FIESTA DE SANTIAGO APOSTOL
HOMILIA SANTIAGO APOSTOL

Parroquia de San Francisco Javier,

Formentera, 25 de julio de 2017

 

1.Celebrar las fiestas de los santos es algo que nos hace bien: en esa ocasión reconocemos los caracteres de su vida, las enseñanzas que para nuestra vida nos dan y nos ofrecen su ayuda y protección para que, como ellos, caminemos hacia el cielo viviendo como Dios espera de cada uno de nosotros en nuestros años en la tierra.

Celebramos hoy la fiesta de Santiago Apóstol, el primero de los mártires entre los primeros apóstoles, evangelizador de España, y que entre nosotros tiene una gran y especial fiesta aquí Formentera. Su tumba se conserva en Santiago de Compostela y allí cada año, jóvenes y no tan jóvenes de nuestra diócesis van, haciendo una parte del llamado “Camino de Santiago”.

Me gusta compartir con vosotros, estimados hermanos y amigos, indicaciones sobre los santos que celebramos en Ibiza y Formentera porque celebrar bien su fiesta es una buena y grande ayuda porque ello nos presenta el testimonio de su vida ejemplar, su amor a Dios y a los demás, de modo que nosotros, llamados también a la santidad, podamos imitarlos y a la vez recibir su ayuda desde el cielo.

2.      Santiago de Zebedeo o El Mayor era miembro de una familia de pescadores, hermano de Juan Evangelista -ambos apodados Boanerges (‘Hijos del Trueno’), y uno de los tres discípulos más cercanos a Jesucristo, el apóstol Santiago no solo estuvo presente en dos de los momentos más importantes de la vida del Mesías cristiano -la transfiguración en el monte Tabor y la oración en el huerto de los Olivos-, sino que también formó parte del grupo restringido que fue testigo de su último milagro, su aparición ya resucitado a orillas del lago de Tiberíades.

El Evangelio que hemos escuchado hoy nos ha presentado a Jesús y los discípulos están en camino hacia Jerusalén (Mt 20,17). Jesús sabe que van a matarlo (Mt 20,8). Su muerte, que celebramos cada año el Viernes Santo es consecuencia del compromiso libremente asumido de ser fiel a la misión que recibió del Padre a favor de los hombres de la tierra.

Y en ese momento, hemos escuchado la petición de la madre de los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Los discípulos no sólo no entendían, sino que seguían con sus ambiciones personales. La madre de los hijos de Zebedeo, como portavoz de sus dos hijos, Santiago y Juan, llega cerca de Jesús para pedirle un favor: «Manda que estos dos hijos míos, se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu Reino». Ellos tenían en ese momento muy fuertemente sus propios intereses.

La respuesta de Jesús. Jesús reacciona con firmeza. Responde a los hijos y no a la madre: ««No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?»». Se trata del cáliz del sufrimiento. Jesús quiere saber si ellos, en vez del lugar de honor, aceptan entregar su vida hasta la muerte. Los dos responden: “¡Podemos!” Era una respuesta sincera y Jesús confirma: «Mi copa sí la beberéis”. Al mismo tiempo, parece una respuesta precipitada, pues pocos días después, abandonaron a Jesús y lo dejaron solo en la hora del sufrimiento (Mt 26,51). Ellos no tenían mucha conciencia crítica, ni tampoco perciben su realidad personal. Y Jesús completa: “pero sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre.»

Al oír esa petición de la madre,  los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. La demanda que la madre hace en nombre de los dos produce enfrentamiento y discusión en el grupo. Jesús los llama y habla sobre el ejercicio del poder: ««Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

En aquel tiempo, los que detenían el poder no tenían en cuenta a la gente. Actuaban según como les parecía (cf. Mc 14,3-12). El imperio romano controlaba el mundo y lo mantenía sometido por la fuerza de las armas y, así, a través de tributos, tasas e impuestos, conseguía concentrar la riqueza de la gente en mano de unos pocos allí en Roma. La sociedad estaba caracterizada por el ejercicio represivo y abusivo del poder. Jesús enseña otra cosa: insiste en la actitud de servicio como remedio contra la ambición personal.

Finalmente, como hemos escuchado al final de este Evangelio (Mateo 20,28): el resumen de la vida de Jesús. Jesús define su vida y su misión: “El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir, y para dar la vida en rescate de muchos”. Aprendió de su madre quien dijo: “¡He aquí la esclava del Señor!”(Lc 1,38). Propuesta totalmente nueva para la sociedad de aquel tiempo y propuesta para nosotros ahora y siempre.

 

3.      Tras la muerte de Cristo, Santiago, apasionado e impetuoso, formó parte del grupo inicial de la Iglesia primitiva de Jerusalén y, en su labor evangelizadora, se le adjudicó, según las tradiciones medievales, el territorio peninsular español, concretamente la región del noroeste, conocida entonces como Gallaecia. En efecto, el libro de Los Hechos de los Apóstoles nos cuenta que éstos se dispersaron por el mundo para llevar la Buena Nueva de Jesús y a Santiago se le atribuye venir a España, primero a Galicia, donde estableció una comunidad cristiana y después a la ciudad romana de Cesar Augusto, hoy Zaragoza. La Leyenda Aurea de Jacobus de Voragine nos cuenta que las enseñanzas del Apóstol no fueron aceptadas y solo siete personas se convirtieron al Cristianismo. Estos eran conocidos como los «Siete Convertidos de Zaragoza».  Las cosas cambiaron cuando la Virgen Santísima se apareció al Apóstol en esa ciudad, aparición conocida como la Virgen del Pilar. Desde entonces la intercesión de la Virgen hizo que se abrieran extraordinariamente los corazones a la evangelización de España,

Tras reclutar a los siete varones apostólicos, que fueron ordenados obispos en Roma por San Pedro y recibieron la misión de evangelizar en Hispania, el apóstol Santiago regresó a Jerusalén, según los textos apócrifos, para, junto a los grandes discípulos de Jesús, acompañar a la Virgen en su lecho de muerte. Allí fue torturado y decapitado con una espada en el año 44 por orden de Herodes Agripa I, rey de Judea.

La historia de su martirio cuenta que fue llevado al monte Calvario, fuera de Jerusalén. Durante el recorrido estuvo predicando y aún fue capaz de convertir a algunas personas. Cuando le ataron las manos, dijo: “Vosotros podéis atar mis manos, pero no mi bendición y mi lengua”. Un tullido que se encontraba a la vera del camino clamó a Santiago que le diera la mano y lo sanase. El Apóstol le contestó:”Ven tú hacia mí y dame tu mano”. El tullido fue hacia Santiago, le tocó las manos atadas e inmediatamente sanó.  Josías, la persona que había entregado a Santiago fue corriendo hacia él para implorar su perdón. Este hombre se convirtió a Cristo. Santiago le preguntó si deseaba ser bautizado y él dijo que si, por lo que el apóstol lo abrazó y le dijo: “Tú serás bautizado por tu propia sangre”. Y así se cumplió más adelante, siendo Josías martirizado también por su fe.

Una vez llegado al Monte Calvario, el mismo lugar donde antes fue crucificado Jesús, nuestro Señor, Santiago fue atado a unas piedras, le vendaron los ojos y lo decapitaron.

La tradición también relata que los discípulos de Santiago recogieron su cuerpo y lo trasladaron a Galicia (extremo norte-oeste de España).  Sin embargo, la historia de los huesos del Apóstol no acaba aquí. Una vez descubiertas y honradas con un templo cristiano, las reliquias no pararon quietas mucho tiempo. Según la tradición oral, en el siglo XVI tuvieron que ser escondidas para evitar la profanación de los piratas que amenazaron la ciudad compostelana tras desembarcar en el puerto de A Coruña (mayo de 1589). Las excavaciones llevadas a cabo a finales del siglo XIX, al perderse la pista de los restos de Santiago, revelaron la existencia de un escondite -dentro del ábside, detrás del altar principal, pero fuera del edículo que habían construido los discípulos- de 99 centímetros de largo y 30 de ancho, donde se ocultaron, y se perdieron, durante años, los huesos del Apóstol. En 1884 el papa León XIII reconoció oficialmente este segundo hallazgo. Sus restos mortales están, pues,  en la basílica edificada en su honor en Santiago de Compostela.

 

4.     La Iglesia debe estar formada por seguidores de Jesús como Santiago,  verdaderos cristianos, que estén dispuesto de verdad a seguir por amor a Cristo Jesús, que puedan dejar de lado sus intereses personales, que puedan trabajar silenciosamente por un mundo más cristiano, humano, compasivo, misericordioso, evangélico. Cristo Jesús, necesita seguidores que puedan imponerse y sean ejemplo por su calidad de servicio, por su fraternidad y amor a sus hermanos. La Iglesia tiene una enseñanza y un modelo a seguir, ese es Jesús, lo suyo fue servir y dar la vida, así es como es El lo primero y lo más grande de todo, Jesús, no ambiciono ningún poder, no se arrogo ningún título. Y así le siguió Santiago, así hemos de seguirle nosotros.

Digamos, pues, al Señor en esta fiesta: “Señor, mi vocación de discípulo y misionero es una vocación al servicio. Ayúdame a rezar, a predicar, a sacrificarme para que Tú seas más amado. Dame tu gracia para poder caracterizarme por el servicio abnegado y eficaz del prójimo. Vivir con plenitud, con profundidad procurando que todas mis obras se caractericen por el servicio generoso.

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