un remedio que comienza en lo personal y desde cada uno de nosotros; desde nuestra integridad y honestidad como personas, se extiende a todos los ámbitos sociales.

Cuando el ser humano se abre a Dios y pone en él su confianza, entonces el amor de Dios, que sólo quiere el bien, cubre toda diferencia y hace que podamos deponer nuestra actitud de sacar ventaja en la desunión.

Los cristianos muchas veces anhelamos la unidad, pero nos olvidamos del profundo significado que tiene ese anhelo. Ser uno para que el mundo crea, significa amar sin recibir nada a cambio. Tengan unión verdadera, en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera, no vale sacar lo propio si perdemos todo en ello. Ser uno con Jesús significa ser enviado como agente de paz.

Ser uno para que el mundo crea significa llevar el mensaje de la cruz. Más aún cuando las personas pueden ir juntas hacia la meta trazada, sumando las fuerzas individuales con un propósito: ser testigos creíbles de algo por lo que vale la pena comprometerse.

A todos os deseo una feliz Pascua con motivo de la resurrección de Jesucristo, cuyo rostro se hace visible en quien hace el bien, en quien ama con desinterés y generosidad, en quien busca la verdad, en quien se compromete con la justicia, en quien sabe pedir perdón y ofrecer perdón, en quien sabe dar sin pedir nada a cambio, en quien es honrado, en quien pone su vida al servicio de los demás.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“CADA ENCUENTRO CON LOS JÓVENES DEBE SER UNA OPORTUNIDAD PARA PRESENTARLES ‘LAS COSAS DE DIOS’”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Marzo

Ver a Dios y no ver más que a Dios en todo, es lo que fundamenta la vida del sacerdote. En un mundo caracterizado por la fragilidad y las dificultades sociales y familiares, es importante que todos los cristianos hagamos nuestro aquello que da vida y sentido a la labor sacerdotal. Sólo desde esta perspectiva el anuncio y la vivencia del Evangelio adquiere credibilidad y, hoy, es más necesario que nunca.

Ello nos lleva a todos a “ensanchar la mirada”, especialmente a los jóvenes.

El sacerdote es el testigo de un Dios de la historia, que ha sido enviado para anunciar que un mundo nuevo es posible, donde aquello que verdaderamente es importante para todo ser humano se puede hacer realidad. Y esta posibilidad se hace real en el encuentro con Jesucristo, del que el sacerdote debe ser su imagen concreta.

El Evangelio de Marcos narra el encuentro de Jesús con Bartimeo en Jericó (Mc 10, 46-52) no sólo como una narración de la curación de un ciego, sino de la curación de la ceguera de los discípulos sobre el misterio de Jesús. Marcos quiere subrayar, más bien, que la ceguera de las personas puede ser curada si siguen a Jesús y aceptan su señorío, entrando más profundamente en el misterio de su persona y de su misión. En efecto, los discípulos son curados de su ceguera, gradualmente y en varias etapas, del mismo modo que el misterio de Jesús se revela a ellos paso a paso.

El pasaje de Jesús en Jericó́ se convierte en un primer anuncio para Bartimeo. Desde la conciencia de su ceguera Bartimeo acepta esta buena noticia en su corazón y grita con la finalidad de que Jesús tenga piedad de él y vea. Una vez curado de su ceguera, Bartimeo se convierte en discípulo “y lo seguía a lo largo del camino” (Mc 10, 52). La vocación es llevar a las personas a encontrar a Jesús diciéndoles: ¡Ánimo! ¡Levántate, te Llama!

Todo cristiano y toda comunidad cristiana son el sujeto de la vocación, incluso si hay miembros de la comunidad eclesial a quienes se les confía específicamente la misión de promoverla: el obispo, los sacerdotes, especialmente los párrocos, y aquellos a los que de manera particular se les ha confiado este encargo: la Delegación de Pastoral Vocacional.

Vivir vocacionalmente significa pasar a la otra orilla y esto, necesariamente, implica un proceso continuo de conversión personal, comunitaria, misionera y pastoral que nos impulse a abrirnos a las nuevas fronteras de nuestra sociedad. Así, todo esto que somos y todo esto que hacemos, como testigos de Jesús, se convierte en una llamada a ser sacerdote. En esta luz resulta necesaria una conversión de los corazones y de las mentes que nos hace pasar: de un descuido de la pastoral vocacional y de experiencias sobre la vocación sacerdotal a promover momentos de reflexión y de compartir experiencias sobre el sacerdocio. De una vida “ordinaria” a una forma de vida personal y comunitaria que sea creíble, atrayente y fascinante, que despierte la curiosidad de los jóvenes para conocer las motivaciones y la razón última de lo que es ser sacerdote.

Nuestras islas de Ibiza y Formentera han ido adquiriendo, con el paso del tiempo, pero mucho más en los últimos años, un alto carácter multicultural, multireligioso, globalizado y digital. Más que nunca, los cristianos estamos llamados a comprender en profundidad estos cambios que afectan y modelan a los jóvenes que se dejan atraer por estas nuevas características. Cada encuentro con los jóvenes debe ser una oportunidad para presentarles “las cosas de Dios”. La experiencia nos enseña que para promover la vocación sacerdotal es necesario poner a la persona en el centro por medio de la escucha, la acogida y la relación, para permitirle encontrar a Jesucristo y dejarse interpelar por él. Es importante que se note la presencia cristiana donde brille el Evangelio. Sólo de este modo se ensancha la mirada, y se puede pasar a verse uno a sí mismo y a ver las cosas que nos rodean desde la perspectiva del Evangelio. Dicho de otro modo, a mirar nuestro mundo, nuestra sociedad, a las personas y a uno mismo con los ojos de Jesús. Y cuando nuestra mirada se ensancha, cuando miramos a través de los ojos de Jesús, entonces uno se dice a sí mismo: también yo puedo ser sacerdote.

Con mi bendición y mis mejores deseos.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“SI TENGO UN CORAZÓN REALMENTE LIBRE, PODRÉ ORAR”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Febrero

“El primer deber de un cristiano es orar, la oración. De lo contrario corremos el riesgo de convertirnos en una institución puramente natural, mundana, con un trabajo de tipo” (Francisco, Discurso a la Delegación de la Red Mundial de Oración, 26 de enero 2024).

El Papa Francisco nos propone a todos los católicos el año 2024 como el ‘Año de la Oración’. Pero ¿qué es orar? Es mirar y sentirme mirado por Dios. Sentir que la relación con él es fluida, que nuestras miradas se pueden cruzar con cariño, sin que haya nada que bloquee la comunicación. Es reconciliarme cuando tengo el mal sabor de boca de una acción que me lleva a sentirme mal con Dios. Acoger su perdón y su abrazo con sencillez, humildad y alegría, sin obstinarme en los reproches que me hago a mí mismo. Es sentirme amado por Dios mi Padre, y elegido por Cristo como amigo y discípulo. Es renovar la conciencia de mi elección, mi vocación y mi misión. Es perdonar y desdramatizar alguna ofensa, o palabra poco amable de la que he sido víctima, y que ha hecho anidar en mí el rencor o el resentimiento. Es saberme bendecido por Dios inmensamente, y traer bajo la luz de esa bendición todas las cosas que podrían hacerme sospechar que soy víctima de la mala suerte, del mal destino. Es recuperar la mirada positiva que me restaure en la alabanza si me he dejado caer en el pozo del pesimismo o de la desesperanza. Es escuchar una palabra que me llega desde más allá de mí mismo bien sea en la Biblia, o en los acontecimientos diarios, o en las noticias del periódico, o en el compartir de los hermanos. Es intensificar mi deseo de Dios, mi búsqueda permanente de él en todos los acontecimientos que van a suceder durante el día. Es redefinir mis prioridades y comentar con Dios mi agenda del día para ver si hay algo que quitar o algo que añadir. Es aceptar con paz en mi vida las cosas que no puedo cambiar y aprender cómo pueden ser para mí una oportunidad, un desafío. Es ofrecer a Dios las cosas, lo que me cuesta hacer en ese día, las cosas que preveo que me van a ser difíciles, o que me provocan ansiedad. Unir mi ofrecimiento al de Cristo en la cruz, y en el cáliz de la próxima Eucaristía en la que voy a participar. Es abandonar mi vida en manos de Dios, mi Padre, confiando en él pasado, presente y futuro. Es recargar las baterías de energía positiva invocando al Espíritu sobre mí y lo que me rodea. Es interceder y presentar ante la mirada de Dios todas las personas a quienes quiero, y todas las situaciones personales, familiares, eclesiales, sociales que me inquietan.

A lo largo de mi vida como sacerdote, y ahora, como obispo, ha habido personas que me han dicho que no saben orar, que no saben qué decir, que se aburren y que por eso no rezan. Para orar bien con los ojos abiertos hay que pasar cierto tiempo orando con los ojos cerrados.

Para orar durante el día hay que empezar a rezar de noche, como nos enseñaron nuestros mayores cuando nos íbamos a dormir. Los ratos formales de oración consisten precisamente en buscar en nuestro interior y recuperar aquella oración que de niños repetíamos cada noche. Era una oración sencilla, que brotaba de un corazón sencillo y confiado. Por ello, rezar requiere un corazón sencillo y confiado.

Si mi corazón no está atrapado por la vorágine de lo cotidiano, si tengo un corazón realmente libre, podré orar. Porque rezar no requiere de grandes planteamientos ni de conocimientos especiales. Y así, cada pequeña sorpresa ante algo hermoso que descubro, la viviré refiriéndola a Dios en alabanza. Cada cosa que me sale bien a mí o a mis seres queridos, la referiré casi inconscientemente a Dios en gratitud. Cada fallo o pecado que descubro en mi vida y en mi actividad de cada día, la referiré en seguida a Dios desde la contrición y el arrepentimiento, y desde el gozo de sentirme perdonado. Cada temor o ansiedad que surja en mí ante las dificultades con las que tengo que enfrentarme, será la oportunidad para un acto de confianza y abandono en Dios. Cada sufrimiento que experimente en mí o en las personas o en la sociedad me llevará a presentarlo ante Dios en intercesión. Cada acontecimiento será para mí una palabra divina que trataré de interpretar en una atenta escucha para descubrir a Dios que me habla. Cada nuevo día comenzará con un acto de ofrecimiento en el que renueve mi confianza en Dios, que es Padre, que es amor, que es eternidad. Entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará (Mt 6, 6).

Con mi bendición y mis mejores deseos.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“EL DESEO DE BENDECIR DE DIOS ES SORPRENDENTEMENTE ARRASADOR. NADA PUEDE DETENERLO”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Enero

Cuando estéis leyendo estas líneas habremos comenzado un nuevo año. Vaya por delante mi felicitación para el 2024, que espero sea un año lleno de bendiciones. Para que este deseo se haga realidad, todos hemos de poner de nuestra parte. Por ello, os quiero proponer unas pequeñas indicaciones: “Que vuestro amor no sea fingido. Aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los pobres; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios. A nadie devolváis mal por mal. Procurad lo bueno ante toda la gente”. Estas recomendaciones son del apóstol San Pablo. Si las vivimos y las llevamos a la práctica, el año que comenzamos será un año de bendiciones, es decir, un año de “bien decir”. Un año en el que cada una de nuestras palabras estén envueltas en el bien. De esta manera, se convierten en bendiciones.

Las palabras contienen un tremendo poder, ya sea positivo para construir o negativo para destruir. Cada vez que hablamos e incluso cuando usamos un tono particular, que agrega significado a las palabras, hablamos vida o muerte para aquellos que nos escuchan y para nosotros mismos también. Por lo tanto, si nos consideramos unas personas de bien, deberíamos estar en la ‘bendición’ y no en la ‘maldición’. Podemos caer fácilmente en la negatividad si no tenemos cuidado de proteger nuestros corazones y palabras. Una vez que comienzas a pensar conscientemente en esto, es sorprendente lo fácil que es caer en la maldición: las blasfemias, los juramentos en falso, las críticas y difamaciones, los juicios temerarios, las incomprensiones… No juzgues si alguien merece o no una bendición. La verdadera bendición, pronunciada sobre alguien o algo, describe la forma como Dios ve realmente a las personas y los acontecimientos y nunca como los vemos nosotros. Es nuestra mirada la que se ha de adaptar al mirar de Dios y no a la inversa.

Contrariamente a nosotros, bendecir está en el corazón de Dios; ́ de hecho, es su propia esencia. El deseo de bendecir de Dios es sorprendentemente arrasador. Nada puede detenerlo. La bendición como la acción constante, permanente y silenciosa de Dios en la historia. Él está decidido a bendecir a la humanidad. Algo que nos cuesta, en no pocas ocasiones, entender, aceptar y saber reaccionar posi�vamente ante este modo de proceder de Dios. Sin embargo, aunque esta en el corazón de Dios ́ bendecir a la humanidad, su deseo es que nosotros seamos capaces de bendecirnos y de no poner obstáculos a ninguna bendición.

Dios quiere sanar y quiere hacerlo a través de nosotros. Dios quiere liberar y quiere hacerlo a través de nosotros. Dios quiere bendecir y quiere hacerlo a través de nosotros. Entonces, la bendición es hablar acerca de los propósitos de Dios en las vidas de las personas o situaciones con amor, con sabiduría, con respeto, con misericordia, con buenos deseos. En pocas palabras, la confianza suplicante del pueblo fiel de Dios recibe el don de la bendición que brota del corazón de Cristo a través de su Iglesia. No podemos olvidar que somos bendecidos porque bendecimos.

En este comienzo de año deberíamos tener muy presentes todos aquellos que han sido y son, instrumento de la bendición de Dios en nuestra historia. A ellos, nuestra gratitud por habernos proporcionado años, meses y días de bendiciones. ¡Ojalá, nosotros hagamos lo mismo!

Con mi bendición y mis mejores deseos.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

AÑO 2023

“QUE LA ALEGRÍA NOS AYUDE A CAMINAR AFRONTANDO LOS RETOS DE UNA VIDA QUE NUNCA ES FÁCIL”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Diciembre

Hoy en día es muy común ver las noticias tanto en prensa como en televisión, y nos encontraremos con noticias llenas de desesperanza, creando en la mayoría de nosotros estrés o sensaciones desagradables en nuestro organismo. Leemos o vemos informaciones acerca de la compleja situación política, la economía, la inflación, el desempleo, los terremotos o inundaciones, la guerra, además de la inseguridad que parece asechar constantemente nuestras vidas. Todos esos factores causan perdida de gozo en nuestra vida y eso sin contar lo que vivimos cada día en nuestras relaciones o nuestro matrimonio. Muchas personas, muchos matrimonios, están viviendo sin gozo, lo que ellos experimentan en sus vidas es estrés y ansiedad, y algunas de ellas ya padecen enfermedades crónicas. Algunas personas han experimentado la traición, el abuso, el robo, la calumnia, el rechazo y piensan que su causa es justificada y hacen cosas que en vez de traerles gozo lo que trae es más dolor y tristeza a su vida.

Para los cristianos, la alegría no es el resultado de una vida fácil y sin dificultades, o algo sujeto a los cambios de circunstancias o estado de ánimo, sino una profunda y constante actitud que nace de la fe en Cristo: “Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4, 16). El mensaje cristiano que se nos ha transmitido tiene como finalidad entrar en comunión con Dios “para que nuestra alegría sea completa” (1Jn 1, 4).

El Papa Benedicto XVI escribía: “La aspiración a la alegría está grabada en lo más íntimo del ser humano. Más allá de las satisfacciones inmediatas y pasajeras, nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar ‘sabor’ a la existencia. Y esto vale sobre todo para vosotros, porque la juventud es un período de un continuo descubrimiento de la vida, del mundo, de los demás y de sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el futuro, donde se manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad, del compartir y de verdad; donde uno es impulsado por ideales y se conciben proyectos” (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud).

El Adviento es un tiempo marcado por la alegría. No es la alegría de Navidad o de Pascua, pero es el gozo de caminar en la presencia del Señor, de estar abiertos a su venida, de mantenerse fieles a su iniciativa de amor. La condición cristiana es un camino de alegría. Porque la alegría es el camino de Dios con nosotros.

En realidad, todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas del día a día o las grandes de la vida, tienen su origen en Dios, aunque no lo parezca a primera vista, porque Dios es comunión de amor eterno, es alegría infinita que no se encierra en sí misma, sino que se difunde en aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha creado a su imagen por amor y para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos de su presencia y su gracia. Dios quiere hacernos participes de su alegría, divina y eterna, haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de nuestra vida está en el ser aceptados, acogidos y amados por Él, y no con una acogida frágil como puede ser la humana, sino con una acogida incondicional como lo es la divina: yo soy amado, tengo un puesto en el mundo y en la historia, soy amado personalmente por Dios. Y si Dios me acepta, me ama y estoy seguro de ello, entonces sabré con claridad y certeza que es bueno que yo exista.

Que la alegría nos ayude a caminar, venciendo toda desesperanza, superando las angustias y afrontando los retos de una vida que nunca es fácil.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“TENER ESPERANZA ES SABER ESPERAR UN MUNDO NUEVO”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Noviembre

Nada hay más terrible en la vida de todo ser humano que vivir sin esperanza. Es más, realmente nadie puede vivir sin esperanza, pues es ella la que dota a la vida de aquellos contenidos que la hacen realmente hermosa, verdadera y llena de bondad: la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de cada uno de nosotros a Dios y a los demás, el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial de quien la vida misma pone en nuestro camino, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida.

Tener esperanza es saber esperar un mundo nuevo, una realidad diferente que llegará por el compromiso de cada cristiano en un ámbito de la realidad humana. La esperanza, junto con la fe y el amor, basan la vida del cristiano. Ahora bien, ¿cómo hay que entender la esperanza? ¿Es lo mismo que pasividad?

La esperanza es una actividad, no una situación de pasividad. Y en este sentido tiene muchos puntos en común con la esperanza que subyace en muchos humanismos, explícitamente ateos, de nuestra época que reclaman mejorar la vida del hombre. Analizar, esclarecer, deducir, discernir, asumir, realizar… Reflexión y acción comunitarias se entrelazan dando forma a un pensamiento y a una praxis que no pretende ser un camino más entre las grandes ideologías del mundo moderno sino, más bien, una instancia de confrontación permanente con la realidad social tratando de indicar un horizonte superador de las realizaciones del acontecer humano con sus limitaciones. Uno de los grandes teóricos y revolucionarios del marxismo del siglo pasado, Ernst Bloch, consideró el ‘principio de esperanza’ como el propulsor de toda actividad humana. La esperanza, podríamos decir, es un modo atento de orientarnos hacia el futuro y tener cierta confianza en el resultado, fundada en la posibilidad de que el resultado sea exactamente ese. La esperanza es el deseo y la expectativa de que una posibilidad deseada “se haga real”. Y es así como encontramos sentido a lo que hacemos, aunque muchas veces no veamos el resultado de nuestro esfuerzo.

Si es necesario vivir con esperanza, entonces ¿por qué morir sin esperanza? ¿Por qué no sabemos qué hay tras la muerte? Precisamente es ahí, ante lo desconocido cuando menos podemos renunciar a la esperanza. Escribía el papa Benedicto XVI: “Esta ‘realidad’ desconocida es la verdadera ‘esperanza’ que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión ‘vida eterna’ trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, «eterno» suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; «vida» nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría (Spes salvi, 12).

Os invito a vivir esperanzadamente, a vivir llenos de esperanza todos los momentos de nuestra vida. Y os invito a pensar en la muerte desde la esperanza. Os invito –cuando nos llegue el momento– a vivir la muerte con la esperanza del encuentro definitivo y amoroso con Dios.

+ Vicent Ribas Prats, obispo de Ibiza y Formentera

“ESTE SÍNODO NOS AYUDARÁ A SER TESTIGOS MÁS CREÍBLES EN ESTA SOCIEDAD TAN PLURAL Y DIFÍCIL”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Octubre

La convocatoria que hacía el papa Francisco a la participación de todo el pueblo de Dios en el Sínodo extraordinario de los Obispos llega a su fase final y el 4 de octubre iniciará sus sesiones finales a las que, desde todas las partes del mundo, cada cristiano ha aportado su granito de sinodalidad. También nosotros, los cristianos de Ibiza y Formentera.

Es cierto que lo que el sínodo pretende poner de manifiesto desde su convocatoria es el carácter sinodal de toda la Iglesia. Este carácter no es algo nuevo, ha formado parte, desde su fundación, de la identidad de la Iglesia querida por Jesucristo. La sinodalidad no puede quedarse en algo teórico o puramente abstracto. La sinodalidad es y tiene que ser una experiencia en la Iglesia universal, en nuestra diócesis de Ibiza y Formentera, en las parroquias, en cada comunidad en la que se viva la fe, allí donde dos o más cristianos están reunidos en el nombre de Jesús.

Pero no hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir… Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la ribera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio afirmaban: “…lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1,1).

Ninguna “experiencia de Dios” se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente: a Dios, que se presenta como misterio para todos sin excepción.

La llave que abre a la experiencia cristiana de Dios no es el descubrimiento de quien soy yo en función de mí mismo, sino la edificación, en el día a día de la vida cotidiana, de la Iglesia de Jesucristo.

Por ello, este sínodo de la sinodalidad lo hemos de vivir con ESPERANZA. Esta es la palabra clave para que podamos hablar siempre de algo nuevo. Donde no hay novedad, donde nada nuevo se espera, no hay cabida para la esperanza.

Pero este sínodo es PROFECÍA. La Iglesia, en su función profética, debe asumir la valentía que le viene de Cristo, quien proclama que su Reino no es de este mundo y que la entrada en él es posible sólo para cuantos se imponen la “violencia” de un cambio de mentalidad y de una profunda conversión. Los valores que el hombre y la mujer de hoy necesitan para sobrevivir, no los encuentran en el mundo, dominado por los ídolos del placer, tener y poder, sino que sólo los hallan en la medida en que se pongan a la escucha de la palabra anunciada por Cristo y confiada a su Iglesia.

Y junto a las anteriores, la GRACIA y la SANTIDAD. En un mundo que valora al ser humano por lo que tiene y por lo que gana, los cristianos hemos de ‘apostar’ por la gracia, por la santidad y, en definitiva, por la gratuidad. Los dones que Dios nos ofrece por medio de la Iglesia son fuente de luz, paz y consuelo, y han de llevarnos a un serio compromiso los hombres y mujeres con sus circunstancias vitales e históricas.

El hombre y la mujer contemporáneo tienen el derecho de encontrar en la Iglesia su propia casa, su Betania, es decir, el lugar de la acogida, de la amistad, de la esperanza, de la propia valía… y del descanso con la propia familia, con los amigos y con aquellas otras personas con las que quieran compartir su vida.

Estoy convencido de que la gracia de este sínodo de los obispos nos ayudará a vivir con mayor intensidad nuestro compromiso cristiano, a ser testigos más creíbles en esta sociedad tan plural y difícil.

+ Vicent Ribas Prats, obispo de Ibiza y Formentera

A PROPOSIT DE SES 'FESTES DE LA TERRA': D’ ALLÓ QUE ES VEU I DE SES ARRELS

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Agosto y septiembre

Desde hace ya un tiempo, oímos en los actos institucionales una apelación constante: recuperar nuestras raíces o volver a nuestras raíces. Muchas veces me he preguntado qué queremos decir con esta expresión. Porque la palabra raíces no es algo independiente del conjunto total que forma un árbol o una planta. Es como si quisiéramos hablar por separado de las raíces, es decir, de lo que no se ve y que está escondido en la tierra y, por otra, de lo que se ve, de aquello que emerge sobre la superficie de la tierra.

¿Acaso lo que se ve es distinto de lo que no se ve y viceversa? O dicho de otro modo, ¿pueden ir las raíces al margen y completamente por separado de lo que emerge en la superficie? La respuesta es que no. Las raíces forman parte del todo de la planta o del árbol. Por ello, volver a nuestras raíces pasa necesariamente por atender, cuidar y proteger lo que emerge en la superficie. Es cierto que también las raíces hay que cuidarlas: hay que regarlas y darles el sustento necesario para que el árbol o la planta que vemos pueda decirse de ella que está frondoso y, si es el caso, dando los frutos adecuados. Un árbol o una planta, si queremos decir de ella que está bien, es porque todo el conjunto, raíces y lo que vemos en la superficie, está sano. Unas raíces dañadas harán que lo externo esté también dañado.

Más todavía: cuando empleamos la expresión volver a nuestras raíces es porque la parte que vemos del conjunto total en la superficie no nos gusta, algo está sucediendo con la parte exterior. De ahí la apelación constante a recuperar las raíces.

Pero nos estamos equivocando. No se trata de volver a nuestras raíces. Se trata de cuidar la parte exterior y cuidarla como se hace y se ha hecho toda la vida: podando cuando es necesario, saneando, procurando que se mantenga libre de plagas… En definitiva, protegiendo y conservando. Y la pregunta ahora cae por su peso, ¿cuidamos la parte exterior de ese árbol o de esa planta por la que tan preocupados estamos de sus raíces?

Dejando la metáfora por la realidad, sinceramente pienso que no estamos haciendo todo lo que debemos para cuidar la parte superficial, lo que se ve. ¿Qué es lo que se ve de nuestra sociedad de Ibiza y Formentera? ¿Qué es lo que se ve del cuidado y la conservación de nuestra historia y de nuestro patrimonio? ¿Qué es lo que se ve de nuestra identidad cristiana mantenida a lo largo de tantos siglos? ¿Cuál es la imagen que percibe quien viene a nuestras islas de manera temporal o permanente? ¿Qué se transmite de Ibiza y Formentera a través de los medios de comunicación y de las redes sociales que con su poder llegan hoy a cualquier parte del mundo?

Si alguien tuviera que juzgarnos a los ibicencos y a los formentereses por lo que ve y vive cuando viene a nuestras islas, estoy convencido que no pensará nada bueno de nuestras raíces. Porque, ¿cómo puede haber cambiado tanto una sociedad en menos de 75 años? Y nada tiene que ver el progreso y la modernización

Que nadie piense que quiero volver a una sociedad de los años 40 o 50. Ni muchísimo menos. Pero tampoco creo que sea justa, con nuestra historia, nuestra cultura y nuestra identidad, la sociedad que hemos creado en nuestras islas, algo que ciertamente nada tiene que ver con nuestras raíces, de las cuales parece que sólo conservamos el folklore, algunos platos típicos de nuestra gastronomía y nuestras fiestas, que siguen manteniendo su aspecto exterior, pero sin el fruto que debería ser el propio de nuestras raíces.

Esto me recuerda a ese episodio del Evangelio en el que Jesús pone como ejemplo a una higuera muy frondosa, pero que año tras año no daba ningún fruto (Lc 13, 6- 9), la manera fácil de solucionar el problema de la higuera pasaba por la tala y el espacio que ocupaba dedicarlo a cualquier otra cosa. Sin embargo, Dios propone otro camino: cavar a su alrededor y echarle el abono que necesite para que dé fruto. Pues ese es precisamente el camino que tenemos que emprender todos los que apelamos a “volver a nuestras raíces”: cuidemos lo que se ve, si queremos que se corresponda con lo que no se ve (la raíz).

+ Vicent Ribas Prats, obispo de Ibiza y Formentera

“DIOS SIEMPRE QUIERE ENCONTRARSE CON CADA UNO DE NOSOTROS. HACE FALTA ENCONTRAR EL MOMENTO Y LA OCASIÓN”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Marzo

En nuestra sociedad, no pocos viven como si Dios se hubiera vuelto un ser lejano y abstracto. Como consecuencia, ya no se cree que el ser humano es importante a los ojos de Dios. Se piensa y se actúa considerando que todas las cosas son en definitiva nuestras, y que para Dios no tienen demasiada importancia ni le preocupan. El hombre ha decidido construirse a sí mismo y reconstruir el mundo sin contar realmente con Dios. Prescindiendo de Dios, el ser humano pierde su gran valor y su dignidad. La consecuencia inevitable es la relativización ética; la manipulación del ser humano propiciada por ideologías políticas, culturales o sistemas económicos interesados; y la búsqueda del sentido de la vida en lo fugaz y transitorio. Esta situación nos lleva a un límite difícil de admitir y que parafraseando la conocida novela de Milan Kundera nos lleva a afirmar la insoportable levedad de la vida. Esta tremenda levedad de la vida política, cultural, social, religiosa, laboral, educativa, familiar y personal hace que el vivir cotidiano muchas personas lo interpreten como un sinsentido y tomen decisiones dramáticas, verdaderas tragedias que muchas veces se intentan silenciar. De un tiempo a esta parte se habla del aumento de los suicidios en la población, especialmente entre personas jóvenes, algunas de ellas todavía niños y niñas.

De todos los sectores se ha contribuido a crear esta insoportable levedad de la vida. Esta abrumante situación provoca en algunas personas que se planteen preguntas para buscar una nueva perspectiva de vida: ¿cómo hacer para que la vida no sea tan insoportable?, ¿cómo encontrar un resquicio de alegría en el tedio cotidiano?

Sin embargo, la cuestión va más allá de unas preguntas y de sus posibles respuestas. Para ello, quisiera haceros partícipes de una experiencia existencial que me contaba una persona. Este hombre, empresario, harto y hastiado de la vida, de mucho tiempo sin vivir sin sentido, como único horizonte el trabajo y los placeres que da el dinero, con una vida matrimonial y familiar en la que cada uno a la suya, con las ruinas de las relaciones sociales estereotipadas y anquilosadas, en una situación existencial en la que todo, absolutamente todo comenzó a darle igual. Un día, harto de todo, decidido a todo, en el camino hacia la decisión que había tomado, pasó por delante de una de nuestras iglesias. Al verla abierta decidió parar. Me dijo que no tenía ningún motivo para detenerse, pero lo hizo. Este hombre, no iba a la iglesia, se declaraba creyente, pero no practicante, como tantos y tantos. Entró en la iglesia, no había nadie, se sentó, cerró los ojos y –me decía– ya no sabe lo que pasó. Desde que había entrado en la iglesia hasta que volvió a salir habían pasado cinco horas. No me podía decir lo que le había pasado, pero algo había sucedido en su vida. Al día siguiente decidió ir al médico para que le hiciera un reconocimiento a fondo y toda clase de pruebas. No le pasaba ni le había pasado nada que reflejase alguna patología. El médico le dijo que no tenía una respuesta para lo que le había sucedido. En este hombre se despertó un inmenso deseo de Dios. Movido por esta inquietud vino a hablar conmigo, a contarme lo sucedido, a buscar una explicación. Le dije que yo no tenía la explicación a todo lo que sucede, porque la vida de todo ser humano está rodeada por el misterio. Le dije que en aquella iglesia se había producido un encuentro o un reencuentro entre él y Dios. Y lo que había pasado en aquellas cinco horas era cosa de él y de Dios.

Así es, Dios siempre quiere encontrarse con cada uno de nosotros, hace falta encontrar el momento y la ocasión precisa. Aquel encuentro ha cambiado la vida de esta persona. El hastío, la hartura, el sinsentido de la vida y la vaciedad se han transformado en lectura de la Biblia, oración, ir a misa, confesarse y buscar cada día más a Dios en su matrimonio, en su familia, en su trabajo y en el servicio a los demás.

Quien experimente la insoportable levedad de la vida que se deje encontrar con Dios o que busque a Dios que él lo encontrará.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

“ESTAMOS EN UNA CULTURA EN LA QUE SUFRIR NO TIENE ESPACIO”

ESGLÉSIA EIVISSA I FORMENTERA. Febrero

El próximo día 11 de febrero, fiesta de la Virgen de Lourdes, la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Enfermo y nos invita, en palabras del papa Francisco, “a reflexionar sobre el hecho de que es precisamente a través de la experiencia de la fragilidad y de la enfermedad como podemos aprender a caminar juntos según el estilo de Dios, que es cercanía, compasión y ternura” (Mensaje para la XXXI Jornada Mundial del Enfermo).

Estas palabras del papa Francisco evocan aquellas otras del pensador francés del siglo XVII François Fénelon, quién afirmaba: “El que no ha sufrido no sabe nada; no conoce ni el bien ni el mal; ni conoce a los hombres ni se conoce a sí mismo” (‘El anhelo del corazón’). Duras palabras las de F. Fénelon que vienen a explicar muchos de los comportamientos y actitudes de tantas personas y, en definitiva, de una sociedad que ignora el sufrimiento y el dolor.

En la vida real (no en la imaginaria ni en la que nos gustaría) el sufrimiento aparece como una constante. En consecuencia, el sufrimiento nos fuerza a una tarea doble: enfrentar su crudeza inmediata y, además, convertido en un angustioso problema humano, debemos racionalizarlo en búsqueda de explicación y, de la mejor manera posible, superarlo.

El dolor y el sufrimiento no siempre tienen una evidencia fácilmente demostrable y, sin embargo, están ahí. Por ello, dolor y sufrimiento exigen –como dice el papa– cercanía, compasión y ternura. Porque el dolor y el sufrimiento en no pocas ocasiones no se puede probar, se siente. Quebrado por el dolor y el sufrimiento, la persona que vive la angustia de esta situación, experimenta, además, el drama de una sociedad insensible que no es capaz de reconocer su dolor y que incluso lo minimiza o lo niega. La persona doliente parece que esté abandonada a su suerte, porque nadie, nada más que ella sabe que su dolor y su sufrimiento son reales, aunque no pueda demostrarlos. Sólo su mirada, una mirada llena de tristeza, revela que algo está pasando. Pero, el ser humano de hoy no tiene tiempo para mirar a los ojos del prójimo, su mirada, y aunque resulte tópico hay que denunciarlo, sólo está atenta a los dispositivos móviles.

Estamos en una cultura en la que sufrir no tiene espacio en las redes sociales, en la que el dolor nos lanza a una carrera para huir lo más rápido de él. Porque a lo que el ser humano aspira es a la felicidad. Sólo que la felicidad no es lo mismo que el placer. La felicidad es amor y entrega. Con esa otra mentalidad, muy difundida, que identifica felicidad y placer, se tiende a evitar a toda costa lo molesto. Incluidas a las personas a las que identificamos o catalogamos como molestas.

Por encima de la mediocridad humana reflejada en nuestra sociedad, se alza, para quien quiera y sepa escucharla, la Buena Nueva de la salvación (el Evangelio) anunciada por Jesucristo y actuada diariamente por la fuerza de Dios. En Jesús de Nazaret el sufrimiento se torna esperanza, y con ella, un modo de vivir en medio de las circunstancias adversas dándole sentido a la existencia humana.

El hecho innegable de que hay sufrimiento y que parece conveniente mitigarlo en uno mismo y en los demás, ha de hacerse de manera que no vaya contra el propio ser humano, contra la dignidad de su vida. Pero esta lucha contra el dolor y el sufrimiento, no los eliminará, siempre tendremos a nuestro alrededor personas que sufran o incluso nosotros mismos, pero también en esas situaciones saber vivir con sentido es ocasión de virtud y de desarrollo personal. Es dar ejemplo para que todos aprendamos a vivir, a vivir de verdad y desde la verdad.

+ Vicent Ribas Prats, Obispo de Ibiza y Formentera

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