Hemos escuchado una vez más en esta noche la narración del Evangelio de San Lucas que nos cuenta el nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo. “«No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo:
os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor”

Estas palabras del Ángel, dichas entonces a los pastores y ahora a nosotros, las hemos escuchado con emoción e impresión siempre nueva, aunque ya las conocemos en todos sus particulares: María y José que han ido a hacer el censo y el Niño Jesús nace en una cueva y viene colocado dentro de un pesebre. María lo envió en pañales y el Ángel comienza a anunciarlo: “Hoy ha nacido el Salvador”. Ante ese aviso los pastores corren para llegar allí y lo ángeles en la gruta cantan: Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.

Es una escena estupenda, lleva de inspiración, una historia llena de tanto encanto y siempre conmovedora. Y ello, como tantas cosas que nos cuentan puede suscitarnos unas preguntas en nuestra mente: ¿El nacimiento de Jesús es una bella leyenda o un cuento? ¿Es una historia inventada carente de fundamento histórico?

La respuesta a ello es ciertamente no. El estilo de toda esta narración, tan sobrio y medido, sin énfasis ni retórica, y los detalles, las aclaraciones de carácter geográfico e histórico que en ella se encuentran nos hacen ver que no es una fábula, sino un hecho histórico sustancial, que nos presenta un hecho realmente sucedido.

A confirma ello, lo escribirá San Juan en su 1Jn 1,14: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”. Y el Apóstol San Pedro, queriendo responder a los incrédulos y desconfiados de todos los tiempos afirmará: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. 
1:17 Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. 
1:18 Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo” (2 Pe 1, 16-18).

Y también San Pablo con una expresión muy incisiva y concreta dirá: “Cuando se cumplió la plenitud de los tiempos, Dios mandó a su hijo, nacido de una mujer”  (Gal 4,4).

Jesucristo, pues, no es una leyenda, un mito, un nacimiento imaginado por algún ingenuo: Jesús es un personaje que nació en Belén, que vivirá en Palestina, que fue condenado a muerte, pero que después resucitó, como estaba previsto en las Sagradas Escrituras, y testimoniado ello por los Apóstoles.

Ese niño que nació hoy en Belén e verdaderamente el Rey Mesías, el Salvador prometido, el Príncipe de la Paz, el Hijo de Dios, ese que nos hace presente la vida eterna de Dios Padre.

Entonces, si la Navidad no es una fábula o una leyenda, es el acontecimiento más importante de la historia: Dios se hace hombre, la divinidad se viste de la humanidad y se hace visible. Y así quiere establecer una relación de amistad y cercanía con cada persona, para que cada persona recuperemos la dignidad de hijo de Dios.

No podemos, pues, ignorar este acontecimiento. Y contemplando a Jesús, Dios verdadero,  en el inicio de su vida en la tierra podemos entender el significado de nuestra vida en la tierra. Como dice San Juan al inicio de su Evangelio: Es la luz verdadera que ilumina a cada hombre que viene al mundo

¿Qué nos pude, pues, aportar el Nacimiento del Señor?

Nos revela ante todo la dignidad de la persona humana: si el Hijo de Dios se ha hecho hombre para salvar a criatura humana quiere decir que a los ojos de Dios ésta tiene un valor inestimable, una dignidad sublime; si no fuera así, no se hubiera hecho hombre, persona. Dios ama y estima, pues a la humanidad con un amor prodigioso y extraordinario.

Nos revela, además, que cada persona está llamada a una comunión de vida y amor con Dios, ya aquí en esta tierra: en efecto, el Hijo de Dios por nosotros se hizo pobre para que nosotros fuéramos ricos de vida divina y cuantos le acogen en la fe se convierten en hijos de Dios y participes de su naturaleza divina.

La Navidad nos revela también que estamos todos en camino hacia una meta bien precia, y eso es la vida eterna, como nos ha dicho la segunda lectura: “mientras aguardamos la feliz esperanza y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús”.

Por todo ese vivamos esta noche con entusiasmo y emoción. La Navidad lo merece: ¡es el acontecimiento más grande e importante de la historia humana! No temamos dejarnos conquistar por Jesucristo: Él ha venido a rescatarnos de nuestra necesidad. Dénnosle, pues, todo nuestro amor, como nos invita San Pablo, despreciando la impiedad y los deseos mundanos, comprometiéndonos a vivir con sobriedad, con justicia y piedad, de forma que podamos formar un pueblo santo que se distinga por las buenas obras.

Y eso es necesario. El mundo, por desgracia no es como lo ha definido el Profeta Isaías en la primera lectura, un mundo pacífico en el cual las personas del mismo se sienten y se tratan como hermanos y reine la justicia y la paz. Nuestro mundo está aún, por desgracia, dividido por odios y profundos contrastes, en el cual la dignidad del hombre viene pisoteada y despreciada de muchas maneras, la violencia y la injusticia parecen domina, aún hay personas que matan a otras personas, como Caín mató a su hermano Abel. Esas maldades y atrocidades estarán presentes mientras las personas que no quieran abrir su corazón a ese Jesús que desde la cuna de Belén nos enseña a practicar el amor y no el odio, la humildad y no el orgullo, el respeto y no la insolencia. A vivir en fraternidad, en concordia, en misericordia y no en guerra fraterna. El mundo no puede ir bien mientras no se acoja la gracia que Dios.

Navidad debe ser, pues, acoger a Jesús, abrirle nuestro corazón, aceptar su don de gracia y salvación, renunciando a todo lo malo, y siendo protagonista de amor, de fraternidad, de compartimiento, de atención a todos, especialmente los más necesitados.

Recibamos, pues, con alegría, lo que nos ofrece Jesús desde Belén y oremos para que todas las personas, a las que sin excepción ama Dios hasta el punto de darles su Hijo unigénito, abran de verdad su corazón a Cristo, que se revela y es así, la única salvación del mundo.

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